Foto: AP |
Por J. Teresa Padilla
El otro día un contacto mío de Facebook subía esta foto de las “chicas Manson”. Lo hacía con motivo de la muerte natural del propio Manson, a una edad en que lo lógico es morirse y en un lugar al que casi todos, como los elefantes a sus cementerios, solemos ir para morir. Creo que aprendí en Canetti que la muerte nunca, ni cuando alcanza a los peores, es motivo de celebración porque es ella, sin discusión, la mayor asesina, pero que eso no significaba tampoco que tuviéramos que lamentarlas todas o empatizar con cada una de sus víctimas. Menos aún si éstas han tenido una muerte más amable que la que se atrevieron a dar a otros.
Comentaba él, al hilo de la foto, lo terrorífico que resultaba, aparte del horror propio de sus crímenes, el hecho de que sus autoras tuvieran semejante aspecto. En la foto aparecen unas mujeres jóvenes, atractivas y sonrientes, que parecen a punto de darse las manos o de acabar de soltárselas, y a las que el uniforme carcelario sienta como un babi escolar. Sí, parecen alumnas de un colegio de monjas trotando hacia la capilla para cantar ante la imagen de la Virgen el “Venid y vamos todos con flores a María”. Tan ingenuas e infantiles que resultaba estremecedor imaginar a estos seres angelicales apuñalando hasta la muerte a inocentes. Lo comentaba el autor de la publicación y lo corroboraban prácticamente todos los demás hombres que dieron su opinión personal sobre el tema.
Muchos (no diré todos para no ofender a nadie), hombres y mujeres, nos dejamos llevar por las apariencias y juzgamos, mejor dicho, prejuzgamos a los demás, independientemente de su sexo, basándonos en ellas. Ni mucho menos son sólo los varones los que juzgan a las mujeres por su apariencia, pero puede que sí sean sólo ellos los que inevitablemente parecen dejarse engañar por las mismas. Y no por una diabólica astucia connatural a nuestro sexo (quien tenga ese poder, por Dios, que lo comparta). Se dejan engañar porque, aunque no lo puedan decir con claridad, ni siquiera a sí mismos, las reducen a su apariencia. Si no, no se explica que sabiendo lo que ya saben de ellas (que fueron unas asesinas despiadadas), todavía les parezcan ángeles de luz de los que quién en su sano juicio va a esperar maldad alguna. Porque eso somos: ángeles o demonios, vírgenes o putas, santas o pecadoras irredentas. Sin términos medios. Y según nuestras pintas.
Lo que en el caso de otros hombres no es más que una primera impresión que sin dificultad puede modificarse una vez se haya profundizado en su conocimiento, en el caso de las mujeres es un retrato casi definitivo. Un retrato no muy personal, eso sí: puro estereotipo. Un rostro femenino serio y poco agraciado, por ejemplo, da muy mala espina: no es bello, luego no es bueno ni de fiar. Por el contrario, un rostro masculino serio y poco agraciado puede ocultar a un gran filósofo (célebre era la fealdad de Sócrates y algo menos, pero evidente, la de Hegel, por ejemplo). Una mujer entrada en años con los pelos de punta y que saca la lengua a la cámara sólo puede ser una demente. El hombre, sin embargo, puede ser un genio de la física. O un loco también. Hasta un asesino. Casi cualquier cosa. La mujer lo más que llega a alcanzar es la categoría de excéntrica si, a pesar de comportarse como una loca, es brillante intelectual o artísticamente; pero genio, no. No me consta, al menos, semejante caso. Resumiendo la infraestructura ideológica del asunto: el ser de la mujer reside en su parecer mientras que, en el caso del hombre, es el parecer el que se debe a su ser. O dicho en román paladino: en el caso del varón es muy posible que las apariencias engañen; en el de la mujer, una excepción estadística.
Es por eso que las “chicas Manson”, aparte de un supuesto enigma terrorífico, sean únicamente las “chicas Manson”, mientras el ya difunto Manson, ese Rasputín psicodélico que al parecer no cogió un cuchillo ni se manchó de sangre, sea el Lucifer que lo desencadenó todo: el autor intelectual, la cabeza pensante (cualquiera lo diría cuando lo ve en los vídeos mover los ojos a lo Marujita Díaz). El hombre, vaya. Con nombre propio. Y no como “sus chicas”, que al parecer no lo merecen porque eran simples marionetas en su poder por más que fueran condenadas, muy justamente, como autoras responsables. La ley siempre nos ha reconocido esa responsabilidad que la sociedad y los medios de comunicación nos niegan más a menudo de lo que ellos creen. Hubo un tiempo en que las mujeres no podían votar, pero sí ser ejecutadas. Será que la ley, al menos la penal, siempre ha sido ciega y no entendía de apariencias. O eso dice.
Pero lo cierto es que todas tenemos un nombre propio y somos dueñas de nuestras vidas, en lo bueno y lo malo, como víctimas y como verdugos. Tan distintas entre nosotras e impredecibles como ellos. Quizá si todos los hombres tuvieran esto claro, se evitaría mucho dolor. De izquierda a derecha: Susan Atkins, Patricia Krenwinkle y Leslie von Houten. Así se llaman las asesinas de la foto (otro día habrá que recoger aquí los nombres de esas mujeres geniales que no se enseñan en las escuelas). ¿No lo parecen? Pero, ¿a quién se tienen que parecer? ¿A la bruja mala del cuento? Creced, chicos, creced.
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