miércoles, 17 de mayo de 2017

Primavera en Madrid

Por Marisa Díez

Quien me conoce un poco sabe de mi desastroso sentido de la orientación. Me viene de familia, pero en mí se ha convertido en una especie de patología para la que no existe un tratamiento adecuado. Me pierdo continuamente. Si me decido a ir andando a un sitio concreto, existe alguna posibilidad de que llegue a mi destino sin sobresaltos importantes, más allá de alguna vuelta extra a la manzana. Pero si, por el contrario, necesito coger el coche, lo único que se me ocurre es encomendarme a todo el santoral en busca de una ayuda extra que me permita alcanzar la meta sin antes morir en el intento. Así que, jamás me desplazo por la ciudad en otro medio que no sea el transporte público. Yo, sin el metro, es que no soy nada.

Dehesa de la Villa
Por eso y porque la mejor manera de conocer Madrid, como cualquier ciudad, es paseando, a menudo me entrego al placer de caminar por sus calles. De esta manera he conseguido hacerme con un puñadito de rincones que considero poco menos que de mi propiedad. Al fin y al cabo, llevo medio siglo luchando por sobrevivir en esta loca urbe, la misma que muchas veces es capaz de dejarme exhausta para, al minuto siguiente, convertirse en un remanso de paz en cualquier recóndita esquina.

Cuando la meteorología me regala los primeros días de primavera en Madrid, me calzo las deportivas y me dirijo sin dudar a la Dehesa de la Villa, el parque de mi infancia. Ya sé que no se trata del más conocido, y que carece del pedigrí y el clasicismo del que disfruta, por ejemplo, el parque del Retiro, pero a mí me gusta infinitamente más. En cuanto puedo me escapo a pasear por cualquiera de sus sendas, ahora señalizadas, y sin ningún esfuerzo me traslado de repente a otra época, unas cuantas décadas atrás, cuando caminaba de la mano de mi padre o soltaba deprisa la de mi madre para subirme en el columpio que, justo en ese momento, se acaba de quedar libre. Cierro los ojos y escucho a la chicharra cantar, me lanzo a recoger piñones y distingo con claridad el olor de los pimientos y la tortilla en la tartera, a la vez que escucho, a lo lejos, una voz inconfundible que grita sin cesar: “¡Hay bombón helado!”.

Plaza de la Villa. Manuelgme
Hacia Moncloa casi podría llegar a juntarse con el Parque del Oeste, el segundo en la lista de mis preferidos. Estoy segura de que debido a mi comentada incapacidad para orientarme, hoy me resultaría imposible encontrar, entre sus recovecos, su conocida Fuente de la Salud sin un buen plano o gps en mi mochila. Recuerdo algo parecido a un pequeño caño, surgido de una roca, del que manaba la mejor agua de Madrid que he probado nunca. Jamás he olvidado ese sabor, que no acertaría a definir, mezcla de manantial o minerales. El agua sabía, no sé, ¿quizás a agua…?

Sí, de niña solía frecuentar los parques, también el de mi barrio, el parque de los Pinos, hoy convertido en un lugar casi desconocido, perfectamente delimitado y dividido por sucesivas reformas que le han dejado desprovisto de ese encanto natural y un poco salvaje que le convertía en un espacio único.

De mi ciudad me gustan muchos lugares, pero detesto otros. Jamás me he sentido cómoda paseando por la Gran Vía y aledaños. La plaza de Callao me ha parecido siempre un horror, y el eje comercial de Preciados y el Carmen, agobiante hasta la extenuación. A la Puerta del Sol, como lugar de encuentro inevitable, le reconozco un cierto sabor provinciano que descoloca al visitante que la pisa por primera vez. Prefiero avanzar unos metros y perderme por el barrio de los Austrias. Me llevé un disgusto cuando Gallardón decidió llevarse la sede del Ayuntamiento a Cibeles, porque la plaza de la Villa tiene para mí un encanto especial, como de cuento. Por la noche, a la luz de las farolas, incluso jurarías haberte tropezado con un caballero envuelto en una capa que se acerca a ti con aspecto inequívoco del siglo XIX. Atravesar la plaza, por la calle del Cordón, dejando a un lado la torre de los Lujanes, hasta desembocar en la calle Segovia, es uno de mis paseos preferidos por el centro de la ciudad.

Plaza del Dos de Mayo
La sede del Ayuntamiento, ahora en Cibeles, resulta espectacular, aunque tiene sus detractores. Para los madrileños, el edificio que lo alberga siempre será “Correos”, aunque ahora lo denominen Palacio de Telecomunicaciones, que suena mucho más fino. Nuestra fuente es emblemática, casi tanto como el oso y el madroño, desde mucho antes de que el Real Madrid se la apropiara para festejar sus éxitos deportivos. Un poco más abajo, en pleno paseo del Prado se levanta la fuente de Neptuno, templo de los atléticos y también espléndida, aunque, a su pesar, nunca llegó a alcanzar la gloria de la diosa.

Otra caminata por el barrio de Las Letras y su calle Huertas, hasta la plaza de Santa Ana, puede resultar de lo más gratificante, a pesar de la marabunta de turistas que cada fin de semana inundan sus terrazas y restaurantes. O, en otro extremo, caminar por el castizo barrio de Chamberí, admirando las fachadas de los antiguos palacetes que se alzaban en su zona más noble y que en la actualidad, perfectamente rehabilitados, se han convertido en la sede de cualquier empresa de renombre.

Pero mi paseo por Madrid nunca terminará sin visitar el barrio de Malasaña. Podría darme una vuelta hacia la calle Bailén, dejar atrás el Palacio Real y desembocar en el Viaducto, para adentrarme después poco a poco en el sin par barrio de la Latina. Pero si me dan a elegir, no cambio mi cervecita bien fría en cualquier terraza de la Plaza del Dos de Mayo, donde el tiempo parece haberse detenido en algún momento de los añorados ochenta, mientras desde algún local cercano, la voz del más famoso cronista musical de la villa me recuerda que la primavera sabe que la espero en Madrid.



3 comentarios:

  1. Me ha gustado mucho tu recorrido madrileño y coincido contigo en su totalidad. La Dehesa de la Villa es también uno de los lugares de mi niñez, sobre todo recuerdo las meriendas-cenas veraniegas con una caterva de primos; con mis compañeras de colegio y la profesora de Ciencias Naturales recorrí también la Dehesa, recogíamos plantas para hacer un herbario. Sigue siendo uno de mis parques favoritos.

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  2. Es que la Dehesa tiene un encanto que engancha si la has pateado desde niña. Lo mismo tú eras una de esas niñas que cuando cogían el columpio no había manera de que lo soltaran, mientras los demás esperábamos pacientemente nuestro turno. Muchas gracias, Juana. La próxima cervecita la tomamos otra vez en Malasaña.

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  3. Pues no recuerdo haberme columpiado en la Dehesa, prefería corretear por ella. Eso sí, era una fiera recogiendo piñones, no creo que te dejara muchos.

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