Días sin hambre. Delphine de Vigan.
Anagrama: Barcelona, 2013. 168 pp. 14,90 euros (edición de bolsillo, 7,90 euros).
“Es la historia de un guijarro triste. Es duro estar triste cuando uno es un guijarro y no tiene ni manos para enjugarse las lágrimas. (…) Es la historia de un pez sin escamas, de una tortuga sin caparazón, de una princesa de pacotilla que no podía renunciar a su dolor.
La habitación de Laure está poblada de historias caídas del bolsillo del doctor Brunel. Historias sin hambre, que surgen de debajo de la cama, cuando la habitación está a oscuras”.
Por J. Teresa Padilla
La contraportada nos informa de que éste es un texto autobiográfico que su autora, Delphine de Viran, publicó en 2001 bajo pseudónimo. También dice que está narrado en una “intensa e inquietante primera persona” cuando, de hecho, sólo el breve epílogo de diez líneas lo está. En el resto de esta nouvelle es un narrador omnisciente el que usa la tercera para contar el proceso de recuperación de Laure, enferma de anorexia nerviosa. Y sin embargo no es, como en principio parece, un error del autor de la contraportada, sino que quizá esta duplicidad constituya la sutil manera elegida por la autora para narrar la historia de una enfermedad que se nutre y manifiesta precisamente en la enajenación.
Así, podemos identificar a la anónima tercera persona que asume el grueso del relato con la “intensa e inquietante primera” del epílogo. Ésta no nos dice su nombre, pero reconocemos en ella, en sus breves pero significativas palabras, a Laure. No, desde luego, a la que protagoniza el relato, sino a la de muchos años después. Y claro, si ella es Laure, también lo es la narradora que por primera vez se atreve a hablar de sí en esas líneas finales.
Se puede justificar entonces desde el propio texto el carácter autobiográfico de esta descripción del ascenso y la caída de una casi adolescente a la que se ha decidido llamar Laure. Tanto es así que la voz narradora sólo puede comenzar su relato en el momento preciso en que esta ascensión y caída empiezan a ser perceptibles para la propia protagonista, esto es, cuando ella ingresa voluntariamente en un hospital y emprende así, sin darse al principio cuenta, el camino que conduce a la recuperación.
El proceso que lleva a la curación de un trastorno mental es muy diferente al de las patologías físicas. En estos casos hay un enemigo claro, y todas las fuerzas, tanto las del paciente como las de los médicos, apuntan en la misma dirección contra un idéntico objetivo. En el caso de la anorexia, y puede que también de otros trastornos mentales, el enemigo tiene muchos rostros (la familia, los médicos…), aunque uno destaque entre todos y resulte ser el enfermo mismo. Luchar contra la enfermedad mental es, en realidad, luchar contra parte de lo que uno es. Por ello Laure se tiene que desdoblar en Lanor, distanciarla de sí para poder enfrentarse a ella, de la misma manera que la narradora, Delphine, lo hace de la propia Laure para contarnos esta parte de su historia.
Dan un poco de vértigo las coincidencias entre la vida de Delphine de Viran y la mía. Ambas nacimos el mismo año, 1966, y padecimos de anorexia nerviosa más o menos a la misma edad, de los 17 a los 19 años. Ambas, casi simultáneamente, nos rebelábamos y gozábamos de esa borrachera de poder y autocontrol que es la anorexia: la “ebriedad del ayuno” la llama ella en su novela. Ambas tocamos fondo y fuimos ingresadas. Ambas sobrevivimos y concebimos hijos en el mismo cuerpo que casi logramos un día hacer desaparecer. Tantas son las similitudes que resultaría fácil identificarse con Laure y protestar contra la infidelidad a mi recuerdo de la narración. Confundir, en suma, su escrito autobiográfico con una parte de mi biografía y juzgarlo crítica e injustamente. Pero, a pesar de todas esas vivencias compartidas que en su lectura casi me lo hacen olvidar, ésta no es mi historia, sino la suya, la de Delphine, Laure y Lanor. Aunque un poco también la de las demás compañeras de reclusión (en sentido literal y figurado): la de Fatia, Anaïs o Corinne. Quizás por eso, también la mía y la de todas aquellas con las que yo misma coincidí en hospitales y terapias. Tan parecidas todas; tan diferentes. Tan locas. Porque hasta las supervivientes, ese 50% que al parecer se recupera sin recidivas ni secuelas físicas permanentes al que pertenecemos Delphine y yo, seguimos acogiendo dentro de nosotras a nuestras respectivas “Lanores”, esas maestras del hambre que se niegan a claudicar, a rendirse a la cordura de la madurez.
Por todo esto me temo que no soy la mejor lectora para esta novela. En lugar de dejarme llevar por ella, de cumplir mi parte del pacto literario, interpongo a cada paso mis propios recuerdos, el relato que podría o quizá debería hacer yo. Entiendo demasiado bien lo que se me cuenta y, a pesar del aparente éxito de esta novela en Francia, tengo la sensación de que la narradora se distancia demasiado de sí, de Laure, y se contiene emocionalmente tanto que no sé si consigue transmitir también a quien no lo haya padecido en carne propia la euforia, por ejemplo, de los comienzos, en que la sensación de control y poder absolutos sobre una misma (su cuerpo, sus deseos, sus necesidades materiales) aún no se perciben como la adicción destructiva que resultan ser en realidad. Al principio, y durante un tiempo más o menos largo, se es un espíritu puro, una semidiosa que ha logrado escapar de toda vulnerabilidad, tanto la física (puedes forzar tu cuerpo hasta llevarlo al límite de su propia desaparición sin que ose defenderse ni sucumbir), como la psíquica (ese cuerpo sometido hace patente un dolor y una rebelión que acusa y asusta a los demás, los aleja y hace callar). Más allá de la persona que los demás pueden ver, de ese cuerpo completamente enajenado que los escandaliza y avergüenza, estás a salvo, inaccesible a tus enemigos: la familia, la escuela, esas otras chicas tan guapas, “desbordantes de salud y certezas”, que quizá una querría ser (querría, añadiría yo a lo dicho por la autora, si no supiera que es imposible, que ya nunca podrá, si es que lo pudo alguna vez, ser como ellas).
Lo siento, no soy capaz de ponerme en el lugar de esas personas, “desbordantes de salud y certezas”, y adivinar lo que entienden o piensan al leer un texto como el de Viran. Y como desconfío de su capacidad de comprensión, critico lo que quizá es, en realidad, un mérito de la novela: el celo por evitar decirlo todo y describir en sus cruentos detalles lo que no deja de ser una batalla feroz. Sí conozco de primera mano la reacción de alguna de esas jóvenes saludables. En un ingenuo arranque de sinceridad, una vez le confesé a una de ellas la infame razón, ésa que descubrí casi al final, de mi enfermedad. Apenas pudo disimular entonces el desprecio que sentía por mí, ese recién descubierto monstruo vengativo. Su rictus, de una mezcla de repulsión y superioridad moral, fue exactamente el mismo con el que ella, periodista novel, me habló en otra ocasión del pésimo estado al que un conocido cantante que acaba de entrevistar se había dejado llevar por su adicción a la heroína. Ambos éramos enfermos por voluntad propia, en mi caso incluso por pura maldad; indignos, por tanto, de una compasión que no sentíamos por aquellos a los que debíamos antes que a nadie amor y respeto. A saber si no tenía algo de razón, porque lo cierto es que el justo castigo no se hacía esperar mucho.
Tarde o temprano, al Ícaro incorpóreo en que la anoréxica pretende haberse convertido se le derriten las alas y cae. Es este momento el que elige Delphine de Viran para comenzar su historia, el de las treguas:
“Ha transigido por unos kilos, para conjurar el peligro, para poder aguantar, sobre todo para sobrevivir. Pero no ha renunciado. No quiere perder el control”; al fin y al cabo, “no quería morirse, sólo desaparecer. Esfumarse. Disolverse”.Pero esta etapa es una ilusión que no suele durar mucho. Pronto la contradicción que esta mentira encierra estalla, y el relato pasa a ser el de la angustia de la indecisión:
“Le da miedo salir de eso y no salir. (…) Cuanto más engorda, más miedo le da haber caído en la trampa, no saber ya luchar. Pero ¿luchar contra qué?”).A la indecisión sigue el grito aterrado de esa “loca” (Lanor) que hasta hace nada era omnipotente, era una misma, y ahora llora su derrota y la deslealtad de esa cobarde que consiente en su aniquilación a cambio de la paz con el mundo y la promesa de una vida:
“Lanor, la anoréxica, el esqueleto tambaleante colgado de sus faldones, que le susurra de nuevo al oído su repulsión y se alegra de sus vagabundeos. Lanor, que la abrasa por dentro. Escribe a trocitos ese grito infinito que ha permanecido mudo hasta entonces. Ese grito que ellos no han sabido oír. La vacuidad de su esqueleto al desnudo, todo eso para nada”.En algunas, incapaces de superar este desafio, éste es el punto final. Otras, más afortunadas, luchan, tras el enfrentamiento, por la reconciliación:
“Laure estrecha a Lanor en sus brazos. Sabe hacerlo. Estrecha demasiado fuerte a ese monstruo interno que se niega a engordar, a ese monstruo ciego, a esa niña también, culpable de no querer crecer más”.
Foto: AFP |
Ésta viene a ser la historia que nos narra Vigan. Para mí (no sé si también para ella –leedla, por favor, y contadme-), la de un fracaso inevitable, se consiga o no vencer (menuda ironía expresiva) la enfermedad. Bien porque se sucumba:
“Al parecer muere de ello un diez por ciento. Por descuido, tal vez. Sin darse cuenta. De soledad, seguramente”.Bien porque se cronifique:
“Fatia sabe que volverá, lo que le cueste perder todos esos kilos que le han plantado en el cuerpo”.O, por último y en el mejor de los casos, porque se haya pagado el precio de la salvación. Y es que, a pesar de las décadas transcurridas desde aquellos dos años delirantes, sigo sintiendo que sobreviví a costa de traicionarme; que fui, soy y seré siempre culpable, no sólo, como aquella confidente sin piedad pensaba, de la enfermedad, sino también de su superación:
“Quería hacerles daño, herirlos en lo más hondo, tal vez destruirlos. A su padre y a su madre. (…) No quería crecer, ¿acaso se puede crecer con tamañas heridas dentro de una? Quería colmar con el vacío aquella carencia que habían abierto en ella, hacerles pagar ese asco que sentía hacia sí misma, esa culpabilidad que seguía ligándola a ellos”. “Al haber engordado diez kilos, al haber aceptado que le metan un tubo en la nariz, tiene la sensación de haber traicionado una causa oscura e imperiosa”.Adelgazar era la prueba objetiva, visible para todos, de un dolor que intentaba mitigar la droga del poder ayunar hasta la muerte si era preciso. También, a la vez, un grito y una victoria (pírrica, pero eso todavía no lo sospechabas siquiera). Engordar, por el contrario, suponía ceder a la gravedad de la tierra y volver al silencio, a la repugnante mentira del todo vuelve a estar bien cuando nunca nada ha estado bien.
“Si recobra una apariencia normal, se volverá translúcida, como un charquito de grasa derretida en el fondo de una sartén. Si se cura, se esfumará a los ojos de la gente, se perderá entre los demás. Ahogará en sí misma, tras una redondez tranquilizadora, ese ronco grito surgido de la infancia. Si se cura, pasará a ser una joven de formas imperceptibles, una adulta, oíd lo fea, lo brutal que es esa palabra”.Éste es el temor, aunque quizá equivocado. A lo mejor la única forma de conservar esta infancia, con todo su dolor, sea precisamente esconderla y confundirse en la multitud anónima. Nadie puede ayudarla. Algunos amarán a esa niña a pesar de todo, pero la mayoría aumentará su dolor si se muestra, de modo que habrá que ocultarla y decirse, como Davy hacía en el mágico Llámalo sueño: “¡Ah! ¡Au! ¡No dejes que lo vean! ¡No dejes que lo sepan! ¡Au!”.
Pues aunque produce escalofríos cuando lees un libro (autobiográfico además) en el que hay coincidencias y paralelismos tan grandes, lo cierto es que yo creo que eso no te convierte en mala lectora de ese libro, sino todo lo contrario. Y, después de leerte, a las pruebas me remito.
ResponderEliminarUn abrazo.
Gracias, Ana. Un abrazo también para ti, por pasarte por aquí y por dar por buena esta lectura mía tan poco objetiva.
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