miércoles, 8 de noviembre de 2017

Lección de alemán

Lección de alemán. Siegfried Lenz.

Impedimenta: Madrid, 2016. 496 pp. 24,95 euros.


“Marginado por mi gente, cercado por los recuerdos, borracho de acontecimientos provenientes de mi lugar de origen, consciente de que el tiempo no cura nada, pero nada en absoluto, sé ya lo que tengo que hacer, y lo haré mañana temprano. ¿Fracasar por culpa de Rugbüll? Quizá pueda llamarse así”.

Por J. Teresa Padilla

Tras Lección de anatomía, le toca ahora al alemán: dos lecciones sobre la arrogancia de las ideologías que se creen poseedoras de todas las respuestas, sobre la ignorancia y la estrechez de miras. Nada que ver más allá de esto entre sí. Nada menos.

Lección de alemán es el resultado de un castigo. Nuestro narrador, un joven que llega a su mayoría de edad a mediados de los cincuenta en un reformatorio ubicado en una isla del río Esla, es confinado en su habitación-celda hasta que cumpla con la tarea que su profesor de alemán le ha impuesto y él no ha sido capaz de entregar “en tiempo y forma”: una redacción sobre “Las alegrías del deber”. Sin embargo, el castigo se convierte en un refugio y quién sabe si en la única esperanza de sanación. O puede que en una trampa, en una tarea imposible: la de lograr revivir el pasado, volver a ser aquel niño de diez u once años y animarle a buscar en su entorno las respuestas que necesita y no fue entonces capaz de encontrar o, sencillamente, olvidó.

Volver al pasado literalmente. Sumergirse en él. A pesar de que es un pozo lleno del fango del miedo y la miseria espiritual. Encarnarse de nuevo en el niño de once años y dejar que sea él quien nos cuente lo que pasó. Al fin y al cabo, de saberlo alguien, es él, el testigo infiltrado a cuya mirada nada escapa. Él, mejor que el más avezado crítico de arte, era capaz de ver en la realidad, en los jardines, a la mesa, en los camastros, a aquellos personajes misteriosos y mágicos de los lienzos de su vecino, el pintor Max Ludwig Nansen. Los veía porque reconocía en ellos a sus modelos, ésos que el artista trasladaba al cuadro para transformarlos, convertirlos en otra cosa o, más bien, destilar lo que encerraban en su interior, invisible más que oculto; lo que vivía en ellos, lo esencial.

A Siggi Jepsen (o Witt-Witt como le llama cariñosamente el pintor, personaje claramente inspirado en Emil Nolde, cuyo apellido real era Hansen) escribir sobre el deber le exige volver a principios de los años cuarenta y al puesto de policía de Rugbüll, donde se crió. Le obliga a acercarse a su padre, policía del puesto, y buscar en ese hombre silencioso y débil, a cuya vida únicamente daba sentido el sometimiento propio y ajeno a las órdenes, el cumplimiento de un deber dictado por otro, esas "alegrías" sobre las que su profesor de alemán le pide escribir. Para Siggi es vital identificarlas, pues es por ellas que su padre lo sacrificó todo: amigos, hijos... hasta a sí mismo, reducido a mero ejecutor de lo que debe ser hecho. Porque así está escrito en la orden. Sin preguntas. Resulta escalofriante y esclarecedor leer como el pequeño Jepsen se refiere casi siempre a su padre como el "jefe de policía de Rugbüll". Eso es, en el fondo, lo que de verdad es.

Máscaras. Naturaleza muerta, III. Emil Nolde (1911)
Atrapado entre el deber, convertido cada vez más claramente en obsesión destructora, del jefe de policía de Rugbüll y el también ineludible impulso creador del artista, que le fuerza a desafiar abiertamente la prohibición aun con lienzos invisibles, Siggi lucha por impedir la destrucción de lo que ama, de esa belleza de la verdad recreada con las formas y los colores, sobre todo los colores, por el pintor. Reconstruye, acapara y esconde. Contra la voluntad del pintor y, por supuesto, de su padre. Ambos están dispuestos a asumir las pérdidas. A aceptar que el deber, junto a las supuestas alegrías, tiene sus víctimas, de las que nadie habla. Siggi, no. Sabe que nada está a salvo, pero ¡hay tanto que merece salvarse! Los niños, esos Diógenes que no buscan apropiarse de lo que atesoran con avaricia, sino preservarlo del tiempo y de la caducidad que éste impone a todo lo que vive. Una crueldad, la del tiempo, que sienten con tan dolorosa nitidez que crecer, madurar, termina significando para algunos lo mismo que olvidarlo o someterse. Sólo para algunos. Para otros crecer supone exclusivamente aceptar el fracaso y rebelarse contra él, sin rendirse.
“Un día descubrirás que lo que hemos creado y conservado juntos no desaparece tan rápido del mundo. Nuestras huellas durarán más de lo que pensamos. (…) Para que algo permanezca uno debe perderlo de vista (…). Has de acostumbrarte a que a veces también se produzcan pérdidas, Witt-Witt. Tal vez sea mejor así… Uno no puede permanecer siempre de pie contemplando todo lo que tiene. Hay que volver al comienzo una y otra vez. Si lo hacemos así, siempre se esperarán nuevas cosas de nosotros. Nunca me he sentido satisfecho, Siggi. Y te aconsejo también a ti: si es posible, nunca te des por satisfecho”.
Tropensonne (1914). Emil Nolde
Lección de alemán es una obra narrada a dos manos por el Siggi de veinte años y el de diez. Un relato en el que se describe de una manera fascinante el mecanismo del recuerdo, que es el que conduce de un narrador al otro y permite al joven recluso recuperarse a sí mismo en el niño, abandonar trabajosamente un presente sombrío y deliberadamente ignorante para retornar a los orígenes de su desgracia y apurar toda la hez de aquel pasado al que resulta imposible dejar atrás.

Que siento una íntima predilección por la literatura que es capaz de devolvernos la mirada de la infancia, lo sabéis quienes me conocéis. Esta novela lo consigue y sólo por eso, por permitirme a mí también ver esos paisajes a orillas del mar del Norte, fríos, húmedos y ventosos, a través de los ojos del niño que nos los describe, tanto cuando los recorre como cuando los contempla en las pinceladas de Max Nansen, tengo que recomendarla con entusiasmo. A pesar de lo que a mí me han parecido explicaciones innecesarias conforme se acercaba el final (las transcripciones de la tesina que Mackenroth está escribiendo sobre Siggi y le da a leer, por ejemplo). A pesar de la decepción por que una edición tan cuidada por fuera como la de Impedimenta no haya puesto el mismo mimo en evitar las erratas.
“¿Sabes qué es mirar? Mirar es ampliar, acrecentar. Mirar es penetrar y expandir. O también inventar. Para parecerte a ti mismo, debes inventarte, una y otra vez, con cada mirada. Lo que se inventa se hace posible y real. (…) Ver no es sólo levantar acta. Uno debe estar preparado para la réplica. Te marchas y cuando regresas algo se ha transformado. (…) La forma debe oscilar, todo debe oscilar y dudar, la luz no es tan mansa… (…) Mirar es algo así como un trueque recíproco. Lo que surge de ahí supone una transformación recíproca. Atrapa el canal, atrapa el horizonte, el foso de agua, la espuela del caballero. Tan pronto como hayas conseguido captarlos y atraparlos, ellos te habrán atrapado también a ti. Os reconocéis mutuamente. Ver significa también salir al encuentro del otro, acortar una distancia. (…) Balthasar (…) insiste en que ver y mirar son también revelar y desenmascarar. Algo se descubre y se destapa de tal modo que a nadie en el mundo le pillará desprevenido. No sé… Tengo algo contra el juego de las revelaciones. Si le quitamos todas las capas a la cebolla, no queda nada. Te lo explicaré: uno empieza a ver cuando deja de jugar a ser el observador. Sólo así se inventa lo que se necesita o lo que se busca. Ese árbol, esa ola, esa playa”.
Pero Siggi ya lo sabe. Los juegos de los niños son siempre algo muy serio: no son meros entretenimientos, sino la puesta en marcha de una realidad alternativa. Y él nunca "juega a observar", es siempre el protagonista de su vida, el observador discreto y minucioso que encuentra los hilos con los que tejer la historia, el héroe enfrentado a la destrucción, la víctima de un mundo que es pura "brujería fantasmagórica".

La mirada del artista busca ser la del niño, no la del científico y su relato lineal que atraviesa los hechos con “la aguja de su ciencia” disecándolo todo, matándolo. Los niños ven donde los adultos no sabemos. No sabemos, porque simplemente lo hemos olvidado. Por ello, aprender a mirar es en gran parte recordar cómo mirábamos entonces, cuando veíamos todo por primera vez y lo recreábamos haciendo indistinguibles la realidad de la invención. No sé, pero puede que hubiera algo tan sencillo y emocional, una evidencia tan familiar como injustificable, detrás de la teoría platónica de la reminiscencia, y que el filósofo, lejos del científico, no sea sino la autoconciencia del artista (y del niño).
“Ya no tengo más que decir. Sólo me quedan preguntas que nadie me responde”.

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