jueves, 28 de marzo de 2019

Roma



Por J. Teresa Padilla

No sé nada de cine. En estos Diarios tuvimos un cinéfilo. Uno con su propio blog sobre el tema y un peculiar estilo literario no siempre comprendido por las harpías que aún quedamos por aquí. Nos dejó, claro está, y le dejamos ir a pesar del empobrecimiento evidente que suponía su marcha. Y es que, aunque no termine de entenderlo (porque soy una bruja impermeable a su poesía), tenía un éxito indiscutible, lo que sólo podía obedecer a dos causas: la seducción de su retórica o, hipótesis por la que obviamente me inclino, el hecho de que el cine, sea bueno, malo o regular, despierta más interés que… En fin, lo que sea que seguimos haciendo las que quedamos.

Lo menciono, aparte de por la obviedad de que voy a hablar de una película, porque recuerdo sus lamentos nostálgicos por la proyección actual, incluso en los cines, de copias en no sé qué soporte digital y no en el formato de toda la vida. Lo de una producción como esta de Netflix destinada al consumo doméstico, le debe parecer una pesadilla. A alguien así, que considera las salas de cine templos en los que se impone un silencio riguroso, la forma en la que he visto Roma sólo puede resultarle un sacrilegio. Señor Ruiz, está avisado: lo que sigue puede herir su sensibilidad.

El domingo quedé con unas amigas en la casa de la que tiene la plataforma mencionada. Las circunstancias no facilitaban la debida concentración porque tres mujeres solas, comiendo la tortilla de Ana (¡ay, sí aquélla de la que ya os hablé!), bebiendo cerveza y viendo lo que estábamos viendo, no podíamos quedarnos calladas. Por poder, habríamos podido, pero no la hubiéramos disfrutado igual ni, a lo mejor, nos hubiera gustado tanto. Que la tengo que volver a ver porque entre tragos, comentarios y bocados se me han escapado muchas cosas, esto es innegable. ¿Me importa? No, la vería muchas veces más.

Una siempre quiere lo que no tiene, y esa envidia da lugar, con el tiempo y la renuncia, a la simple admiración. Mi madre tenía el pelo rizado y yo, aunque más feo el rizo, también. Ella no se preocupaba ya mucho de su aspecto, pero para mí quería lo mejor, a saber: un pelo más liso y domesticado. A tal fin me lo recogía en una coleta tan tirante para evitar su encrespamiento que resultaba dolorosa. Todo era inútil. Por mi parte, yo siempre he querido dominar la fotografía en blanco y negro, pero incapaz de optar entre las luces y las sombras, me quedaba en una apagada gama de grises. El autodidactismo no me alcanzaba, y tampoco la economía para un maestro, así que la mediocridad que el color disimulaba me la dejaba en cueros el blanco y negro. Otra crueldad inútil también. Otra envidia que ha acabado en admiración.

Llegué tarde a la cita con mis amigas, casi sin aire tras ascender a un tercero sin ascensor después de haber cargado con la cantidad de cervezas que consideré razonable (y las demás, qué sola se siente una a veces, excesiva) un buen trecho de cuestas arriba. Tras un breve desahogo sobre lo hartas que estamos de casi todo y, en especial, de nuestros respectivos adolescentes, me quedé traspuesta con la fotografía de la película, los encuadres…

No recuerdo exactamente cuándo retomé el hilo de la narración (lo de quedarme en Babia me pasa mucho últimamente). Pero no importa. ¿Hay que hacer una sinopsis? Pues ahí va una cuya objetividad no es que no garantice, es que aseguro que no existe, porque, al fin y al cabo, es el resultado de una mirada, la mía, de por sí errabunda, que suele prestar más atención a los detalles que a los argumentos. Detalles que a menudo sólo a mí me parecen importantes y que, por supuesto, nada tienen que ver con la técnica. O sea: minucias.

Por lo poco que había leído y oído, me esperaba un relato familiar desde el punto de vista infantil, de alguno de los niños de la casa (una casa, por cierto, que me recordó a aquellas maravillosas para muñecas que sólo podía contemplar tras el cristal del escaparate de jugueterías pensadas para otra clase de niñas que no eran yo). Me sorprendió, y gratamente, que no fuera así, sino que la cámara siguiera sin descanso a la protagonista, la criada indígena, Cleo. Es enternecedor el intento de una mirada que se sabe externa (la de la cámara, la de un director) por ponerse en su piel. Una piel virgen, pura e ingenua, y quizá por eso sigue resultando, a pesar de todo, una película realizada desde las entrañas de la infancia, con toda la incomprensión y el dolor que caracterizan esta fase supuestamente idílica de la existencia.

Una virgen niña y dos mujeres más. Valientes todas: la cenicienta acogida, la abuela gigantesca de cuento y la madre torpe dispuesta a convertir el abandono en una aventura. Y, enfrente, los varones adultos, personajes ocasionales y terribles, cobardes y narcisistas, adolescentes eternos. El mejor de ellos salva técnicamente vidas, es su trabajo, y ha convertido su flamante automóvil en una segunda piel que maneja (el americanismo aquí es más preciso que nuestro simple conducir) con la precisión y delicadeza de un amante. Sin embargo, abandona a Cleo camino del paritorio al que nadie más podría haberla acompañado, y a una mujer, la suya, que intenta, boba, retenerlo con su amor cuando no sabe siquiera conducir y aparcar en condiciones a su alter ego, el gigantesco coche americano, lo único que deja tras de sí.


Y luego está el otro, el muchacho que sólo sabe amar autocompadeciéndose y explota su triste historia sin saber en el fondo para qué, si busca consuelo o sólo seducir con éxito a la tonta de turno. Esa clase de tipos que cifran su virilidad en ser capaces de matar a otros, por la espalda y desarmados preferiblemente, y su astucia en eludir la responsabilidad de la vida que han contribuido a engendrar. Porque todas las mujeres son mentirosas e infieles; esos hijos que esperan son trampas para cazar esposos y, además, muy probablemente de otros. Unas zorras despreciables cuando los rechazan (cómo se atreven) y también cuando los aman y se entregan a ellos. Puede que en este último caso, incluso más.

Mudas nos quedamos en el salón las tres madres al recordar el caos de las maternidades y ver a la niña muerta que terminó por parir Cleo; cómo se despidió de su cadáver y éste fue amortajado ante sus ojos. Una niña asesinada en su propio vientre por el mundo violento y sanguinario en el que su padre tenía su sitio, aunque como simple peón. Y, sin embargo, es ella quien se culpa. “No la quería…, no quería que naciera”, llora Cleo cuando, venciendo su terror, logra extraer del voraz útero marino el cuerpo con vida del hijo de otra, de su “señora” (aunque, al parecer, no tanto como para retener a un marido y botar a la criada golfa como hacen "las de verdad"). Cleo logra así lo que nadie supo hacer por ella ni por la niña que no llegó a nacer (si por nacer entendemos vivir, aunque sea un instante), pero no en cumplimiento del deseo oculto y torturador de su madre, sino por la locura del mundo. Puede que no la quisiera, que no quisiera que naciera, pero aún menos su muerte, que sólo ella lloró.


Una película sobre mujeres maravillosas y estúpidas que se dejan engañar, dan su amor a quien las desprecia, no saben conducir, gritan o callan de dolor, ponen en peligro sus vidas por otros. A veces lo consiguen. La mayoría no. Pero al final sólo quedan ellas. Ellas y los niños a los que dieron vida o se la salvaron y a los que no, pero sólo serán recordados por ellas. Y entonces mi cabeza vuelve al principio casi, cuando Cleo se tumba al sol en la azotea, cabeza con cabeza junto al más pequeño y débil de los niños, Pepe, al que han dejado solo y "muerto" sus hermanos, para jugar también ella a estar muerta, pues peor que estar muerto es estarlo solo: “Yo sin mi Pepe no puedo vivir. Yo también me morí. Me gusta estar muerta”. Y los dos yacen así, juntos y sonrientes, sobre la azotea mientras alrededor la vida, dice el guión, sigue.


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