El malogrado. Thomas Bernhard.
Alfaguara: Madrid, 2011. 152 pp. 16,50 euros.
Por J. Teresa Padilla
Después de Sebald, animada por la asociación mental que su prosa me provocó y el comentario que a la reseña hizo Juana, la relectura de esta obra (mis problemas de movilidad me tienen desesperadamente alejada de la biblioteca últimamente) me ha resultado enormemente iluminadora sobre mí misma y mis preferencias literarias. Y es que, aunque no pude dejar de seguir fascinada en su deambular en busca de orientación al Austerlitz de Sebald, las vueltas y revueltas narrativas de Bernhard me entusiasman hasta la embriaguez, y casi lo había olvidado.
Su relato vuelve una y otra vez sobre sí mismo de forma obsesiva para corregirse, para intentar llegar a una claridad y precisión mayores, para conseguir saber y decir lo justo. El ideal nunca se alcanza. El malentendido o la injusticia -se nos dice en esta obra- y la mentira son inevitables, pero esto, lejos de recomendar el silencio, nos obliga a ese monodiálogo sin fin de la escritura reflexionante que no ceja en la búsqueda de la verdad y su mejor expresión posible, la más sincera. Es una lucha sin tregua con el lenguaje entendido siempre sobre todo como instrumento del pensamiento, más que como pura ficción narrativa. Una lucha en la que no son posibles los puntos finales. Ni siquiera los puntos y aparte. No lo he comprobado página por página, pero creo que no hay ni uno en esta novela (como, en general, no suele haberlos en ningún escrito narrativo de Bernhard). No puede haberlos cuando el narrador no se da tregua en su intento de aclararse y describirse con la mayor justicia posible a sí mismo, aunque sea a través de la descripción de otros, en este caso los dos únicos seres a los que ha estado realmente unido en su vida y que, sólo por ello, puede calificar de amigos. Amigo, más que un apoyo afectivo o una presencia constante, es aquel que ha jugado un papel determinante en la propia biografía, el que explica ciertas decisiones trascendentales y, por tanto, contribuye decisivamente a convertirnos en quienes nos hemos convertido. Un amigo, como aquí sucede, podría ser también un verdugo.
El narrador de El malogrado llega a un mesón y espera que le atiendan sin demasiada prisa en llamar la atención de la propietaria. Acaba de asistir al entierro de uno de esos amigos, Wertheimer, el Malogrado, y está concentrado en descifrar definitivamente quién fue este ser al que, sin embargo, tan bien conoció siempre. El sobrenombre, tan cruel como certero, se lo dio Glenn Gould, el Genio, aunque en este caso nadie tuvo necesidad de llamarlo así para que, como Wertheimer, tomara conciencia de lo que siempre había sabido que era: el genio no duda, no necesita saber, es pura acción. El narrador, el tercero en esta relación, fue apodado por Gould el Filósofo, y, como en el caso de Wertheimer, acertó, porque filósofo no es quien sabe, sino el que no ceja en el empeño por llegar a saber sin descanso más y mejor.
Miguel Sáenz, el traductor, cuenta que consultó a Bernhard la idoneidad o no de traducir el “Untergeher” alemán (el que “desciende” –como el viajero vertical de Vila-Matas- en el sentido de desaparecer bajo o tras algo, hundiéndose, siendo aniquilado o destruido) por “malogrado”, pero no le contestó y no me extraña: no es papel de un autor bendecir las decisiones de sus traductores -cada cual debe asumir sus riesgos- y si algo no parece Bernhard es un amable contemporizador. Al parecer el traductor francés optó por “náufrago” y, aunque a Sáenz no le resulta nada acertada, a mí la traducción no me desagrada. Porque malograrse, fracasar, lo hacen en realidad los tres: Wertheimer, por supuesto, pero también el narrador y hasta Glenn Gould.
Todos fracasan, porque probablemente hay algo inevitable en este fracaso, pero no todos lo hacen igual. El narrador, como Wertheimer, abandona la música ante la evidencia de que nunca podrá estar a la altura del genio de Glenn Gould e inicia el que llama su “proceso de atrofia”, de autodestrucción, pero no renuncia a sí mismo:
“A diferencia de Wertheimer, que hubiera querido ser de buena gana Glenn Gould, yo no había querido nunca ser Glenn Gould, siempre quise ser sólo yo mismo (…) y eso me salva”.
Wertheimer, por el contrario, se hunde o sucumbe bajo la grandeza del genio (esto le convierte en el "Untergeher", el malogrado por antonomasia), convirtiéndose en su opuesto y quedando ligado tan íntima e indisolublemente a él que al final resulta evidente para el narrador que sólo puede llegar a entender a Glenn Gould a través de Wertheimer, y a la inversa.
Hasta el genio fracasa. No sólo porque también ha muerto (el narrador es el único superviviente del grupo), sino porque la genialidad exige su desaparición personal, pero esta monstruosidad (“Wertheimer y yo renunciamos al piano, porque no lo convertimos en la misma monstruosidad que Glenn, que no salió ya de esa monstruosidad, y que tampoco quiso en absoluto salir de esa monstruosidad”), que no es sino la identificación plena del artista con su arte, no es posible hasta el final:
“Huimos del ser humano que somos para ser totalmente piano, lo que, sin embargo, tiene que fracasar (…). Glenn, durante toda su vida, quiso ser el Stenway mismo, odiaba la idea de estar entre Bach y el Steinway sólo como mediador musical. (…) Lo ideal sería que yo fuera el Steinway, que no necesitara a Glenn Gould. (…) Pero todavía no ha conseguido ningún pianista hacerse a sí mismo superfluo”.
Una reflexión sin final sobre la condición del hombre, del artista (fracasado o no –ésta es una diferencia más pública y externa que real e íntima-), y un homenaje a la belleza, nada gratuita, que los genios nos ofrecen, aun a costa de sus vidas. Bernhard introduce como personaje a un genio real, Glenn Gould, al que reinventa imaginativamente con el fin, paradójico, de llegar a la verdadera raíz de su grandeza "inhumana" y también de su inevitable y última humanidad: el fracaso que todos compartimos. Ahí os lo dejo, tocando los compases que aniquilaron a Wertheimer mientras tararea, como recuerda Bernhard que siempre hacía ajustándose, esta vez sí, a la realidad, esas notas que sólo él supo extraer del piano y la partitura de Bach.
Pd. “Vivo en Madrid, y no pienso marcharme de Madrid, de esa ciudad, la más maravillosa de todas las ciudades, en la que tengo todo lo que el mundo puede ofrecer”.
No he podido resistirme a compartir esta afirmación del Filósofo tan hiperbólica y en el fondo, supongo, que inmerecida como las diatribas que dedica en esta obra (y otras) a Salzsburgo, Viena, Austria en general y, por extensión, Suiza. Puede que sólo un extranjero pueda decir y creer esto, puede que sólo renunciando a la integración y a las raíces consigamos sustraernos del influjo opresivo y aniquilador de nuestro entorno y sentirlo entonces como el más maravilloso de los lugares, sea cual sea. Otra cosa que dejo ahí.
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