Paul Delvaux. Le miroir, 1936 |
"Era un niño que soñaba
un caballo de cartón.
Abrió los ojos el niño
y el caballito no vio.
Con un caballito blanco
el niño volvió a soñar;
y por la crin lo cogía…
¡Ahora no te escaparás!
Apenas lo hubo cogido,
el niño se despertó.
Tenía el puño cerrado.
¡El caballito voló!
Quedose el niño muy serio
pensando que no es verdad
un caballito soñado.
Y ya no volvió a soñar.
Pero el niño se hizo mozo
y el mozo tuvo un amor,
y a su amada le decía:
¿Tú eres de verdad o no?
Cuando el mozo se hizo viejo
pensaba: Todo es soñar,
el caballito soñado
y el caballo de verdad.
Y cuando vino la muerte,
el viejo a su corazón
preguntaba: ¿Tú eres sueño?
¡Quién sabe si despertó!" (Antonio Machado, Campos de Castilla).
Por J. Teresa Padilla
Escribir un diario es una práctica habitualmente recomendada como terapia psicológica. Los expertos destacan que el mero hecho de sentarse ante una página en blanco, y expresar en ella las preocupaciones o problemas que en cada momento puedan atormentarnos, nos distancia de ellos lo suficiente como para contextualizarlos, comprenderlos en su auténtica dimensión y poder así encontrarles solución más fácilmente. Lo que es obvio, y no necesitamos que ningún psicólogo nos lo diga, aunque tampoco esté de más que nos lo recuerden, es que escribir sobre nosotros mismos y nuestra vida nos ayuda a conocernos mejor, y este conocimiento de uno mismo es el principio de cualquier otro.
Todo aquel que en algún momento haya realizado el ejercicio de disponerse a redactar alguna idea o pensamiento habrá observado que, muy a menudo, lo que pensaba expresar y lo que al final expresa no son, de hecho, exactamente la misma cosa. Pensar es, en realidad, hablar con uno mismo, y no hay mejor forma de consumar este necesario desdoblamiento (en que un yo habla y otro le corrige o pone objeciones que obligan al primero a precisar mejor o incluso modificar lo que piensa) que escribir. Porque, cuando meramente pensamos o reflexionamos, suponemos muchas cosas que sobrentendemos y hacen para nosotros, pero sólo para nosotros, obvio el sentido o la lógica de nuestros pensamientos.
Cuando escribimos, por el contrario, nos obligamos a dar expresión a todas esas ideas o sentimientos ocultos sin los cuales la frase que intenta transmitir nuestro pensamiento no resulta inteligible. Y, al final, muchas veces se descubre que lo más importante no era ese pensamiento consciente al que queríamos dar una expresión comprensible (comunicable en general, aunque no pensáramos compartirla con nadie más), sino todas esas ideas y sentimientos que hemos necesitado sacar a la luz de la escritura para poderlo expresar.
Uno de los regalos que recibí el día de mi Primera Comunión fue un diario. Era un pequeño libro en blanco, con unas tapas de plástico burdeos que imitaban la piel y en cuya portada aparecía impreso en letras doradas, junto a una filigrana vertical, su título: “Mi diario”. Los secretos destinados a emborronar esas páginas todavía en blanco, cuyos cortes también eran dorados, estaban protegidos por un pequeño candadito. Acostumbrada a vivir en un piso pequeño y superpoblado, bajo la tutela de unos padres sobreprotectores que sospechaban de cualquier cosa que una se afanara en ocultar, aquel candado de juguete supuso para mí que se me reconocía por primera vez el derecho a cierta intimidad. Demasiado pronto llegó a mi vida este diario, en el que apenas escribí. Para cuando estuve preparada, el pequeño librito burdeos con su diminuto candado y llavecita doradas me resultaba ridículo, infantil.
Los diarios son una práctica que frecuentemente se inicia más tarde, en la adolescencia, y no es casual. La pubertad es quizá la transición más importante y brusca que experimentamos en nuestra vida, la que nos lleva desde la infancia a la edad adulta. La súbita transformación de nuestro cuerpo, y con él de nosotros mismos, nos convierte en unos extraños en los que apenas nos reconocemos y tiñe el familiar y seguro (con todas sus luces y sombras) mundo de nuestra infancia de la misma extrañeza. El novelista israelí David Grossman, que tanto ha escrito sobre ella, describe la adolescencia como un túnel, más o menos largo y oscuro, en el que entramos siendo niños y que recorremos siempre solos. Y cuando salimos de él nos enfrentamos a un dilema que marcará nuestra existencia adulta: olvidar lo vivido y sentido en ese túnel o prometernos recordarlo. La primera opción es, obviamente, la más fácil, la que nos augura quizá menores sufrimientos, pero también es la que nos impide llevar una vida verdaderamente propia. Sencillamente, nos hace indistinguibles de los demás, porque es el niño, lo que en el fondo somos y nos hace únicos, el que se ha metamorfoseado en ese túnel y sigue dentro del adulto, obligado a esconderse, agonizante, o protegido por el amor y la memoria.
En el túnel de la adolescencia, cuando aún no hemos tenido que enfrentarnos a esta decisión crucial, se escriben muchos diarios. Y mucha poesía también. Se escriben porque es entonces cuando estamos inmersos en el proceso de entendernos a nosotros mismos y lo que nos rodea. Una comprensión que siempre es necesaria, pero en ese momento resulta imprescindible y urgente. Estos diarios (los de la adolescencia y todos los demás que propiamente merecen ese nombre) no son crónicas objetivas de lo que nos sucede, a nosotros mismos o a nuestro alrededor. El autor es el protagonista absoluto del relato y todo, absolutamente todo, está teñido por su peculiar visión tanto de sí mismo como de los demás. Y aunque al releerlos tenga la sensación de haberse engañado e incluso la tentación de abandonarlos para siempre o destruirlos, no puede dejar de reconocerse a sí mismo tras esa “ficción” o incluso “farsa”, porque cuando la mentira es sincera ilumina a su autor tanto como la verdad. A su autor y su mundo, y por eso el Diario de Anna Frank, esa adolescente valiente y eterna, es una de las mejores obras sobre la Shoah.
Si hay un rasgo inherente a los diarios y que los defina me parece que es éste: la sinceridad. Por esta razón, no todo lo que se autodenomina diario, lo es. Estos Diarios, por ejemplo, no siempre lo han sido, aunque me he propuesto que cada vez lo sean más, porque la adolescencia no es el único túnel que atravesamos en la vida y hace tiempo que me parece atravesar otro. Aunque los haya públicos, los diarios son escritos que deberían olvidar la existencia de ese posible lector, en los que evitemos justificarnos, mostrar nuestra mejor cara o probar de lo que somos capaces. En ellos, dialogamos con nosotros mismos y, como mucho, con ese otro que imaginamos como un amigo comprensivo: discutimos, nos peleamos, nos consolamos, nos intentamos reconciliar, nos creamos. Y con sus luces y sus sombras, sus aciertos y sus “mentiras”, nos enseñan quiénes somos y nos pueden ayudar a no renunciar a serlo, e incluso, si un día lo deseamos, a mostrarnos en toda nuestra desnudez y autenticidad a otros. O intentarlo. El único requisito es no mentir: cada uno sabe la verdad que es capaz de soportar en cada momento. Nada lo impide, claro, y puede que hasta el autor de la mentira se la termine creyendo, pero debe ser terrible mirarse en un espejo que refleja a un ser que se ha inventado y creerse realmente que se es él. Y pasa tanto…
Yo hoy, 17 de agosto, tengo que anotar algo en mi diario: He soñado que corría, que mientras daba un paso con una pierna, la otra iniciaba ya el suyo y, para mi sorpresa, para sorpresa de mi yo soñado, me mantenía un instante en el aire, ese instante de vuelo rasante que distingue la carrera de la marcha. No quería olvidar esa sensación que no supe apreciar cuando corría tras ese autobús o metro que se me escapaban. Ahora los dejo ir, casi siempre con pena, pero a cambio los sueños me regalan a veces esas sensaciones hasta ahora desconocidas. Sólo era eso. Que he soñado que corría.
(La versión original que ha servido de base a este artículo se publicó en La vida en su tinta el 3 de julio de 2015).
Los sueños...Algunos te dejan tocada para el resto del día y otros, que te gustaría recordar, los olvidas al poco tiempo de levantarte. Me encanta interpretarlos o intentar comprenderlos y para casi todos encuentro una explicación más o menos lógica. El tuyo está clarísimo. De momento, y sólo de momento, es un sueño. Pero todo se andará...Me ha encantado, Teresita.
ResponderEliminarY si no, con el sueño y sus matices, tan ajenos a la realidad, me basta, ésa es la verdad (creo). Gracias, Marisa.
Eliminar