Por Esperanza Goiri
La verdad es que sería injusto achacar toda la responsabilidad a un baile, pero sin duda contribuyó a que odiara mi nombre durante gran parte de mi infancia. Os explico. Tal y como consta en la firma, me llamo Esperanza. A mí de pequeña me parecía un nombre antiguo, de persona mayor, posiblemente porque lo asociaba a mi abuela materna en cuyo honor fui bautizada, con gran orgullo de mi madre. Me comentaba emocionada que, de los cuatro hijos (yo soy la pequeña), fue el único nombre que eligió personalmente. Yo la escuchaba con resignación, sin comprender su entusiasmo, y envidiaba a las Evas, Olgas, Saras y Anas de mi alrededor. ¡Esos sí que eran nombres bonitos, cortos y sonoros! Tampoco me hubiera importado llamarme como alguna de mis heroínas infantiles: Celia, Pauline, Lilith, Esther o con alguno de los exóticos y anglosajones nombres de las protagonistas de Enid Blyton. Todos me parecían preciosos, y ya que en mi caso no podía ser, me desquitaba poniéndoselos a mis muñecas.
El asunto es que uno de los mejores amigos de mi padre, que nos visitaba con frecuencia, en cuanto me veía, antes de darme un beso entonaba repetidas veces con tono zumbón: “Esperanza, Esperanza, solo sabes bailar chachachá” (popular canción del cubano Ramón Cabrera que interpretaron entre otros Antonio Machín y Enrique Montoya en los años sesenta). A mi me daba una rabia espantosa, hasta el punto de esconderme, cuando me enteraba de que el susodicho venía a casa, para evitar el encuentro y su guasón saludo. No sabe, el pobre, lo mucho que le odié, siendo por lo demás un hombre estupendo. Tampoco salió bien parado el citado género musical, y tendrían que pasar bastantes años para que me reconciliase con él gracias a Gabinete Caligari y a su genial La culpa fue del chachachá, a cuyos animados sones asocio uno de mis mejores recuerdos de juventud.
Como ocurre con los nombres largos, pronto se impuso el diminutivo de rigor. En mi caso, Espe o Espetxu (el txu es una terminación diminutiva vasca de tono cariñoso). Curiosamente, solo una prima chilena de mi padre me llamaba Esperancita. El Espetxu fue degenerando por el uso y se convertía en Chukis, Chukitas o Chukitonas según la intención, más o menos mimosa, de quien lo pronunciara. Cuando me requerían por estas versiones cortas y zalameras sabía que todo iba bien. Por el contrario, cuando se te convocaba en la modalidad larga: “¡Esperanza Inmaculada Goiri Pueyo, ven aquí inmediatamente!” Nada bueno se podía esperar. Acudías remoloneando a la llamada, mientras repasabas mentalmente que fechorías se te podían imputar, dispuesta a negarlo todo; fuera cual fuese la acusación y por muchas pruebas incriminatorias que hubiese en tu contra.
Ya en la etapa de los “ligoteos” y escarceos amorosos era inevitable encontrarte con graciosos y ocurrentes de toda ralea: “Esperanza, por favor, dame esperanzas”, “Si tu primer nombre es Esperanza, seguro que los siguientes son Fe y Caridad”, “Esperanza, no me hagas esperar por favor”. También estaban los cursis: “La Esperanza tiene muchos nombres pero los locos la llamamos amor” (sí, lo sé, sin palabras). La ventaja era que ya en la misma presentación, según la respuesta obtenida, esta te servía para quitarte de encima a pesados y plúmbeos varios.
Fue a partir de los 20 años cuando empecé a sentirme a gusto con mi nombre. Era original y no había muchas chicas con él, por lo menos en Madrid y Vizcaya, que eran los dos principales escenarios de mi vida. Además empezaba a apreciar el hecho de que fuera un nombre familiar: la alegría que se llevó mi abuela, ya que de siete nietas era la única con la que compartía nombre, y la satisfacción de mi madre por haber elegido e impuesto el que había querido. Dejando aparte afectadas y grandilocuentes explicaciones, lo cierto es que es un nombre bonito, asociado a un significado simbólico que evoca un deseo positivo universal. Lo que no es poco, teniendo en cuenta que hoy en día padres desaprensivos, en busca de ser los más originales o por seguir modas absurdas, endilgan a su progenie nombres imposibles y ridículos, con los que estos tendrán que lidiar hasta que tengan el suficiente uso de razón para rebelarse y decidir que se va a llamar así su padre o su madre, pero ellos no.
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