jueves, 23 de julio de 2015

El gran cuaderno I

Consideraciones previas (posiblemente superfluas) a una reseña de El gran cuaderno


Bartolomé Murillo
"El que ha sido de verdad niño lo será siempre y sus canas, cuando envejezca, tendrán blancura de niñez" (Miguel de Unamuno, "La soledad de la niñez").

Por J. Teresa Padilla

Si habéis convivido con niños el tiempo suficiente sabréis que, aunque no lo aparenten, siempre están escuchando lo que decimos y observando lo que hacemos. No escuchan tras las puertas ni espían desde escondites, como los protagonistas de esta novela. O no necesariamente. A diferencia de los adultos, que oímos sin escuchar y apenas entendemos lo que vemos si no nos obligamos a prestar voluntariamente atención, los niños aprehenden todo lo que sucede a su alrededor incluso cuando están concentrados (y difícil es hallar una concentración más seria que la infantil) en alguna otra actividad u objeto. Lo aprehenden todo y con detalle, aunque de una forma distinta a la nuestra, a la adulta.

No sé muy bien por qué hablamos siempre de los niños así, como hago ahora, en tercera persona. Nosotros hemos sido niños y seguimos siendo los que fuimos de niños, por mucho que nos cueste entenderlo. Nos cuesta entenderlo porque, aunque “sabemos” que lo somos, en realidad no lo “sentimos”: no reconocemos a ese niño, no lo tenemos presente, sencillamente lo hemos olvidado. Hasta el punto de hablar y tratar a los niños como si formaran una especie aparte, algo completamente otro.

Pero es esencial recordarlo, porque no se trata tanto de que el niño que fuimos y el adulto que ahora somos sean una misma persona. Es más bien que quien realmente somos puede que sea aquel niño: el que veía por primera vez el mundo y a los otros con sus propios ojos, sin los velos de la convención y de las mentiras que, de adultos, nos llevan a vivir en un mundo en el fondo irreal construido con sobrentendidos, tópicos, frases hechas, lugares comunes…

De niños el mundo se nos muestra tal como es, en parte porque nadie nos ha enseñado aún lo que se debe o cómo se debe contemplar, en parte porque carecemos de la necesaria destreza simbólica. El mundo infantil (que muy probablemente es el más parecido al mundo verdadero) no carece de lirismo (no se reduce a un mundo de cosas y hechos), pero sí de metáforas. Esta deficiencia para entender los símbolos limita el alcance de su comprensión, pero también les mantiene apartados de esa cruz de la metáfora que es el enmascaramiento o la mentira. La comprensión infantil es radicalmente literal y, por eso, capaz de llevar la lógica de lo que la rodea, de las palabras y de las conductas, hasta sus últimas consecuencias, lo que tan a menudo suele ponernos en situaciones embarazosas al mostrarnos hasta qué punto somos capaces los adultos de mentir y mentirnos.

Ésta puede parecer una introducción muy larga y objetivamente superflua a lo que pretende ser una reseña de El gran cuaderno. Pero una reseña no es una crítica literaria. Es la comunicación de una experiencia lectora y la experiencia es necesariamente subjetiva; y lo será siempre, por mucho que se parezca a la de otros. La experiencia es tan subjetiva que lo único que se puede compartir es el sentido que se ha encontrado en ella. Pero este sentido, por escueta y fiel a los hechos que pretenda ser una narración (y ésta lo es, vaya si lo es), nunca es en literatura unívoco. Puede que, precisamente, porque, a diferencia de una relación judicial de los hechos, pretende tener siempre un sentido que la trasciende, y ese sentido no lo determina sólo la propia obra, sino también el lector. Ni cuando el lector es el mismo se lee exactamente nunca el mismo libro (entiéndase por libro aquí una obra auténticamente literaria). Pues bien, para desvelar lo que ha dotado de sentido a mi última experiencia lectora de El gran cuaderno (lo leí por primera vez hace más de diez años) toda esta introducción me resulta necesaria.

Foto: L'imprimerie nocturne
El gran cuaderno (1986) es la primera parte de una trilogía que se completa con La prueba (1988) y La tercera mentira (1992). Su autora, Agota Kristof, fue una escritora de origen húngaro que emigró a la Suiza francófona con su marido, que huía del endurecimiento de la represión comunista tras el fracaso de la revolución de 1956. "Muchas veces he pensado que más habría valido que él hubiera estado dos años en la cárcel que yo cinco en una fábrica”, comentó en una entrevista, lo que deja bien claro que tal emigración no supuso en absoluto para ella ninguna liberación. Escribió estas obras en francés, un idioma que no era el suyo y que aprendió con no pocas dificultades. Si todo escritor es un poco un extranjero en cualquier parte, resulta difícil imaginar su situación cuando renuncia incluso a ese último refugio que puede ser su propia lengua, la materna. Pero si algo caracteriza a esta escritora es una despiadada radicalidad y coherencia.

Las tres novelas fueron no hace mucho (2007) publicadas juntas en España bajo el título de Claus y Lucas. La primera, El gran cuaderno, había aparecido antes, el mismo año que el original francés. Yo la leí a mediados de los noventa por primera vez. Ni entonces ni ahora me he sentido empujada a conocer la continuación de su historia, narrada en primera persona del plural por sus protagonistas (dos niños, hermanos gemelos). No porque El gran cuaderno me resultara decepcionante. Esta novela puede ser muchas cosas salvo precisamente ésta. En realidad, el único criterio de verdad fiable con el que cuento para distinguir claramente los buenos de los malos libros, es que los malos me parece haberlos leído ya mil veces antes. El gran cuaderno no se parece a nada. Es, por tanto, bueno, muy bueno.

Tampoco explica mi resistencia a completar la trilogía el que este primer título resulte triste, crudo o desasosegante. Aparte de “vagos”, como dirían los narradores de esta novela, estos conceptos son irrelevantes cuando, como en mi caso y en el de la mayoría que entiende de lo que se trata aquí, no se busca en la literatura una forma de pasar el rato. Lo que ocurre es, sencillamente, que el camino de formación o aprendizaje que sus protagonistas adoptan y nos relatan me resulta, por razones estrictamente personales, demasiado familiar. Un camino que, de momento, no quiero recorrer, ni siquiera narrativamente. Que no quiera recorrerlo no significa que no deba ser, literariamente al menos, recorrido, ni sobre todo que pueda ignorarse. Es decir, nada de lo que acabo de decir pretende sugerir que no la considere recomendable. Por el contrario, me parece una lectura imprescindible, como se suele decir en estos casos; por lo menos la de esta primera parte, que es de la que puedo hablar de primera mano.

Pero ya está bien, supongo, de prólogos que seguramente sólo yo siento necesarios. En unos días podréis leer, si queréis, la verdadera reseña.

2 comentarios:

  1. Tenía que comentarte, soy una persona de comunicar mejor a través de la imagen, pero me atrevo a decirte que te leo muchas veces y tu redacción me conmueve. Me pica la curiosidad de leer este libro, parece que pica hasta lo más prfundo... Muchas gracias y enhorabuena por tu don de la comunicación.

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  2. Gracias a ti, Blanca. Por leerme, sobre todo, y por decirme que a veces te conmuevo. Con conseguirlo alguna que otra vez me conformaría. ¡Menudo verbo, conmover! Que sepas que tu comentario también me ha conmovido a mí. A veces me siento un poco como si estuviera hablando conmigo misma cuando escribo, lo que no tiene nada de malo, pero... Necesito que pinchen esa burbuja de vez en cuando, que me recuerden que no estoy sola ni enloqueciendo. Algo así debe ser la conmoción.
    El libro es muy duro. Y desolador. No es una lectura agradable. Es muy bueno, pero a pesar de todo resulta difícil amarlo. A mí me ha costado casi veinte años y dos lecturas encontrar en él algo en lo que poder hacer pie. Así que léelo, pero es muy posible que no te deje sino una gran desolación. Ya sabes, la literatura es una actividad de riesgo. Un saludo.

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