viernes, 10 de julio de 2015

Niebla

Niebla. Miguel de Unamuno.

Austral: Madrid, 2010, 288 pp. (7,95 euros).


“Para vivir honradamente hay que desgarrarse, confundirse, luchar, equivocarse, empezar y abandonar, y de nuevo empezar y de nuevo abandonar, y luchar eternamente y sufrir privaciones. La tranquilidad es una bajeza moral” (Lev Tolstói, Correspondencia, Acantilado: Barcelona, 2008, p. 166).

Por J. Teresa Padilla

En tiempos remotos, cuando aún podía calificárseme de “joven promesa” filosófica, estudié bastante a fondo la obra de Miguel de Unamuno. Mi objetivo entonces era demostrar que, a pesar de lo que muchos otros opinaban (puede que incluso el propio Unamuno), no sólo tenía pleno derecho al título de filósofo, sino que, en realidad, era el más importante y original de los filósofos españoles modernos. Bueno, esto lo pensaba más que lo decía, por aquello de no herir otras sensibilidades cercanas (lo que entonces me preocupaba más que ahora) y no cerrarme innecesariamente puertas. Esa etiqueta de “pensador religioso”, que Ortega y sus discípulos hicieron célebre, me molestaba especialmente en aquella época mía de militante y algo irreflexivo laicismo. Casi tanto como la de simple “escritor” o “literato”. Aparte de laicista también mostraba entonces cierto escepticismo sobre el potencial revelador de la literatura o de ninguna otra actividad que no fuera la reflexión más aséptica. No en vano ya os he comentado alguna vez que hubo un tiempo en que fui un auténtico coñazo, aún mayor del que pueda ser hoy, por difícil que os resulte imaginarlo.

Unamuno (1930)
Cuando traducía las ideas de Unamuno, unas ideas siempre en fase de construcción, renovación y cambio (como están las verdaderas ideas filosóficas), a la terminología técnica de la fenomenología, llamémosla existencial, en la que yo trabajaba entonces, me daba cuenta de que las estaba fijando y dándoles un sentido demasiado “claro”, teóricamente claro, o sea: estático. Casi podía sentir a Unamuno acusándome por un oído de estarlas así matando, aunque por el otro también es cierto que me sentía alentada por él a estrujarlas, manipularlas y hacer todo aquello que fuera preciso para apropiármelas y darles, quizá, una segunda vida, aunque fuera infiel a la primera. No tenía entonces la lucidez suficiente para defender, sencillamente, que también se podía hacer filosofía así como la hacía él, sin necesidad de revestirse de los ropajes terminológicos académicos o de ser aceptado en ninguna línea de pensamiento “oficial”. Me gustaría pensar que esta lucidez se la debo precisamente al truncamiento de aquella “prometedora” carrera mía, que (otra vez Kertész) al final es verdad eso de que "sólo la victoria es más humillante que la derrota".

Si la filosofía es algo (y lo es, lo sigo creyendo aún más que entonces), es una reflexión que comienza cuando nos damos cuenta de que, en realidad, no entendemos nada de nada. El “sólo sé que no sé nada” es, desde tiempos de Sócrates, la situación vital que es necesario alcanzar para iniciar el camino hacia esa deseada sabiduría, siendo la filosofía siempre y sólo el camino, de ahí su nombre. El camino de la filosofía, como el de la verdadera vida, comienza cuando el maestro (y Sócrates es el maestro por excelencia) nos lleva ante esa primera evidencia que es la más absoluta extrañeza y confusión ante lo que hasta ese momento creíamos saber y no sabíamos, sino sólo dábamos por supuesto.

Unamuno es radicalmente socrático: su reflexión es un diálogo (con otros y consigo mismo) que avanza a través de la contradicción y de la paradoja. Es aún más socrático que Platón, que siguió a su maestro hasta ese punto de inicio para luego construir una imagen del mundo libre de esa perplejidad inicial. Platón creía haber alcanzado la sabiduría, la verdad, mientras Sócrates (y Unamuno) permanecen siempre como eternos principiantes. Sócrates o Platón (o, en la modernidad, Hegel): según a quién se considere el filósofo por antonomasia se considerará o no a Unamuno un filósofo. No creo que haga falta decir de qué parte estoy yo.

“Hay que confundir. Confundir sobre todo, confundirlo todo. Confundir el sueño con la vela, la ficción con la realidad, lo verdadero con lo falso. Confundirlo todo en una sola niebla”. Niebla es el título de la novela (o nívola, o leyenda, o historia o vida –¡hay que confundirlo todo!-) y uno de los nombres que podría designar ese momento de desorientación completa en que únicamente se puede iniciar la reflexión filosófica y, lo que es más importante o puede que lo mismo, la verdadera vida: la que de verdad se vive porque se siente vivir, la que nos saca del sueño plácido, pero mortal, que antes creíamos vida. Y es que hay una vida inconsciente idéntica a la muerte y otra, la verdadera, en la que nos sentimos vivir, pero también morir: “Yo no vivía, y ahora vivo; pero ahora que vivo es cuando siento lo que es morir”, dice Augusto Pérez, nuestro héroe nivolesco. Y es que no es lo mismo estar muerto (lo que es muy posible estar incluso cuando el médico se empeñe en diagnosticar lo contrario) que morirse.

Niebla es, como toda la producción literaria de Unamuno, un experimento filosófico (o, lo que es lo mismo, para él y puede que en sí mismo: vital), destinado tanto a probar los resultados de la reflexión (una reflexión que es cuestionamiento continuo de lo que se piensa y dice) como a enriquecerla, a dar a la reflexión materia sobre la que trabajar. Esta materia es la vida, la vida sentida (consciente). La ficción literaria es, por su parte, la recreación de esa vida; una recreación que nos permite revivirla, experimentarla con todas sus contradicciones y paradojas, tensarla, ponerla a prueba, interrogarla... La filosofía de Unamuno es una “fenomenología narrativa” (y lo entrecomillo por respeto y en homenaje a su creador, que se sentiría estrecho embutido en este traje, como en cualquier otro, y que preferiría con mucho ir desnudo o, a lo sumo, disfrazarse de continuo). Una fenomenología, un análisis descriptivo de lo que le aporta la ficción literaria, que es la mejor vía de acceso a lo que interesa describir, la que ilumina mejor ese objeto en sí paradójico, contradictorio y refractario a la razón lógica que somos cada uno de nosotros y nuestra forma de existencia, de vida.

Ojo, cuidado. El poder y el ruido de los mercaderes editoriales es tal que, como nos descuidemos, consiguen su propósito: ocultar y negar la naturaleza de la verdadera literatura para poder vender como tal lo que no lo es. Así que a lo mejor es necesario recordar y gritar aún más fuerte que ellos que la literatura no es un medio de evasión, ni de la realidad cotidiana, ni de nosotros mismos, ni de nada; no es un entretenimiento, un espectáculo. Menos que nada un espectáculo. Es cierto que nuestro mundo cada vez parece reducirse más y más a un puro espectáculo (hasta el punto de que tendemos a no creernos nada que no veamos en los media o, lo que es lo mismo, a creernos todo lo que se nos cuenta en ellos). Pero semejante mundo virtual nos exige quedar convertidos en meros espectadores: unos seres cuya forma de vida consiste precisamente en no vivir, sino limitarse a contemplar cómo la vida, algo que no nos termina de incumbir demasiado, transcurre ante nuestros ojos.

La literatura es justo lo contrario a un espectáculo, y por eso, precisamente, es una actividad de riesgo vital serio. Su objetivo es hacernos vivir de verdad, no sólo contemplar, la vida (o vidas en plural). Esa vida que no sentíamos vivir (y, por tanto, no vivíamos auténticamente) con la esperanza de llegar a comprenderla un día. La vida que vivimos, la que puede vivirse, la que pudo ser vivida o podría llegar a serlo. La nuestra, la del personaje de ficción, la del autor de la ficción...Y así, confundiéndolo todo (ficción y realidad, criaturas y creadores), “le hace a uno dudar de que exista” y le pone en camino de la verdadera existencia, realidad y vida: la de bulto, la de carne. Y tanto da si es verdadera realidad o ficción, vigilia o sueño: la cuestión es que sean “de carne", la expresión que oyó Unamuno a su hijo y a su nieto, de niños, y que encierra, nos dice, toda una metafísica y una metahistoria.

A ello nos invita Niebla. A despertar del sueño eterno, que no es el que sigue a la vida en la tierra sino la mayor parte de nuestra vida en la tierra, y atrevernos a vivir en la niebla de la confusión de todas esas voces que nos hablan, nos sueñan, nos burlan y nos hacen ser hasta que ya no sepamos si vivimos nosotros o ellos a través nuestro y quién es el más real de todos, quién es más de carne. Más radical que el metodo cartesiano de la duda (sólo teórica), Niebla nos invita a iniciar el camino de la duda existencial.

Unamuno (1925)
Augusto Pérez, don Fulgencio (con la experiencia adquirida en Amor y Pedagogía), Victor Goti (personaje y prologuista rebelde), Antolín S. (Sánchez) Paparrigópulos (el Erudito –seguro que lo reconocéis cuando os lo presente el autor-), don Fermín (el anarquista místico, "pero en teoría, entiéndase bien; en teoría" -otro que quizá os suene-), Unamuno y el mismo Dios, aunque, como acostumbra, éste sea el único que calla. Todos aparecen hechos aquí de la misma materia, de la misma carne, reales y ficticios a la vez. Sólo Orfeo, el perro, pueda quizá permitirse una verdadera vida ajena a esta confusión, aunque su debilidad típicamente canina por ese animal enfermo que es el hombre le expone a un peligroso contagio.

En resumen: una lectura para despertar, a la vida y a la búsqueda de la verdad, y también para disfrutar con el humor y la inteligencia de Unamuno (y sus criaturas). Porque la literatura no es sólo un camino posible hacia la sabiduría, también es esto: puro gozo.

1 comentario:

  1. Muy de Unamuno tocar las narices y hurgar en el lector para que se plantee cuánto de verdad y cuánto de ficción hay en su vida.
    Sus criaturas han inspirado a más de uno. Se adelantó a Pirandello ('Seis personajes en busca de autor') al dar autonomía a un personaje frente a su autor. Y cuando vi la película ´Más extraño que la ficción' (Marc Forster, 2006), me sorprendió la cantidad de paralelismos de esta película con 'Niebla', sobre todo la escena en la que el personaje va a casa del autor para rogarle que no escriba el desenlace previsto, revelándose ante la decisión del autor de darle muerte ¿un guionista hoollywoodiense habría leído a Unamuno?
    Hombre valiente y consecuente con su pensamiento. 'Venceréis, pero no convenceréis', soltó en una sala repleta de falangistas, legionarios y catedráticos que habían pasado por el aro.
    Estupenda novela para sacudirse estados de hibernación.

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