jueves, 7 de marzo de 2019

Espejo, espejito mágico...

Foto: J. Teresa Padilla



"Max: La deformación deja de serlo cuando está sujeta a una matemática perfecta. Mi estética actual es transformar con matemática de espejo cóncavo las normas clásicas.
Don Latino: ¿Y dónde está el espejo?
Max: En el fondo del vaso". (Luces de bohemia, R. del Valle -Inclán).


Por J. Teresa Padilla

Érase una vez un rey de un país lejano cuyo nombre ya no se recuerda en las crónicas. Ni el de uno ni el del otro. Lo que sí ha llegado hasta nuestros días es el profundo amor que sentía este rey por su propia persona. Un amor, como todos, incierto y turbador. En su caso, no temía no ser correspondido o terminar engañado. Aunque no se pueden descartar tajantemente ambas posibilidades, el rey de esta historia era un hombre poco dado a los enredos reflexivos, que, de haber considerado, habría tenido por antinaturales: los ojos están donde están para mirar al frente, lo único que pueden hacer. Esto explica por qué ver algo ubicado en cualquier otro lugar exige mover la cabeza o el cuerpo entero (es decir, poner lo que sea delante, en la dirección natural del ojo). Cuando aquello hacia lo que se pretende “volver la vista” está dentro de uno mismo o no está en ninguna parte, la situación deviene necesariamente inútil, cómica y mareante. El rey adoraba este sentido común suyo y las brillantes frases que le permitía pronunciar si la ocasión se presentaba.

Pese a todo, el rey tenía miedo, y por eso sabía que se amaba. Aunque tentada, la narradora no va a indagar sobre la necesidad o la contingencia de este vínculo entre el miedo y el amor que para el protagonista de esta historia era evidente. Como ser mimado por el destino y caprichoso, identificaba el amor con el deseo, y la satisfacción de éste con la posesión de lo amado. Una vez poseído (consumido, sería más preciso) el objeto de su amor, no había nada que perder ni temer. Un amor consumado es un amor cumplido, agotado, luego extinto. Puro sentido común para quienes se lo puedan permitir: el deseo nunca plenamente satisfecho y, por tanto, el amor eterno por otro, es cosa de pobres.

Así pues, por atractivo y tentador que hasta para un rey pudiera resultar en principio el enigmático y exótico otro, el previsible sometimiento del mismo a su poder y capricho terminaba, tarde o temprano, por provocarle este tedio insoportable de la consumación que consume. Es lo que distingue a la realeza de la plebe: el privilegio de aburrirse (de consumir sin límite ni remedio). Sin embargo, el rey descubrió un día que, a diferencia de otros amores, el deseo de sí mismo no encontraba tan fácil y predecible satisfacción. A diferencia de lo extraño, condenado por el propio deseo a ser anulado como tal, poseído y hecho propio, él siempre se había pertenecido a sí mismo y, a la vez, no del todo. Hasta donde alcanzaba su vista y el galope de su caballo, lo único de lo que no era dueño absoluto era él mismo. ¿Cómo un hombre que sólo mira con los ojos y, por tanto, siempre algo que está delante, puede descubrirse parcialmente ajeno a sí mismo? La respuesta es sencilla: mirándose a un espejo.

Conocidos son desde antiguo los misteriosos poderes de los reflejos, en general, y los espejos muy en particular. Lo que el ojo no puede ver lo muestra el espejo o, en su defecto, un juego de espejos. Como casi todo en la vida, es preciso aprender a verse en los espejos, es decir, a reconocerse en la imagen que aparece en ellos: hay perros que ladran a su reflejo y bebés que se ríen del suyo. Todo lo que se aprende es susceptible de desaprenderse, y puede llegar un día en que alguien ya no se reconozca en esa imagen esmerilada y la salude con una educación que ya quisieran para sí otros más cuerdos. Nadie lo decía en voz alta por miedo a la ira real, pero en palacio se rumoreaba que ésta había sido una de las rarezas seniles de la encantadora y añorada reina madre.

Obviamente, el espejo del rey no podía ser un simple espejo. El suyo había llegado de Oriente, que es de donde llegan los seres, animados o inanimados, increíbles y mágicos. De Occidente proceden cosas útiles, como las lavadoras-secadoras, y personas ilustradas, como los físicos matemáticos o algún trasnochado discípulo de Sócrates. Nada interesante para un rey que lo tiene todo, incluido aquel sentido común que ya se mencionó cuánto le enorgullecía y cómo le libraba de absurdas reflexiones. Entre ellas, por ejemplo, la del efecto subversivo que la esfericidad del planeta en que vivimos tiene sobre las coordenadas por las que nos hemos orientado y las civilizaciones en cuyo seno hasta nuestro rey creía estar acogido (él y su sentido común). Cual expedicionario intrépido parte el occidental insatisfecho de sí mismo y su cultura nativa en la dirección por la que sale el sol buscando otra clase de respuestas y, si no se rinde en alguna de las etapas intermedias o se conforma con algún enigmático proverbio, termina de nuevo en su casa. Eso sin contar con que, por mucho que en su camino tope con un lugar autodenominado País del sol naciente, sólo lo es para su vecino chino, pues sus habitantes no ven salir el sol bajo sus pies, sino tras la línea de un horizonte marítimo que los conduce directamente a América, respecto de la cual el Oriente resulta ser nada menos que la llamada cuna de Occidente… Y la narradora se detiene aquí, aturdida, porque teme haberse hecho un lío y escrito alguna barbaridad.

El caso es que el rey tenía un espejo que le trajeron de Oriente, lo que estrictamente indica sólo la dirección desde la que llegó y no un origen concreto o fijo. En él se podía mirar como en cualquier otro espejo, y admirar la inteligencia y brillo de sus ojos, la ligera curvatura de su nariz que, con esa leve desviación del modelo griego, dotaba de fuerte carácter al conjunto de su rostro, cuyo perfil exhibía unas orejas del tamaño justo (igual al que separa la punta de la nariz y la ceja), todo rematado en la parte superior por su abundante y brillante pelo y, en la inferior, por su cuidada y viril barba. Jugaba nuestro rey con él a intentar adivinar como lo verían los demás o como sería él mismo cuando no se estuviera mirando. Ensayaba gestos, se miraba de reojo… Nada que no se pueda hacer con un espejo corriente. Como resultado de estas pruebas, el rey empezó a dudar y recelar si no amaba al espejo tanto como a sí mismo. Nada pudo su hasta entonces inquebrantable sentido común para quitarle esta idea de la cabeza o, mejor dicho, esta ardiente sospecha del corazón. Y llegó el día en que, enloquecido por los celos, el rey destruyó a su rival y arrojó al suelo lleno de ira el espejo y la bella imagen que éste atesoraba de él mismo.

Roto en pedazos y mirado de soslayo por su verdugo, el espejo desplegó su magia oriental (ésa que se sabe de dónde viene, pero nunca dónde está). Un trozo empezó a mostrar lo que al rey le pareció, por su novedad y estado de enajenación, el futuro: fragmentos nunca vistos de su persona y lo que ocurría a sus espaldas. Se veía encorvado, arrugada su vestimenta y deslucida su figura. Descubrió las miradas insolentes que sus súbditos le dirigían cuando creían no ser advertidos. No era el futuro, claro. Los espejos, por mágicos que sean, están prisioneros del presente y no pueden reflejar lo que no es ya (el pasado) o no es todavía (el futuro). Pero sí otros presentes. Esto hacían los fragmentos del espejo: reflejar lo que otros tienen delante o lo que uno mismo podría contemplar cambiando de postura. El rey, sin embargo, no veía más que amenazas, la venganza de un amante despechado, de un cadáver que se resistía a morirse. Así que pisoteó y pisoteó los pedazos hasta hacerlos añicos. Y entonces sucedió: el espejo, moribundo, volvió a devolver al rey su propia imagen. Fragmentaria y deformada, pero más fiel que ninguna otra de las que le había proporcionado en el tiempo que duró su amor. Una imagen tan reconocible que el rey tuvo que exclamar para que le oyeran todos y sobre todo él mismo: Ése no soy yo. No soy yo. No soy yo. Ese monstruo, ese rostro con esa boca deforme que habla como yo y esos ojos que miran de frente, como los míos, pero ahora evitando mirar otros ojos; ése, sí, que siente y piensa lo que yo, no. A pesar de todo, no soy yo. No.


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