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"Pero la vida es corta: viviendo, todo falta; muriendo, todo sobra" (Lope de Vega).
Por Esperanza Goiri
No es la primera vez y me temo, por desgracia, que tampoco la última, que se producen hechos como éste. Normalmente, suele tratarse de ancianos que viven solos, ya sin familiares ni amigos vivos. Los vecinos son los que dan la voz de alarma cuando el hedor empieza a resultar molesto y ya no se puede achacar, por ejemplo, a la del tercero, que siempre baja la basura a deshora. No, no estoy tratando de hacer humor negro. Es la cruel realidad.
Pero Agustín tenía solo 56 años, estaba prejubilado por enfermedad, separado y con una hija. Los vecinos alegaron que pensaban que había muerto en el hospital, ya que la última vez que lo vieron fue en la ambulancia que se lo llevó para ingresarlo.
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No ha trascendido nada sobre su personalidad. Si su soledad era elegida o impuesta. Si era amable y cariñoso o un déspota intratable. En qué circunstancias pasó a ser un muerto en vida. Nunca sabremos cómo fueron sus últimas horas. Si estaba convencido de que alguien le echaría de menos y esperó infructuosamente esa ayuda o, por el contrario, fue consciente de que su final sería solitario y casi le resultó un alivio. No hay testigos.
El primer sorprendido de que su muerte pudiera ser noticia sería el propio Agustín, teniendo en cuenta que mientras estuvo vivo pasó desapercibido para todo el mundo. Cuatro años, pueden ser muchos o pocos, según se mire. Personalmente, se me hacen una eternidad si estamos hablando de no echar en falta a los que quiero. Incluso a los que ya no están los añoro todos los días.
Me gustaría pensar que el caso de Agustín es una singularidad desafortunada, una desgracia inusual. No lo digo, evidentemente, por la muerte en sí, que nos va a llegar a todos, sino por la terrible constatación de que a nadie le importe si vives o mueres.
El primer sorprendido de que su muerte pudiera ser noticia sería el propio Agustín, teniendo en cuenta que mientras estuvo vivo pasó desapercibido para todo el mundo. Cuatro años, pueden ser muchos o pocos, según se mire. Personalmente, se me hacen una eternidad si estamos hablando de no echar en falta a los que quiero. Incluso a los que ya no están los añoro todos los días.
Me gustaría pensar que el caso de Agustín es una singularidad desafortunada, una desgracia inusual. No lo digo, evidentemente, por la muerte en sí, que nos va a llegar a todos, sino por la terrible constatación de que a nadie le importe si vives o mueres.
Ignoramos cuándo y en qué circunstancias vamos a cruzar el umbral hacia el más allá. Nos gustaría que fuese de una manera plácida y rodeados de nuestros seres queridos. Eso sería lo ideal. Pero si no puede ser así, al menos que a nadie le falte en ese último momento un poco de calor humano, una mano que reconforte y acompañe. Agustín no la tuvo. Por eso le he dedicado estas líneas en un intento, infructuoso y a destiempo, de ayudarle a partir.
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