Nuestros ayeres. Natalia Ginzburg.
Círculo de lectores: Barcelona, 1996, 366 pp.
“La guerra no era como ellos se creían, seguían pasando las cosas de todos los días, sólo que con cortinas negras en las ventanas”.
Por J. Teresa Padilla
Una frase sencilla, como todas las de Natalia Ginzburg (1916-1991), que, sin embargo, dice mucho más de lo que aparenta. Porque ni la guerra ni la revolución son esas aventuras épicas que trastornan por completo la vida y vuelven el mundo del revés, ésas que tan a menudo el cine convierte en un espectáculo deslumbrante lleno de acción y heroísmo. Tras su ensordecedor ruido la vida sigue transcurriendo con su tozuda cotidianidad, y las personas siguen peleándose por fruslerías, iniciando lo que suponen que debería ser su primera experiencia amorosa. En mayor número que en épocas de paz, la gente continúa muriendo, de forma natural o quitándose la vida, pero también trae hijos al mundo y sigue amando a sus perros, puede que incluso más que antes. Como antes y después de la guerra, las personas hablan, más para sí mismas que para otros, y callan sin embargo lo esencial, lo que sólo tiene sentido dirigido al otro, favoreciendo así el crecimiento de un silencio íntimo y aniquilador que lo engulle todo.
En la guerra, es cierto, siguen pasando las cosas de todos los días, pero con cortinas negras en las ventanas que tamizan la cotidianidad y la tiñen de un miedo y una desconfianza que pueden llegar a ser atroces y la enturbian hasta el punto de hacerla mucho más difícil de vivir que cualquier batalla. A Anna, la silenciosa protagonista de esta novela, “le parecía que no tenía valor ni ánimos más que para hacer la revolución”, y yo, que no he vivido ninguna guerra ni albergado fantasías revolucionarias, entiendo muy bien esa debilidad que nos invita a huir de nosotros mismos y nuestras vidas para hacer o, mejor dicho, dejarnos arrastrar por lo que hace todo el mundo.
El miedo lleva en un principio a huir y esconderse para salvar la vida, pero puede terminar convirtiéndose en una condena peor que la muerte de la que sólo se puede escapar, como hizo Franz, uniendo el destino propio al de aquel en el que únicamente se cree. En su caso, Cenzo Rena, un estrafalario quijote de cuya boca salen por igual amonestaciones paternalistas y verdades como puños, pero que, sobre todo, es un hombre que logra romper, aunque sólo sea esporádicamente, el “silencio de insecto” de Anna y vencer su propio miedo para salvar a otros.
En el prólogo, Carmen Martín Gaite, traductora de ésta y otras muchas obras de Natalia Ginzburg, repara en que estamos ante un relato narrado en tercera persona que parecería escrito en primera, en la persona de Anna. El narrador no lo sabe todo. Sólo ve fragmentos de una realidad, a la vez trivial y excepcional, desde la perspectiva insignificante de quien no cuenta demasiado, de quien ha quedado al margen. Esa visión tan “femenina” del mundo desde la ventana de una casa que tan a menudo encontramos también en la obra de Martín Gaite. Y, desde luego, si hay un personaje al que llegamos a conocer íntimamente es a ella, a Anna. Aunque, quizás por ello, sea Cenzo Rena al que terminemos por admirar y amar, como la propia Anna, quien no se lo confiesa nunca, pero a través de cuyos ojos lo vemos todo. Terminamos por amar a Cenzo Rena y a otros muchos personajes, pues la novela está llena de ellos, de personajes reales y reconocibles, “mirados de cerca”, como deben ser mirados para verse de verdad, aunque esta cercanía esté llena de peligro: del peligro de confiar en tiempos de guerra en esa bondad íntima que todos albergan y a la que no todos son fieles.
Dicen que también nosotros vivimos ahora en guerra. No se me ocurre ocasión mejor para leer esta maravillosa, sencilla y, sobre todo, verdadera novela.
Natalia Ginzburg. Foto: Talented reader |
Qué cierto lo que dices de esa capacidad de Ginzburg para decir mucho en aparentemente poco, toda la complejidad atrapada en una frase sencilla. Lo peor de la guerra, es verdad, no es esa imagen estruendosa que nos llega por informativos y películas. Es esa normalidad alterada de forma cruel, con el miedo papitando de forma constante.
ResponderEliminarGinzburg llama a mi puerta :)
Un abrazo
Pues ábrela, ábrela. Yo ando detrás de conseguir in ejemplar de "Léxico familiar"...
EliminarUn abrazo.
Natalia Ginzburg, creadora de un universo propio que nos cala hasta los huesos.
ResponderEliminarMuy bueno el símil. GRacias por leerme y comentar.
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