jueves, 17 de noviembre de 2016

Las recetas de Ana

Por J. Teresa Padilla



"No sabía qué decir. Tampoco sé qué decirte ahora".

Ana no sabía qué decirme, ni entonces ni ahora, y por eso se puso a hacer croquetas. A quién se le ocurre, ¿no? Y luego sopa de pescado con unos tropezones en forma de langostinos para matarse del traspié. Un par de días después apareció también con un arroz con leche. Más adelante llegaron unos pimientos asados de acuerdo con la ancestral receta familiar. Y al poco, estando yo presente ya en mi casa, llegó la tortilla de patatas cuyo recuerdo todavía me hace llorar de nostalgia. Nunca antes habían catado mis hijos (huérfanos de abuelas aficionadas a la cocina e hijos de una madre desmotivada para estos quehaceres) semejantes manjares, doy fe. Sentiría lástima por ellos si no los conociera, pero los conozco y son de los que quitan a cualquiera las ganas de cocinar. Mira que te he dicho veces que no se merecían estas delicatesen, Ana: si por algo quieren crecer e irse de casa es para poder alimentarse de por vida a base de pizza y macarrones.

Ana no es una abuela, ni siquiera es cocinera. Es una mujer de mi edad que de lunes a viernes trabaja muchas horas fuera de su casa y dedica gran parte del fin de semana a cocinar. Así se ahorra algo, y los suyos y ella misma pueden alimentarse los días laborables con comida casera, aunque sea, como es su caso, en un triste táper. Acostumbrada a cocinar grandes cantidades, aumentarlas para abastecer a mi familia no le suponía ningún esfuerzo. Eso decía ella, pero yo no lo veo tan claro; no me terminan de salir las cuentas.

Entre los suyos para los que cocina habitualmente se cuenta un niño de la edad del mío, y de ahí viene nuestra relación. Porque Ana y yo no somos familia ni amigas de toda la vida. Hasta hace bien poco carecíamos casi de nombre propio: éramos sobre todo las madres de nuestros respectivos (fenómeno de sobra conocido por cualquier padre o madre que me esté leyendo). Nos caemos bien y nos gusta charlar, a eso se reduce todo entre nosotras, cosa que normalmente sólo hacíamos mientras nuestros hijos “nadaban” (son célebres en el polideportivo municipal por no haber conseguido subir de nivel en un lustro) o entrenaban para hacernos ricas en un futuro con sus goles (esto lo hacen con más ganas aunque no mucho mayor provecho). En eso consiste nuestra amistad. Poca cosa en apariencia, pero resulta que estamos tan cómodas que a veces nos contamos sin querer cosas que se supone deberíamos callarnos o decir con mucha más delicadeza. Eso me pasó a mí un buen día (¿sería un sábado y de ahí lo de las croquetas?) que Ana me llamó para preguntarme qué tal estaba, pregunta que todos sabemos que debe, en primera instancia, contestarse con un “bien” (para abreviar, pues habría que añadir “gracias. ¿Y tú?”).

Aparte de que, a saber por qué, nos tenemos confianza y, por ello, la respuesta al uso no termina de proceder a no ser que la matice una especie de suspiro irónico, la verdad es que creí que ya sabía lo que le estaba contando y por eso me llamaba. Pero no (ésa soy yo: la que se pasa de lista). Así que, tras prácticamente colgarme y mandarme a continuación un mensaje para explicarme su repentino autismo, se puso con las croquetas.

No sé si hacer croquetas le ayuda a pensar o precisamente a no hacerlo. Según ella la relajan. Las croquetas, la sopa de pescado, la tortilla de patata, (¡ay, la tortilla!)… El caso es que un buen día le tuve que decir que ya llevaba un tiempo en casa y nada me impedía cocinar para los desagradecidos, culinariamente hablando, de mis hijos. Vamos, que me sentía una abusona y, con todo el dolor de mi corazón (pocas veces he dicho esto tan de verdad), debía renunciar a su tortilla. Que no lo hacía por mí ni por los niños, sino por ella, me contestó. Que así se sentía mejor y tenía la impresión de que hacía algo. En resumen, era puro egoísmo, según ella. A mí, por el contrario, me parecía que seguía intentando expiar la falta de palabras de aquella conversación telefónica, como si aquel silencio no hubiera sido mucho más elocuente y consolador que cualquier palabra. Para lo inteligente que eres, Ana, mira que puedes llegar a ser tonta.

Resulta asombroso el bien que pueden llegar a hacerte personas con las que aparentemente no te unen grandes lazos. Ana no es la única, pero las representa muy bien a todas. Espero haber sido capaz de expresar con este texto, repleto de palabras, un agradecimiento que seguramente expresaría mejor un simple beso. Y Ana, sí, necesito que me digas muchas cosas: necesito las recetas, tus recetas. Las recetas de Ana.

2 comentarios:

  1. Menos mal que todavía existen esta clase de personas que te hacen seguir confiando en el género humano. Ana se merece, según cuentas, esta entrada tan bonita que le has dedicado. Me encanta.

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    1. Hay muchas, muchas. Lo que pasa es que las otras, las malintencionadas y egoístas, hacen tanto ruido y reclaman tanto protagonismo que nos las ocultan. Ana se lo merece. Y Elia, Susana, Victoria, Marisa, Juana, Esperanza...

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