lunes, 17 de agosto de 2020

La casa de la señora Antonia

Por Marisa Díez 


La puerta estaba entreabierta y no pudo reprimir el impulso de echar un vistazo rápido al interior. La casa permanecía más o menos como la recordaba desde aquel verano de su infancia. Un portalón que, a sus ojos de niña, le pareció inmenso la primera vez que lo atravesó. Al fondo, el patio en el que los gatos campaban a sus anchas. A la derecha, la pequeña cocina y el comedor, por donde paseaba tranquilo un ratoncillo al que su padre bautizó con el nombre de Pirulo y que acabó sus días, en un suceso nunca aclarado, aprisionado tras la puerta de la cocina. Y la escalera, a la izquierda, que conducía a las habitaciones de arriba. En esa misma planta, la puerta de entrada al desván, una estancia a la que se accedía a oscuras, casi a trompicones, tras escalar unos peldaños de madera que parecían desmoronarse a cada paso. Jamás había estado en un lugar así, un rincón lleno de trastos completamente inservibles, amontonados cual tesoros unos encima de otros, cubiertos por unas inmensas telarañas que nunca había visto en Madrid y que le provocaban una repulsión que todavía no ha logrado sacudirse del todo. 

C/ Don Domingo Labajo. Candeleda. Foto: Luis Martin

Fue tan sólo una más de las casas que disfrutó con su familia en aquellos veranos inolvidables en su pueblo de adopción. Podría describir cada una con bastante exactitud, así como los recuerdos asociados a ellas, porque los conserva perfectamente anclados en su memoria. Las vacaciones felices de su infancia y adolescencia; los reencuentros llenos de abrazos y las despedidas dramáticas llevadas al extremo, fruto de las emociones desmedidas propias de la edad. Y sus amigos, algunos de los cuales todavía conserva a pesar del paso implacable de los años, a los que, en esta ocasión, no ha podido apenas tocar. Por eso estos días ha recorrido, un tanto desubicada, las calles y los lugares de toda una vida. Estaban ahí pero no parecían los mismos. Una especie de velo intangible los cubría y no le permitió disfrutarlos con la intensidad de siempre. Y quizá también por eso se ha sentido extraña y un poco perdida, preguntándose si alguna vez será posible que todo vuelva a ser lo mismo.

Ha tenido más ganas que nunca de abrazar a los suyos, ella, que siempre fue un tanto despegada y un poco fría a la hora de demostrar sus afectos. Y un absurdo recelo ha latido en su interior al encontrarse con quienes forman parte de su vida desde tanto tiempo atrás. Una atmósfera desconocida se palpaba por las calles, las mismas que tanto extrañaba durante los largos meses que no podía recorrerlas. Pertrechada tras su mascarilla fue incapaz de reconocer aquel aroma especial que no había respirado en ningún otro lugar y que tanto le costaba describir. No identificaba el olor de los naranjos, ni de las higueras. Tampoco el murmullo del agua entre las piedras la relajaba con su sonido, ni las inmensas palmeras le parecían las mismas. Todo estaba allí, y sin embargo le pareció estar perdida en algún paraje desconocido que no podía reconocer y le costaba disfrutar.

La casa de la señora Antonia tenía la puerta entreabierta y a ella le hubiera gustado atravesarla y perderse de nuevo entre sus muros de piedra. Cerrar los ojos y volver atrás, aunque fuese un instante. Observar cada noche la hilera de golondrinas apostadas en fila sobre los cables de la luz que atravesaban la calle. Admirar las innumerables estrellas o respirar el olor de las tormentas que al final de cada verano llegaban puntuales a su cita.

Le hubiera gustado, pero no se atrevió a hacerlo y, resignada, continuó su paseo. Apenas sin darse cuenta apareció en su terraza preferida, aquella en la que el tiempo parecía haberse detenido. Bajo la sombra de su inmensa parra, mientras apuraba su primera cerveza, hizo una lista mental de sus abrazos pendientes. Y supo que era afortunada, porque a pesar de las decepciones, mantenía un número importante de personas a quienes dedicárselos. Ya queda menos, se dijo entonces; más tarde o más temprano, las máscaras siempre acaban por caer.



7 comentarios:

  1. Entonces las máscaras siempre caen? Como el telón al final de la función?

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    1. Por supuesto, más tarde o más temprano, pero siempre caen.

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  2. Me emocione
    De acuerdo en todo
    Al leerlo sentía que estaba alli

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  3. Gracias. Volveremos a disfrutarlo como se merece. O mejor, como se disfrutan las cosas que te arrebatan y luego te devuelven.

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  4. Yo entro en un trance nada más pasar el río tierra y regreso al pasar por el centro, ahora polideportivo.

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    1. Sí, es verdad Öscar. A mí me pasaba algo parecido cuando volvía de año en año. Después empecé a ir más a menudo, pero ahora creo que cuando cruce el puente sentiré una sensación parecida. Maldito bicho, cuántos buenos momentos nos ha robado.

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