Se está poniendo de moda esto de cruzar el charco. El año pasado fue mi sobrina la que se marchó en busca de una oportunidad profesional que aquí le negaban. Ahora es una amiga la que huye siguiendo a su media naranja en su devenir profesional. Cierto que, aunque situados en el mismo continente, a ambos destinos les separan un montón de kilómetros (a Nueva York fue a parar mi sobrina y a Bogotá lo hará en breve mi amiga), pero en los dos casos se encuentra el océano de por medio, dificultando de manera infinita la posibilidad de mantener un mínimo contacto físico.
Conocí a Sonsoles hace treinta años en las aulas de la Facultad de Periodismo de la Complutense. Recalaba en Madrid desde su Galicia natal, dispuesta a comerse el mundo y, de paso, cualquier medio de comunicación que se pusiera a su alcance. Compartimos los cinco años de carrera y, a partir del segundo, nos convertimos en inseparables. En realidad, éramos tres, eran tres: rubia, castaña y morena; y ésta es una circunstancia rigurosamente cierta. Dedicamos infinitas horas a confidencias varias y risas terapéuticas que nos hacían ver el mundo bajo el prisma de un optimismo tan infundado como ilusionante. Cientos de proyectos que se fueron quedando poco a poco en el aire, empujados por necesidades más urgentes y mundanas que nos obligaron a poner los pies en la tierra y enfrentarnos a una realidad que nada tenía que ver con nuestros sueños. Cada una de nosotras siguió su camino lejos de esas aulas y, salvo incursiones temporales, terminamos enfocando nuestra vida profesional por derroteros muy diferentes a esa carrera universitaria que habíamos elegido con más o menos convicción. Los años se nos fueron pasando sin apenas darnos cuenta, a la velocidad que corren cuando piensas que te queda toda la vida por delante. Y entre excursiones esporádicas, fiestas y juergas variadas, quedadas semanales apurando nuestras cervezas y algún que otro sobresalto de salud con ingreso hospitalario incluido, nos encontramos de repente en esa edad intermedia en la que te sientes bien, sí, pero...
Mi amiga Sonsoles nos sorprendió hace unos días explicándonos que había decidido marcharse a vivir a Bogotá durante dos años. ¿Bogotá? Pero ¿de qué estás hablando? ¿Se puede saber qué se te ha perdido a ti en Bogotá? Sí, sí, de acuerdo, Colombia tiene que ser un país precioso, si me apuras incluso interesante de conocer, hasta es posible que tenga costa caribeña… Que sí, que estamos de acuerdo en que conocer cualquier país y empaparse de su cultura y costumbres te enriquece intelectualmente y te convierte en una persona infinitamente más abierta y más culta. Que sí, que sí, que todo eso está muy bien. Pero ¿Bogotá? ¿Es que no has encontrado un sitio un poquito más cercano? ¿En serio? A ver, Son, ¿tú te has vuelto loca?
Bueno, en realidad yo no la creí. En principio pensé que se había equivocado al anunciarnos su destino y, que en lugar de Colombia, se refería a Canadá. Y no me toméis por demente, es que a su pareja, y causante final de todo este embrollo, la agencia para la que trabaja lo enviaba durante tres semanas a Toronto y yo, ilusa de mí, pensé que ella, simplemente, había decidido acompañarle. Todo esto, que parece tan sin sentido, al final se resume en una mudanza que durará un mínimo de dos años y va a dejar nuestro trío, de treinta años de historia, convertido en un dúo solitario y lleno de nostalgia que intentará seguir unido a través del Skype y del Facebook, aparte de machacar el whatsapp hasta límites insospechados.
Mi amiga se va, ya lo tiene decidido, y a nosotras nos deja aquí medio huérfanas y sin saber cómo vamos a hacer frente a tantos kilómetros y tanto océano de por medio. Me pilla a mí ya un poco mayor esto de las despedidas, que la última vez que nos visitó mi sobrina, allá por las navidades, cuando llegó el momento fatídico de decir adiós, aquello terminó como el rosario de la aurora. Para qué os voy a contar: mi madre, que jamás suelta una lágrima, lloró como una magdalena. Y yo, pues eso, siempre convencida de ser una mujer fuerte y resulta que, llegado el momento, no soy capaz de comportarme con un mínimo de compostura. Así que llevo días agobiándola en lugar de intentar darle ánimos; escuchándola sin poderle expresar ni la más mínima frase de apoyo. Me siento mayor para enfrentarme a estos traslados tan imprevistos.
Mi amiga se marcha, ya os lo he dicho, y yo quería escribirle algo muy personal pero no lacrimógeno, que bastante nos tocará llorar dentro de unos días. Por eso he cogido el ordenador y me he decidido a teclear estas líneas, que ya sé que no son gran cosa, pero al menos me ayudarán a explicarle que yo seguiré aquí, a este lado del océano, pendiente del móvil y de las redes sociales. Que mantendremos activo, al menos durante dos años, nuestro grupo de whatsapp, que ella bautizó como "Las cizañitas", sin que Elena y yo hayamos logrado entender todavía la razón que la empujó a bautizarlo con semejante apelativo. Bueno, quizá tengamos alguna idea… Que intentaremos por activa y por pasiva que nuestra unión de treinta años no se vea excesivamente afectada por los miles de kilómetros o las aguas del Atlántico, las mismas que protagonizaron, de niña, sus primeros baños en la playa de Riazor. Y que nos quedaremos, qué remedio, un par de años en pause, esperando que a su regreso hayamos conseguido, por fin, llegar a la madurez de manera mínimamente sosegada o, en su defecto, hayamos encontrado de una vez nuestro lugar en el mundo. A ser posible, a este lado del Atlántico. En un lugar impreciso, entre A Coruña y Segovia, pero cercano a Madrid.
P.D: Carallo, Son, mira que marcharte precisamente ahora que nuestra ciudad comienza a despertarse de su letargo…
Dos años pasan rápido, o eso creo. Matemáticamente tiene que ser proporcional a lo rápido que han pasado los 30 que hace que os conocéis. Es decir, un suspiro...
ResponderEliminarPues es verdad, oye, visto así...
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