jueves, 30 de julio de 2015

La originalidad de la niñez (1923)

Un broche de oro para estas últimas entradas sobre la infancia.

Joan Miró. Autorretrato 1937                                                      Joan Miró. Autorretrato 1937-1960

Por Miguel de Unamuno.

"Se oye con frecuencia decir cuán difícil es que un gran escritor sepa presentarnos niños y cuán difícil el que un pintor sepa retratarlos bien. “No hay nada más dificultoso –me decía un gran pintor retratista- que retratar a un niño dándole individualidad… ¡Claro!, como no la tiene…”. Y le repliqué: “El que no la tiene es el que no sabe retratarle”.

Dificilísimo, en efecto, representar niños, salvajes y… tontos. Mucho más fácil para un hombre representar una mujer. Y es que el hombre lleva a la mujer dentro y el adulto suele haber perdido al niño que fue –si es que lo fue-, el civilizado no logra descubrir su propio salvaje y para un hombre inteligente nada hay más difícil que hacer el tonto. Un tonto hace mejor el listo que no un listo el tonto. Se simula mejor el talento que no la tontería. Y es que el ser tonto no es tan fácil como se figuran los listos. (…)

Cuando un adulto para hablar con los niños balbucea y trata de imitar su lenguaje infantil, los niños se ríen de él y le tienen, y con razón, por un mentecato. Como se ríen de todos los libros pedagógicos de lectura para los niños, de todos los cuentos infantiles de texto. Los niños adivinan que la pedagogía se ha inventado para arrebatarles la niñez. Y debe bastar el tiempo y su tragedia. Porque no hay tragedia como la del tiempo, la de “cómo se pasa la vida…”.

De todos los personajes trágicos que en la historia –que es ficción- y en la ficción artística –que es historia- hemos conocido, sin excluir los del teatro shakespeariano, ninguno más hondamente trágico que aquel pobre niño que lloraba amargamente porque se había de hacer mayor. Era la primera y más trágica revelación de la muerte. Sentía en el tiempo a Herodes. Herodes que buscó primero al Niño para matarlo (Mateo, II, 13) y después menospreció y escarneció al Hombre y le entregó al que había de hacer que le crucificaran (Lucas, XXIII, 11). La tragedia de aquel pobre niño era la revelación de lo más hondo de la muerte.

Se me dirá que atribuyo al llanto de ese niño histórico –el hecho es rigurosamente tal- una significación demasiado trascendente, pero es que en los niños habla, mucho más que en los mayores, el espíritu genial del linaje humano, el genio de la humanidad. En cuanto el niño aprende la lección y sabe recitarla ha perdido su genialidad. Que recobra cuando olvida la lección aprendida.

Hace poco uno de los hijos de un amigo mío, niño de ocho años, iba a hacer su confesión y comunión primeras, y como en la mañana del día en que se iba a confesar y comulgar le encontraran sus hermanitos llorando amargamente y le preguntaran por el motivo de su lloro, exclamó entre sollozos y todo compungido: “Es que no me acuerdo de ningún pecado…”. Esto podía parecer a los adultos igual que si uno que va a entrar en examen se angustiara por no saberse las lecciones a que le ha de tocar en suerte contestar, pero yo que he sido niño –os lo aseguro- le doy un sentido mucho más vasto. El pobre niño sentía acaso, con genuina genialidad, que hay pecados inconscientes –y eso que no había leído a San Pablo- y que el olvidarse de los pecados es otro pecado y de los más grandes.

¡Genialidad! Se ha dicho que la genialidad es el sentido común elevado al cubo. Mejor estaría decir que la genialidad es el sentido común hecho propio, o sea, el lugar común hecho paradoja, la paradojización de los lugares comunes, el descubrir por primera vez lo que todos vemos, pero en rigor la genialidad no es más que la infantilidad, la niñez del espíritu. La cual, a su vez, no es más que originalidad.

“Carlos, cuando era niño –me decía un amigo-, era tonto, pero un tonto graciosísimo; se le ocurrían las más divertidas tonterías; ahora no se le puede oír porque no hace sino repetir las tonterías de los demás”. Y le respondí: “Es que ha pasado por el pedagogo, y el pedagogo no sabe apreciar el mérito y el valor de la tontería original y en cambio siente respeto por las tonterías de repetición”.

Los que desde luego no son niños son los niños prodigos. La prodigiosidad del niño es prueba de que carece de niñez. Remeda a los mayores y esto es una monstruosidad.

Y luego hay lo más pavoroso, lo más trágico, y es la soledad del niño –que no es lo mismo que la soledad de la niñez-, o sea que el niño se críe entre mayores, sin trato ni convivencia con otros niños sus iguales. Porque el niño que se cría así, aislado, solitario, separado de los otros niños, ni llega a descubrir que va a hacerse mayor y que dejará de ser niño y no puede llorarlo. Y no sentir la tragedia del tiempo y no poder llorarla es mucho más trágico que llorar esa tragedia. El niño que se cría aislado, entre mayores, no puede descubrir que nació para morirse, porque está muerto. Decía Juvenal, en su Sátira XIV, verso 47, que al niño se le debe el más grande respeto –maxima debetur puero reverentia-. La más noble ocupación de un espíritu es la de escudriñar en sí mismo su propia niñez y compadecerse por haber salido de ella. Y llorar los pecados de que uno se ha olvidado”.

No hay comentarios:

Publicar un comentario