Foto: Matic Zorman - Reuters |
“No creer nunca. No jugar nunca. No creer nunca. Ni nada. Todo se movía. Todo cambiaba. Hasta las palabras. Las palabras, decías. Quiero, decías. Yo quiero. Sí, yo quiero. ¿Qué? Ya sabes qué. ¡Eran otra cosa, algo horrible! No confíes en nada. Ni en las aceras, ni en las calles, las casas. Las mirabas y daban vueltas. De aquella forma. Lentas, astutas. No confíes” (Henry Roth, Llámalo sueño).
“Nadie puede explicarme exactamente qué ocurre dentro de nosotros cuando se abren de golpe las puertas tras las que se esconden los terrores de la infancia” (W. G. Sebald, Austerlitz).
Por J. Teresa Padilla
Dice el diccionario que síndrome es un conjunto de síntomas característicos de un mal, por lo general, pero no necesariamente, una enfermedad. Con este nombre, síndrome de la resignación, han bautizado un tipo de trastorno que se da entre ciertos niños de familias solicitantes de asilo en Suecia, aunque no se descarta algún caso aislado en otros países (Reino Unido) e incluso épocas (los campos de concentración nazis). No son muchos los afectados (169 en 2015 y 2016) o quizá sí. Los números no explican nada por sí solos: necesitan de más y más números que los contextualicen. Un mundo entero de cifras en diversas relaciones que les dote de algún sentido. De cualquier forma, muchos o pocos, hay al menos uno. Y otro, y otro más seguramente. Pero a mí, que no lo estudio médicamente, que no pretendo, como decía Siggi en Lección de alemán, atravesarlo con la aguja de ninguna ciencia, con uno me basta. Me basta porque no aspiro a otra cosa que seguir aprendiendo algo más sobre lo que es, al menos para mí, uno de los más fascinantes enigmas de la existencia: la infancia.
El denominado síndrome de la resignación consiste en la aparición y el aumento gradual de una radical pasividad. Los afectados dejan, por supuesto, de comer (esta parte la conozco). De andar, de hablar, de controlar sus esfínteres. No abren los ojos ni responden a estímulos exteriores, ni siquiera a los dolorosos. Esto último, junto a la duración de su letargo, hace inverosímil la hipótesis del fingimiento, una de las primeras explicaciones que se propusieron a la vista de que los síntomas aparecían a menudo con la denegación del asilo a las familias y de la mejoría progresiva que estos niños iban experimentando cuando se concedía el mencionado derecho. Ante la falta de pruebas también se descartó un posible envenenamiento por parte de los desesperados padres. Es un misterio que sólo se dé entre niños procedentes de Europa del este o de yazidíes, y, salvo excepciones, en territorio sueco. Pero no pienso elucubrar sobre esto, pues, como ya dije, a mí me basta con uno, y con un solo caso ni siquiera puede plantearse este interrogante que acabo de soslayar.
Uno de los artículos que he manejado para documentarme mínimamente me facilita un ejemplo concreto, el de Sophie, una niña de nueve años que lleva casi dos "ausente". Sophie fue la testigo ignorada de muchas e inquietantes palabras y hechos. Vio cómo se humillaba, amenazaba o incluso golpeaba a sus padres, que decidían, temerosos, huir. Probablemente vería morir a familiares, vecinos o amigos a manos de otros adultos hasta entonces no muy diferentes a los que ahora se creían con derecho a matar. Atraviesan paisajes, fronteras y pueblos para hallar un refugio, pero no encuentran salvo más miseria, más humillación. Los pobres del lugar temen que ellos agraven su escasez; los ricos, perder su bienestar. El mundo es un lugar inhóspito, egoísta y cruel en el que Sophie no puede esperar que nadie, menos aún esos padres caídos de golpe de su altar natural de dioses, la proteja. Es una extranjera en el mundo, una apátrida; en el fondo, una huérfana. La base sobre la que se sustenta la infancia, la confianza en el mundo y los demás seres humanos, empezando por los que la cuidan, se ha roto. Pero esto, que nos pasa a casi todos conforme entramos en la edad adulta, que incluso constituye el peaje que pagamos por alcanzarla, tiene una edad; justo la que antecede a la madurez, la última parte de la adolescencia. Aún entonces, a muchos nos costó enfrentarnos a esta pérdida de la fe en la bondad del mundo y la vida, una lección que no estoy segura de que aprendiéramos del todo bien. Resulta aterrador imaginar a una niña de siete años haciendo frente a esta debacle.
¿Qué puede hacer una niña ante esto? Tal vez madurar de repente y seguramente mal, porque el dolor no nos hace más sabios ni mejores. El dolor duele. Es una perogrullada, pero es lo que hace, nada más. Habrá quien lo supere convirtiéndose en una persona más empática y generosa que antes, y habrá también quien aprenda a defenderse o atacar con la misma crueldad que sufrió. Pero tal vez intente aferrarse con fuerza a lo que todavía es, a su niñez. Entonces hará muy probablemente lo que hacen los niños cuando tienen miedo, cuando no se sienten seguros: esconderse, cerrar los ojos y tapar sus oídos. Para ocultarse del “monstruo”. Para no verlo ni oírlo. Porque lo que no se percibe, no está (“cucú, ¡tras!”). Claro que a veces es imposible no sentirlo merodeando. Entonces, cuando no hay dónde esconderse, no queda más salida que encerrarse en uno mismo, aislarse en un mundo propio y mágico, pero solitario. Un mundo ajeno al que, a diferencia de ella, siguen habitando los otros (sus padres, hermanos), pero en el que se ha instalado también lo terrorífico.
Desaparecer, esfumarse. Muchos niños, entre los que me cuento, lo hemos deseado algunas veces. Incluso lo intentábamos de forma consciente o inconsciente durante un tiempo. Porque el mundo puede ser espeluznante sin necesidad de vivir tragedias como las de Sophie. Pero ella las ha vivido (aún las vive), y supongo que hay un límite para el horror del que caben esas dos huidas posibles que acabo de mencionar. Dependerá, me imagino, de umbrales subjetivos, pero cuando se alcanza ese grado de dolor, sea cual sea, pocas opciones quedan ya salvo la de dejar de vivir. Si puede ser sin morir. Como Sophie. Si no,…
El síndrome de la resignación, lo han llamado. ¿Qué resignación? Me parece que quien así lo designa mira a estos niños con los ojos de un adulto que imagina ascetas. “Un asceta plenamente resignado deja de vivir porque ha dejado de querer en absoluto”, decía Schopenhauer. Pero el niño es, hasta que deja de serlo, un inevitable sí a todo lo que el asceta dice no, al querer, a la vida: “La vida es suicida y necia cuando se encarniza contra el niño, se niega a sí misma, y el mal de los niños tiene todo el horror de una profanación. Un niño enfermo es una blasfemia que profiere la vida” (Umbral, Mortal y rosa).
Más que resignación, a mí me parece lo contrario: un intento de fuga de un mundo suicida, una rebelión contra él. Un síndrome en el que el cuerpo se apiada del niño y le permite dormir, ¿soñar?, hasta que todo pase o hasta que pueda asumir lo necesario, soportar el dolor. Un síndrome, en suma, que intenta, retirando al niño de la vida, salvarlo de la muerte, el definitivo e irreversible dejar de vivir, que también, aunque cueste admitirlo, un niño podría causarse a sí mismo. Sí, es un escándalo, pero los niños sufren, mueren y, apenas sin darse cuenta, matan; se matan. Mejor dejar de vivir lo justo para no morir.
No hay comentarios:
Publicar un comentario