La quinta esquina. Izraíl Métter.
Libros del Asteroide: Barcelona, 2014. 208 pp. 17,95 euros.
“De todas formas lo firmarás, perra. A ver, muchachos, mostradle a esta puta dónde está la quinta esquina en nuestra habitación"
Por J. Teresa Padilla
Hay quien necesita mil páginas para contar una historia que ha oído por ahí o se ha inventado, eso sí, sin la fe necesaria en el poder vivificador de la ficción; una historia que, por ello, no es de extrañar que resulte en el fondo incomprensible por inverosímil. Pero hay también quien en doscientas crea una realidad inédita, inédita y profundamente familiar a la vez. Y la crea (o recrea), aunque esa realidad no sea inventada.
Hay quien es capaz de narrarnos en doscientas páginas su historia, la de un hombre sin documentos fiables, totalmente prescindible, pero que, contra todo pronóstico, ha sobrevivido. Física y sobre todo humanamente. Un hombre insignificante, pero que resulta tener el valor suficiente para saldar cuentas consigo mismo. Para avergonzarse, sí, pero también para reivindicarse en su trivialidad reconociendo y proclamando en voz alta lo que pese a todo le ha salvado: su madre, su infancia, su fe en el hombre y en el bien, su amor sin esperanza a Katia... Y a la vez que nos narra su vida, nos muestra en su crueldad, cotidiana y sinsentido, la historia de su país. Es, pues, una biografía (ficticia o no), una crítica del totalitarismo y una historia de amor. O dos. La del narrador por Katia y la de Zinaída Borísovna (la desconocida corresponsal que despierta el pasado y pone en marcha el mecanismo del recuerdo) por Sasha Beliavski, el desaparecido y casi olvidado compañero de juventud.
Como Vida y destino, esta novela se escribió contra la Historia. Primero, porque en la negación de su capacidad para explicar la vida del hombre se encuentra el único argumento verdaderamente eficaz contra el totalitarismo. Pero también porque se escribieron para un futuro que podía muy bien no haber llegado nunca. Grossman no llegó a ver publicada la suya; Métter tuvo que esperar más de veinte años. Las escribieron sin esperanza razonable alguna de que llegaran al lector y, sin embargo, pocas novelas como éstas claman tanto por tenerlo. Son un desahogo de sinceridad, un alarde de generosidad creativa, una contribución, sin duda sentida como un deber, a la victoria del bien sobre la tiranía de la historia.
Izraíl Métter (Jarkob, 1909-San Petersburgo, 1996) |
No voy a decir más de ella porque habla por sí misma mejor de lo que yo pueda hacerlo. Pero leedla, no os privéis de ese placer. Encontraréis a un hombre que vuelve sobre su pasado y se interrumpe para asaltar al joven que fue o discutir con el bribón que sigue siendo. O para escribirse con una desconocida tan ridículamente frágil y admirable como todos los que eludieron convertirse en verdugos. Supervivientes o desaparecidos; como ellos, como Sasha, como Katia… Supervivientes que vagan “entre tumbas imposibles de encontrar”.
Mi texto comenzaba con una cita terrible que aclara el título de la novela, unas frases que torturan a un protagonista que no pudo oírlas, pero que sabe que se dijeron. Se dijeron y él siguió respirando durante su pronunciación y mucho tiempo después. Esa es su culpa de superviviente. Mi texto comenzaba así, pero, como la propia novela, no puede dejar que el verdugo tenga la última palabra ni mucho menos la esencial. Nunca, pero menos cuando se trata de Katia y del gran, absurdo y hasta humillante amor que supo despertar. Los verdugos dicen “puta”, los hombres dicen maravillas como ésta:
“He olvidado el color de sus ojos y de sus cabellos. En mi memoria no se ha conservado ni siquiera un retrato oral. Si me describieran los rasgos de su rostro, yo no los reconocería. Para mí, ella era indivisible. Toda, tal como era. Tal, que yo estaba dispuesto a huir de ella al fin del mundo. Tal, que estaba dispuesto a arrastrarme detrás de ella hasta el fin del mundo”.
Feliz año nuevo a todos.
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