jueves, 19 de septiembre de 2019

Pesadumbre de papel


Foto: J. Teresa Padilla







Por J. Teresa Padilla

El trastero suele ser un espacio angosto y sin luz natural al que va a parar todo aquello que se libra por los pelos de ir a un contenedor de residuos, ya sea en virtud de una hipotética utilidad futura o porque, aunque se esté convencida de que es y será siempre innecesario y superfluo (eso que con toda propiedad se llama basura), no se tiene el valor de abandonarlo a su desaparición, destrucción y quizá reciclaje. Incluso antes de tener un trastero arrastraba estas posesiones, convertidas con el paso del tiempo en pesadas cargas, a las que encontraba acomodos inauditos en los rincones casi inexpugnables de viviendas más pequeñas. Si se hizo el esfuerzo de conservarlas entonces, cuando no parecía físicamente posible, cómo no ahora que se dispone de un trastero. Allí guardadas, lejos de una, pero a mano (quién sabe para qué). O eso creía.

En realidad me eran completamente inaccesibles aquellas cajas de mudanza, en lo alto de una estantería, repletas de fotocopias en diferentes lenguas, notas manuscritas y mecanografiadas, separatas, primeras versiones de algún artículo o traducción y los diversos intentos fracasados de completar aquel índice de partes y capítulos escrito cuando ya había perdido la fe, no sólo en su posibilidad, sino en el interés de ese trabajo de años. El tiempo perdido no se puede conservar en un trastero para echar mano de él si se recupera la fe y la esperanza que lo llenaban y vivificaban. Los papeles sí, pero intempestivos, que no simplemente viejos. Están todo lo muertos que pueden estar las cosas, es decir, sin la vida (el tiempo) que un ser humano les concedió. Debe de ser triste para un papel gozar de unos instantes de vida inesperados y ser luego abandonado a su naturaleza inerte. Inerte y pesada. Hasta lo que un día fue liviano, resulta una carga cuando se queda inmóvil, como si las profundidades de la tierra quisieran para sus adentros todos los cuerpos y los consiguieran, por fin, cuando éstos dejan de ofrecer la resistencia del movimiento y se convierten en pesos muertos.

Hubo un día en que aquellos papeles se esparcían sobre las mesas, eran manipulados, archivados temporalmente, cambiados de lugar, hasta se reproducían antes de desaparecer en versiones mejoradas de ellos mismos. El polvo no era lo bastante rápido para acumularse en las carpetas que los alojaban. Si pesaban, apenas se notaba, y sólo conforme la velocidad de estos movimientos empezaba a decrecer se iba evidenciando la carga cada vez mayor en la que terminarían convirtiéndose. Cuando su pesadumbre empieza a hacer demasiado daño, los papeles se encierran y ocultan cada vez más profundamente: en una carpeta, las carpetas en cajas y las cajas en el trastero. Se les ha permitido adquirir demasiado peso para poder ser arrojados a la basura. Se ha cargado demasiado tiempo con ellos. Hasta que un día una recuerda estos cadáveres de papel que escondió en el trastero y decide acabar con ese foco de putrefacción. Pide que se los traigan, convencida de liquidarlos todos de una vez, pero sólo consigue desprenderse de los que nunca en realidad le importaron. Los otros, aquellos de los que necesitó alejarse exiliándolos en un trastero recóndito, son reordenados y acomodados de nuevo cerca, a la vista, verdaderamente a mano. Puede que nunca más sean hojeados, pero abrir esta posibilidad les otorga un débil hálito de vida que disminuye ligeramente su peso y ofrece la oportunidad, quizá, para que la resignación alivie el dolor del fracaso que documentan.

Foto: J. Teresa Padilla
La madurez debe ser algo parecido a aceptar el peso de éstos y otros muchos papeles de autor anónimo o despersonalizado en aras de su cargo profesional, debidamente firmados o sellados, que se dejan crecer alrededor y en los que sólo puntualmente se repara. Su peso no es tan evidente salvo que un día, escribiendo sobre los otros, te dé por recapitularlos: certificados de nacimiento, de bautismo, de matrimonio, de defunción; informes médicos, calificaciones escolares, títulos académicos, fes de vida, libros de familia, contratos, nóminas, garantías, escrituras, testamentos, seguros, facturas, declaraciones de impuestos, hipotecas, recursos y sus correspondientes resoluciones… Por no hablar de esos otros “papeles”, los que se asumen a lo largo de la vida como máscaras tras las cuales se espera sobrevivir mejor o peor a la intemperie mundanal y ganarse la vida (porque ésta, al parecer, no es un regalo, sino un préstamo que hay que amortizar).

Los amamos u odiamos por las palabras en ellos escritas, pero el papel, como tal, no es nunca de fiar: esa misma hoja liviana que se lleva el viento y vuela imitando las hojas del árbol del que procede, puede llegar a combar estanterías, colapsar juzgados o cortar inesperadamente como una cuchilla tus dedos. Nada raro resulta, si se piensa un poco, sentirse un día contagiada y aplastada por su pesadumbre.

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