Foto: J. Teresa Padilla |
“Nunca he tocado el cielo
como otras muchachas valientes,
pero he llorado mucho y sinceramente,
y dejadme en la torre entrar”.
(Marija Cudina, “Niñas irreales”, extraído de Homo poeticus, p. 129, de Danilo Kis).
Por J. Teresa Padilla
Aunque todavía no me he recuperado del todo y quería escribir sobre otra cosa (siempre es otra cosa, justo la que exige unas plenas capacidades que nunca alcanzo), como siga dejándome llevar por la pereza de las reediciones de escritos antiguos os voy a perder entre bostezos o, lo que es peor, me voy a perder a mí misma en esta muerte en vida de la agrafía.
Independientemente de las circunstancias concretísimas de este breve viaje de una semana a la costa más occidental de Huelva, he de confesar mi natural sedentarismo. Como esos canarios criados en jaulas a los que aterra permanecer fuera de ellas siquiera el momento que se tarda en limpiarlas un poco más a fondo de lo habitual, yo también me resigno a mi destino de un cambio temporal de ubicación aunque en el fondo de mi corazón, y mientras no puedo dejar de apreciar la belleza de lo que contemplo y la exótica sonoridad de los acentos de las gentes cuya tierra visito, no dejo de desear que llegue la hora de poder volver a casa. Sé con certeza cuál es la razón: ambos, el pájaro y yo, nos criamos en cautividad.
Cualquiera diría al leerme que esa casa que añoro desde el momento mismo en que la abandono es o ha sido siempre un espacio de paz y felicidad. No es así, lo cual hace todavía más absurda mi querencia. Supongo que la verdad es que, como al canario, me puede la inseguridad y prefiero, como se suele decir, lo malo conocido a lo bueno por conocer. No obstante, comprendo mejor al pájaro que a mí misma, pues él parece amar ese pequeño mundo y lo celebra con sus gorjeos y trinos, mientras que yo, a poco de volver a él, ya estoy deseando huir. Huir o esconderme dentro, que no sé si son dos formas de lo mismo. Escapar, pero sin dejar atrás lo que me da seguridad, sin dejar mi casa: mis niños, mis perras, mis cosas… Como es un deseo contradictorio, me deja inmóvil allí donde me asalta, y gracias, porque la salida más lógica que se me ofrece en estos trances no es la puerta, sino la ventana. Inmóvil, primero desesperada por no encontrar otra vía de escape, pues huir de casa equivale a evadirme de mi mundo y mi mundo es el mundo, el único, al menos, que siento así. Luego, una vez recuperada la serenidad, reconozco que la huida supone una elección previa por la libertad y, como toda elección, tiene su coste, inasumible para muchos. En este caso la renuncia a la seguridad y al cobijo de tu rincón en el mundo. Entonces se impone la solución más obvia, que es la de recluirte en él procurando la máxima invisibilidad. Y es que el hogar, esa casa a la que casi todos en algún momento y algunos, como yo, siempre anhelamos volver, no es exactamente un lugar físico en el mundo. Está en el espacio, pero en uno en parte interior, a medias real, a medias imaginario. Un espacio en el que habitan cosas (libros, fotos, relojes, joyeros...), pero también seres animados, vivos o muertos, recuerdos, añoranzas, sueños. Cuando vuelves a casa, a la física, la euforia te invade hasta que te das cuenta de que tu hogar no es, por más que contenga cosas que le pertenecen, éste, sino uno que está dentro de ti (el de la infancia o el del futuro que pudo ser y no fue) y en cierta forma, desde el punto de vista de la realidad, perdido para siempre. Por eso, si fuéramos razonables, quizá elegiríamos la libertad y nos desarraigaríamos.
Foto: J. Teresa Padilla |
Hace falta valor para elegir la libertad, aunque se sepa que casi siempre se terminará por disponer de un nuevo rincón propio en el mundo con sus propias ataduras y seguridades. Pero entretanto es duro hacer frente a la intemperie de ese gran espacio extraño, amenazador e inabarcable que te espera durante un tiempo más o menos largo. No sé si realmente existen, pero no puedo dejar de ver a los vagabundos vocacionales como héroes que han vencido el miedo, para mí, más elemental y básico: el de encontrarse solo y en la calle, sin otras pertenencias que las que puedas llevar contigo. No poder volver a casa, aun con el espejismo que encierra, o no poder entrar en ella, perderla… Una pesadilla que viven todos los días más personas de las que queremos imaginar. Personas que lloran, por más que les digan que deberían celebrar, por ejemplo, haber sobrevivido a una pérdida que, supongamos, ha sido sólo material. Tienen razón los valientes, los luchadores. En esto como en casi todo. Yo no se la niego. Los que no se rinden merecen nuestra admiración, pero sólo si su valentía no se asienta sobre la ceguera. Y es que los cobardes que sólo sabemos llorar y lamentarnos, aunque distorsionada quizá por las lágrimas, vemos la otra cara de la verdad, la que nos recuerda que todo, antes o después, se perderá, que nadie sobrevivirá. La aceptación de la derrota exige quizá otro tipo de valor, más modesto o menos épico, el de reconocer con franqueza que el dolor y la desgracia son "la vida, que habla en la única lengua que conoce bien”, y que no existe otra salida que la de lanzarse, pese a todo, a ella, como el valiente, o refugiarse en la torre de una libertad sólo interior y hacerse, siempre y cuanto antes, esa casa, ese rincón en el que agazaparnos para protegernos de sus zarpazos mientras disfrutamos de la belleza que, como para engatusarnos, nos ofrece. Vitoreemos, pues, al valiente, al vencedor (aun temporal), si lo es en buena lid, pero no os olvidéis de los otros y de nuestra apagada y temerosa existencia. También saber perder, renunciar a la lucha o, simplemente, rechazar la victoria puede ser digno de alabanza. Al fin y al cabo, “la vida es un juego con muchas reglas pero sin árbitro. Se aprende a jugar mirando, más que mediante libros, incluida la Biblia. No es de extrañar, pues, que muchos jueguen sucio, que pocos ganen y que muchos pierdan” (Joseph Brodsky). También el banquillo es parte del juego, de la vida.
Os conté que el mar hablaba y, tras mostrarme la belleza de su luz y de su oscuridad, me ha dicho que mi sitio no está en él. Y con él (o ella, como la llaman los que la conocen bien) no se discute.
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