La tumba del nadador, Paestum (fragmento) |
Por J. Teresa Padilla
Los telediarios suelen cerrar su emisión con vídeos que destacan más por su belleza y espectacularidad que por su actualidad. Después de habernos obligado a contemplar durante tres cuartos de hora, más o menos, la demostración grabada de la estupidez de unos políticos, la perversidad de otros (coincidiendo en ocasiones los unos y los otros en una misma entidad individual), la crueldad de los hombres, de la naturaleza y hasta del maldito azar, el realizador te recompensa, te consuela más bien, con este minuto de imágenes que, si no son mudas, lo parecen por la discreción de su fondo sonoro.
Hace unos días este vídeo de despedida nos mostraba un montaje a cámara lenta con los saltos de trampolín del campeonato de Europa que se celebra o acaba de celebrarse en Budapest. Las imágenes eran mágicas. Un hombre saltaba y realizaba en el aire, suspendido en él durante un instante eterno, sus giros y volteretas, mientras al fondo le servían de decorado los monumentales edificios de la capital de Hungría. Resultaba mágico ver a ese hombre realizando sus acrobáticos movimientos de forma tan engañosamente parsimoniosa, pero de hecho tan rápida que la lentitud impuesta por la cámara que lo graba consigue crearnos la ilusión de que no cae, de que vuela, de que se mantiene en el aire, a la misma altura que los majestuosos edificios ante los que realiza su milagro y que parecen contemplarle con esa despectiva indiferencia con que lo inerte y gigantesco contempla lo vivo y minúsculo.
Me emocionó, y me recordó esa otra imagen, ésta terrible, que detenía en su caída el vuelo mortal de una víctima del atentado contra las Torres Gemelas. También él giraría, aunque por la fuerza y el capricho del aire, como las hojas de papel, más livianas, que le rodeaban y acompañaban sin poder ofrecerle consuelo. Él se deja caer y no puedo imaginar lo que acertaría a sentir o pensar durante esos segundos eternos que le acercan a la muerte, a una completa desintegración. De igual modo que apenas puedo vislumbrar lo que pensó y sintió cuando decidió dar el salto.
Ningún salto admite la marcha atrás, el arrepentimiento, pero hay saltos que son un desafío y otros, una renuncia. En unos se echa un pulso a la naturaleza y a tu propio cuerpo mientras que en los otros simplemente consumas la huida perfecta, la que se rinde y se entrega, casi amorosamente, a su perseguidor. Porque la huida perfecta es la que reconoce la inutilidad de la otra, la huida sin fin que realmente desearías poder realizar y no puedes. No puedes realizarla a pie, saliendo corriendo, porque sabes que antes o después te cansarás, no podrás más, y tendrás que detenerte sin que nada haya cambiado. Y los demonios que te persiguen te alcanzarán, y todo habrá sido inútil. Mientras que dejándote caer… No sé, ¿quizás se ofrece así un instante de consuelo y paz antes del fin?
Los saltadores de trampolín se me aparecieron entonces como unos acróbatas burlones que desafiaban salto tras salto, con su giros y piruetas, a la física y a la muerte. Que, en cierto modo, vengaban a todos aquellos que, demasiado humanos, sencillamente dieron el salto, como ellos, pero no pudieron sino dejarse caer. Y me pareció un homenaje que la belleza hacía a la desesperación, reconociéndola como a una hermana, más pequeña e inexperta. Y recordé otro homenaje de este tipo (al fin y al cabo puede que la literatura o el arte en general no sean sino belleza que rodea con sus brazos, consoladora, a la desesperación), y aquí os lo dejo.
Foto: Richard Drew |
uno, dos, todavía unos cuantos
más arriba, más abajo.
La fotografía los mantuvo con vida,
y ahora los conserva
sobre la tierra, hacia la tierra.
Todos siguen siendo un todo
con un rostro individual
y con la sangre escondida.
Hay suficiente tiempo
para que revolotee el cabello
y de los bolsillos caigan
llaves, algunas monedas.
Siguen ahí al alcance del aire,
en el marco de espacios
que justo se acaban de abrir.
Solo dos cosas puedo hacer por ellos:
describir ese vuelo
y no decir la última palabra.
(“Fotografía del 11 de septiembre”, de Wisława Szymborska. Trad. De Gerardo Beltrán y Abel A. Murcia)
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