Jakob von Gunten. Robert Walser
Siruela: Madrid, 2007, 128 pp. 16 euros.
“Hablo y pienso a veces muy por encima de mi propio entendimiento” (Robert Walser. Jakob von Hunten).
Por J. Teresa Padilla
Antes no lo hacía, así que no sé si me habré hecho mayor de repente, pero el caso es que ahora tengo que poner todo lo que se me ocurre por escrito en el preciso instante en que se me ocurre, o adiós. A veces ni me da tiempo: de camino al lugar donde está el papel y el lápiz, el móvil o lo que sea que me permita anotarlo, ya se me ha olvidado. No debía de ser muy buena (la idea, digo), me consuelo. Pero jode (¡perdón!, que no soy Pérez-Reverte y seguro que no me lo puedo permitir), porque si sólo pudiera escribir sobre mis ideas cuando fueran buenas estaría lista. Menos mal que las de otros suelen inspirarme alguna propia, más o menos presentable, para hablar de las suyas. Es lo que tienen los buenos escritores: a la mínima te preñan. Poca cosa soy, y casi todo se lo debo a las reseñas, ésa es la verdad. Por eso no puedo hacerlas de lo que me aburre, aunque… Perdón, que se me acaba de ocurrir una cosa y tengo que apuntarla. Pensaréis que lo digo para acabar bien el párrafo, por sentido del ritmo y eso. ¡Qué buenos sois!
¿A qué viene esto? Pues a que ahora tengo un fichero con el nombre “Ideas” (no son muchas todavía, ni muy brillantes, pero me sirven de seguro mental para previsibles periodos en blanco) y exactamente la número 4 procede de esta obra, Jakob von Hunten. A decir verdad, de esta obra y de la historia de una pintora japonesa que conocí por Facebook. Iba sobre la locura: la buena (que te lleva a ser quien realmente eres o quieres ser, tipo don Quijote) y la mala (en la que te pierdes sin remedio). Estas locuras unas veces son distintas y otras, desgraciadamente, fases de la misma. No sé si terminaré desarrollando la idea número 4 porque hay cosas que no se pueden entender desde fuera y, aunque esto no constituye en mi caso inconveniente alguno, no sé si estoy preparada para exponer públicamente mis vergüenzas mentales.
Pero bueno, al grano, que se supone que esto que escribo iba a ser mi lectura del Jakob von Gunten de Robert Walser. Aunque, por otro lado, qué mejor forma de transmitir la “música”, el “aire” de esta obra, que la digresión: “Realmente, el circunloquio es para Walser una cuestión de supervivencia”, escribe W.G. Sebald en una obrita sobre este “paseante solitario” que recomiendo a todos porque se lee en un momento y es iluminadora (y no sólo sobre Walser, quizás mucho más sobre el propio Sebald). Esencial para Walser es el circunloquio y también el paso de una cosa a otra, de la seriedad a la risa, de lo lírico a lo prosaico, de un mundo poblado de sueños (y hasta pesadillas) a otro que pesa tanto que no deja respirar, así que es mejor mantenerse a una distancia prudencial de él. En el Instituto Benjamenta, por ejemplo.
Las biografías de Walser (1878-1956) cuentan que desde joven tuvo un comportamiento errático o, si se quiere evitar dar la impresión de que se interpreta toda su vida desde su última parte y final, errabundo. De una ciudad a otra; de un modesto empleo a otro. La escritura es la única constante incluso cuando una clínica mental pone fin a su nomadismo. Durante un tiempo al menos. Luego llegó la reclusión forzosa y el silencio.
Robert Walser (1890) |
Jakob se va de casa, de una casa en la que es amado y estaría bien situado en la futura carrera por el éxito social, para ingresar voluntariamente en el Instituto Benjamenta, centro en el que espera, precisamente, conseguir lo contrario de lo que se supone habría que desear: “ser un encantador cero a la izquierda”. En el Instituto Benjamenta no se enseñan contenidos (¿de qué me suena esto?), sino formas: las que convienen a un buen muchacho, esto es, paciencia y obediencia. Disciplina. Lo importante, en realidad, no es lo que se enseña en este Instituto. Estoy segura de que en la época de Walser, como en la mía –no pondría ya la mano en el fuego por lo que sucede hoy-, todos los centros escolares enseñaban a obedecer (la paciencia se supone) y, si no te quedaba claro esto, te lo recordaban muy a gusto en casa aunque fuera a zapatillazo limpio. Lo importante es que es lo único que se enseña. El Instituto Benjamenta es una escuela para la vida real, que resulta ser “una vida abominable", de ahí que su enseñanza se reduzca a la de un esencial ejercicio de supervivencia que promete una transformación interior completa.
No voy a discutir a quienes ven en este aprendizaje de la obediencia y la disciplina el intento de eludir la responsabilidad de existir, de tener que ser alguien en sentido literal, es decir, el intento de llegar a ser nadie o, más brevemente, de conseguir no ser (aun siendo, pues el suicidio es pura rebelión, y además inútil, y queda completamente descartado). No se lo discuto porque tienen razón. También Sebald habla de la obra de Walser como un ejercicio de despersonalización. Desde luego Schopenhauer intervendría de inmediato para recordar que ya nos advirtió él que la única forma de salvarse en y de este pérfido mundo era esta autoaniquilación pasiva que los budistas llaman nirvana y que tanto se parece a lo que se aprende con los hermanos Benjamenta. No lo voy a discutir, repito, pero me parece sólo la mitad de una verdad, y la mitad de una verdad es como la mitad de un billete. Que no sirve para nada.
“Siento cuán poco me concierne aquello que se denomina mundo, y qué grande y fascinante me parece lo que yo, en mi fuero interno, llamo mundo”, nos dice Jakob. En realidad no hay dos mundos, Jakob no es tan ingenuo o tan loco. Está el mundo y la visión que cada uno tiene de él. Y de ahí procede la tensión irresoluble entre ser y ver: la visión, para ser verídica, exige distancia y por tanto salir del mundo, quedarse fuera. Sobre todo porque hablamos de un mundo cruel, duro y feroz que te arrolla como se te ocurra detenerte un momento. Pero no hay otro, no hay un afuera. El instituto Benjamenta no es, por más que Jakob lo presente así, un refugio; aunque continuamente lo contraponga al mundo real, a la vida, forma parte de él. Hasta tal punto está integrado en el mundo "real" que su peculiar enseñanza sirve igual para adaptarse e incluso medrar en su seno que para resistírsele. Y ésta es la disyuntiva última de Jakob, la que se expresa en la relación con su alter ego, su compañero Kraus, el de los ojos “aterradoramente bondadosos” (¡uff!).
Kraus es el alumno perfecto, honrado, fiel, bueno, con principios. Por eso no está destinado al triunfo: son los tontos (no hay tonto fiable ergo tampoco bueno) los que “están hechos para llegar lejos, para escalar, vivir bien y mandar”. No está destinado al triunfo, pero sí a cumplir a la perfección el papel subordinado, modesto pero digno, del hombre corriente. Jakob lo admira y parece decidido a llegar a ser como él, pero no puede: la risa está siempre a punto de escapársele. “En mi interior mora una extraña energía que me impulsa a conocer la vida a fondo, y un deseo indomable de aguijonear a la gente y a las cosas para que se me revelen”. Jakob siente curiosidad, una curiosidad que dibuja una sonrisa condescendiente en Kraus. Su “dejar de ser”, su “aprender a no ser nadie”, lo que le ha llevado al Instituto Benjamenta, es, en realidad, una necesaria preparación para poder saber y sentir de verdad, es una negación que oculta y hace posible una afirmación: “Tampoco siento el menor respeto por mi Yo, me limito a mirarlo y él me deja totalmente frío. ¡Oh, entrar en calor! ¡Qué maravilla! Siempre seré capaz de entrar en calor, pues nada personal ni egoísta me impedirá jamás interesarme, apasionarme o ser partícipe”. No sentir para sentir más y mejor, no distinguirse ni destacar, ser un cero a la izquierda, para pasar inadvertido y poder seguir siendo el observador invisible y libre (“si yo me estrellase y perdiese, ¿qué se rompería y perdería? Un cero”) de eso tan fascinante que se llama hombre: “¡Hombres, sí, nada más que hombres y más hombres! Lo siento intensamente: amo a los seres humanos. Sus locuras y enojos súbitos me son más queridos y preciosos que los más grandes prodigios de la naturaleza".
Me ha encantado seguir el a veces atolondrado, otras risueño, siempre lúcido aunque al filo de la locura, monólogo de Jakob. Creo que cualquier lector sonreirá con él y comprenderá que a veces hay que reírse como él hace de uno mismo para no resultar ridículo. O para no llorar. Y si la obra literaria es, como decía Brodsky, un autorretrato, en ésta puede verse a un joven valiente que se atreve a exponerse al peligro de desaparecer y perderse para siempre en lo “insignificante y pequeño” con tal de poder “permanecer a la escucha de eso que se niega a ser oído”.
En Herisau (1949) |
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