jueves, 2 de febrero de 2017

Del dolor y la razón

Del dolor y la razón. Joseph Brodsky.

Destino: Barcelona, 2000. 465 pp. 21,25 euros.


“Y mirando estas postales me prometí que, si alguna vez conseguía salir de mi país natal, iría a Venecia en invierno, alquilaría una habitación en una planta baja, junto al agua, me sentaría allí, escribiría dos o tres elegías, apagaría mis cigarrillos en el suelo húmedo para oír su leve siseo, y, cuando estuviera a punto de quedarme sin dinero, no compraría un billete de vuelta sino una pistola barata, y, acto seguido, me volaría los sesos. Una fantasía decadente, por supuesto... pero si a los veinte años uno no es decadente, ¿cuándo va a serlo?".


Por J. Teresa Padilla

Joseph Brodsky murió en 1996. Ni se pegó un tiro (¿demasiado viejo?, ¿demasiado cuerdo?) ni fue en Venecia donde le falló ese corazón enfermo que tanto tiempo le llevaba amenazando con pararse. Sucedió en Nueva York, la capital oficiosa del país en que se había exiliado hacía más de veinte años. Sin embargo, sus cenizas no descansan allí, ni en su ciudad natal (San Petersburgo), sino en la Venecia invernal a la que se prometió viajar cuando todo viaje era imposible. Aunque fuera sólo para morir o, como en realidad sucedió, para yacer después de muerto.

Tumba de J. Brodsky en Venecia
Nos gustan los círculos que se cierran. “Te ha quedado redondo”, se dice de un trabajo bien hecho. Será que nos consuela ese encuentro de los principios y los finales que nos permite engañarnos sobre la sabiduría de la naturaleza o el equilibrio del universo. Dan la impresión de que en el fondo hay una ley que rige todo este caos, aunque en realidad no creemos en la ley. Ni siquiera en el azar. Sabemos que esos círculos nos los imaginamos, los soñamos. Qué más da. “En definitiva, comparado con la muerte, el sueño es realidad”. Yo encontré un círculo así cuando, después de leer los ensayos recogidos en Del dolor y la razón, me enteré navegando por la red de que Brodsky estaba enterrado allí donde fabuló de joven, todavía en la Unión Soviética, quitarse la vida como un poeta maldito. Al igual que todos estos círculos cerrados, también éste es sólo una visión subjetiva, mía en este caso. La que necesitaba para enfocar la reseña de un libro (ya os lo adelanto por si no necesitáis saber más ni seguir leyendo) extraordinario que no tiene ningún desperdicio. ¡Qué queréis que os diga! Sin este tipo de muletas, sin estas ideas típicas de mentes dispersas como la mía, terminaría escribiendo resúmenes escolares. Venecia (convertida para Brodsky en el contenido concreto del abstracto Occidente) y la muerte, la muerte en Venecia, la soñada y la real o cómo la soñada, la literaria, se termina imponiendo a la real. He aquí el principio. A ver si en torno suyo soy capaz de ordenar en poco más de mil palabras las mil y más maravillas de este libro.

“De un hombre que nos va a decir algo sobre nuestra vida no nos importa en qué época vivió”. Pues nada de referencias biográficas, faltaría más. Porque Brodsky es uno de esos hombres. Enseñarnos algo nuevo sobre nosotros y nuestro mundo es la condición mínima que ha de cumplir un libro para ser leído, hoy o dentro de cien años, por miles de lectores o por uno, porque la literatura “es un diccionario de la lengua en que la vida le habla al ser humano. Su función consiste en evitar que otro hombre, un recién llegado, caiga en una vieja trampa, o en ayudarle a darse cuenta, si de todas formas ha caído en ella, de que ha tropezado con una redundancia. De este modo se sentirá menos afectado y, en cualquier caso, más libre. Porque entender el significado de las expresiones que utiliza la vida, de lo que nos sucede, resulta liberador”. Vale, es cierto, hay libros que se leen masivamente y no enseñan nada, libros que no se dirigen a nosotros, a cada uno de nosotros, sino a un más o menos determinado público. Es verdad, pero nosotros hablábamos de literatura.

La literatura, como el arte, “despierta en el ser humano, consciente o inconscientemente, un sentido de unicidad, de individualidad, de separación, que lo convierte, de animal social, en un “yo” independiente”. E insiste: “Una novela o un poema no constituyen un monólogo, sino una conversación entre el escritor y el lector, una conversación, repito, íntima, al margen de los demás: por así decirlo, mutuamente misantrópica. (…) Una novela o un poema son el fruto de una doble soledad: la del escritor, la del lector”. Brodsky fue un escritor exiliado y esto no es un mero accidente biográfico: su exilio y la necesidad del mismo le revelaron la esencia de la literatura y le brindaron la posibilidad de una libertad que va más allá de la liberación evidente de pasar de una tiranía a una democracia (“ese punto medio entre la pesadilla y la utopía”). El escritor y el lector están inevitablemente solos, al menos cuando escriben o leen. Y esa soledad es un valor, un preciado tesoro. Debemos luchar por alcanzar la condición de nómadas. Esto repite Brodsky de diferentes y simpáticas formas en muchos ensayos de este libro, sobre todo en los diversos discursos de graduación que incluye y que son una auténtica gozada.

Ser un nómada (al menos mental) es no pertenecer a ningún club, grupo, célula. Ni, por extensión, país o nación. Es negarse (cuántas veces hemos hablado de esto mismo aquí) a dar credibilidad a la Historia o a “los heraldos de su inevitabilidad”. No significa sin más ser libre (esto es un duro trabajo), pero sí estar liberado de lo que nos lo impediría. Ser un nómada es ser un rostro humano, aunque no siempre sea hermoso ni bueno, y no un átomo de la masa.

Muy en relación con esta posible libertad y más que real liberación está la literatura y su abominación de la repetición, el cliché y las obviedades:

“El discurso poético es continuo, y evita el cliché y la repetición. La ausencia de estos rasgos hace avanzar el arte y lo distingue de la vida, cuyos principales recursos estilísticos, por así decirlo, son precisamente el cliché y la repetición. (…) Es nuestro objetivo antropológico, genético, nuestro faro lingüístico, evolucionista”. “Lo malo de los discursos sobre obviedades es que corrompen la conciencia por la facilidad y la rapidez con que nos proporcionan la tranquilidad moral de hallarnos en lo cierto”.

A la rutina segura e inmovilista de la frase hecha, el cliché y lo obvio se oponen la duda, la incertidumbre y el riesgo de la literatura, sobre todo de la poesía, al dejarse el poeta poseer por la lengua (en un sentido más erótico del que imaginamos) y su necesidad de evolucionar y crecer: “Quien escribe un poema lo escribe porque la lengua le inspira –cuando no le dicta- el siguiente verso. (…) Hay ocasiones en que, mediante una simple palabra, una simple rima, el que escribe un poema se ve llevado allí donde no ha estado nadie antes que él, quizá incluso más lejos de lo que él mismo deseaba. Quien escribe un poema lo escribe sobre todo porque la escritura de versos es un extraordinario acelerador de la conciencia, del pensamiento, de la comprensión del universo. Una vez experimentada tal aceleración, ya no se puede renunciar a repetir la experiencia. (…) A quien establece esta especie de dependencia con la lengua es, supongo, a quien llamamos poeta”.

Eso fue Brodsky por encima de todo, un poeta, y para los que, como yo, no sabemos leer poesía, los ensayos en que él nos lee y desnuda los poemas de Rilke (“Noventa años después”), Thomas Hardy (“Cortejar lo inanimado”) o el espectacular e hipnótico análisis del “Home Burial” de Robert Frost (“Del dolor y la razón”) son, simplemente, milagrosos: hacen ver al ciego, a la ciega en este caso. Y la enamoran, de lo que el maestro les enseña y del propio maestro.

A pesar de su individualismo irrenunciable, Brodsky ponía el poema por encima del poeta, convirtiendo a éste en un simple médium en la historia de amor en que consiste la relación entre la lengua y la realidad. Creo que exagera. Por amor, claro; por amor a su lengua y a todas las lenguas, un amor que se le transparenta en estos ensayos a la menor ocasión. Y el amor ciega y deslumbra, pero, ¿qué seríamos sin él?

“Había leído casi toda mi obra. (…) Cuando conozco a gente como él, me siento como un impostor, porque lo que creen que soy no existe (desde el momento en que acabé de escribir lo que acababan de leer). Lo que existe es un lunático perseguido por sus recuerdos, que se esfuerza por no herir a nadie, pues lo más importante no es la literatura sino la habilidad de no causar daño a nadie. Pero en vez de confesarlo sin rodeos, balbuceo algo sobre Kantemir, Derzhavin, etcétera, mientras él me escucha con la boca abierta, como si en el mundo hubiera algo más que la desesperación, la neurosis y el miedo de convertirse en humo en cualquier momento”.

Foto: Julia Schmalz
Sí, aquí estamos, hablando de literatura, que ni siquiera es lo más importante, como si no fuéramos a morir en cualquier momento, como si la literatura fuera algo más que una ficción caprichosa o la realidad otra cosa que la que nos ofrece la física. Éste fue Joseph Brodsky, no sé si os lo he presentado bien (gran parte del trabajo se lo he dejado a él, a sus palabras). Doy gracias a quien o a lo que corresponda por haberle conocido.

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