Mariano Cegna. Caos sobre gris sobre caos (2011) |
"Antes del mar, y de la tierra, y del cielo que todo lo cubre, en toda la extensión del orbe era uno sólo el aspecto que ofrecía la naturaleza. Se le llamó Caos; era una masa confusa y desordenada, no más que un peso inerte y un amontonamiento de gérmenes mal unidos y discordantes" (Ovidio, Metamorfosis, trad. Antonio Ruiz de Elvira).
Por J. Teresa Padilla
Hace cinco o seis años que me mudé. Puede que más, me da pereza hacer la cuenta exacta. Ha pasado justo el periodo necesario para que la casa necesite una nueva mano de pintura, que de momento tendrá que esperar.
En todo este tiempo, una bombilla desnuda ha alumbrado mi habitación y el lavabo del baño pequeño ha carecido de espejo que ocultara, al menos, los cables destinados a una fuente de luz inexistente y, en realidad, innecesaria. Las habitaciones de los niños siguen amuebladas a retazos, con sus camas de siempre y las estanterías de bricolaje que sacaban provecho al largo pasillo de nuestro hogar anterior y ahora aparecen repletas, como el resto del espacio, de objetos de los que son incapaces de desprenderse, entre los que se incluyen libros que se les han quedado pequeños, por supuesto, pero también juguetes, manualidades escolares, apuntes y ejercicios de todos sus cursos, anuarios, cromos, piedras graníticas traídas del pueblo como recuerdo, pelotas (de baloncesto, ping-pong, fútbol y tenis), dos guitarras (que nadie sabe todavía tocar), figuritas mil, incluidas las que regalan en los roscones de Reyes (aunque a éstas, pese a las protestas, las hago clandestinamente desaparecer sin piedad) y hasta catálogos de Ikea, entre otras cosas que no puedo mencionar por pudor y que aparecen cuando limpio u ordeno un poco más a fondo, sólo un poco. Por su parte, el salón y hasta parte de la cocina están invadidos por plantas que se han ido reproduciendo sin un control responsable, alguna de las cuales ya roza el techo, libros (míos sobre todo) y papeles (casi todos ajenos).
Desde el sábado, por fin, una lamparita, aunque de segunda mano, cuelga del techo sobre mi cama y en un par de semanas me llegará un espejo barato pero original que acabo de pedir por internet. Es algo un poco extravagante y por lo que en el fondo creo que ha valido la pena esperar, pues no me lo hubieran dejado adquirir en otras circunstancias menos propicias a contentarme (el minimalismo gusta mucho por aquí, aunque en teoría, sólo en teoría, pues qué minimalista que se precie puede acumular tal cantidad de papeles sin orden ni concierto). Eufórica por haber superado lo que parecían dos obstáculos infranqueables, ordené los armarios de mis hijos mientras les voy emplazando a dejarse de sentimentalismos e ir librándose de sus dichosos “recuerdos” (muñecas rapadas y pintarrajeadas, balones de fútbol zarrapastrosos, pedruscos que son armas potencialmente letales, etc.) si alguna vez quieren tener una habitación a su gusto. Resignada a no caber nunca más en la práctica totalidad de mi ropa, también mi parte del armario ha quedado bastante expedita. No así la otra mitad, que sigue hecha una leonera y en la que no estoy autorizada a tirar ni una camiseta llena de agujeros, por lo que, de momento, y aunque me está costando reprimirme, me niego por principio a adecentarla ni un poco. Lo que no he podido evitar a pesar de dicho principio ha sido hacer algo con los papeles (me estaban literalmente volviendo loca, y en concreto los del dormitorio provocándome insomnio). Como tampoco me atrevo a tirar nada (algo en apariencia completamente inútil puede tener un enorme valor sentimental –sí, vivo rodeada de Diógenes-), lo he clasificado por bloques temáticos para que resulten más fácilmente apilables y agradables a la vista mientras, de paso, facilitan la tarea de desbrozo a su legítimo propietario, si es que alguna vez tuviera a bien encararla, lo que no ha sido nunca el caso. Me queda aplicarme el cuento y revisar mi biblioteca. Deshacerme de la morralla, que la hay y no tengo claro ni de dónde ha salido. Poner esas baldas adicionales de una vez, porque por mucho libro malo del que me desprenda, me será imposible librarme de la inmensa mayoría, ni siquiera de esos libros de filosofía en idiomas extranjeros que hace mucho que ya no necesito.
Es un esfuerzo agotador que explica en parte la banalidad de esta entrada. Un esfuerzo por conseguir una tregua en la lucha diaria contra el peso de lo que se va acumulando, de esos objetos que proceden algunos de un pasado lejano y que se ríen en tu cara por el ahogo que llegan a provocarte cuando se rebelan contra el orden que tratas de imponerles y te recuerdan que, con todo el polvo que te han hecho imposible limpiar a base de enredarse entre ellos, seguirán aquí cuando te vayas, como esos libros antiguos que heredó primero mi padre y luego yo; libros que no leemos por el temor de estropear cuando los verdaderamente frágiles somos los humanos que los hemos ido atesorando. De ellos, como de las sábanas y manteles que bordó una abuela o bisabuela, convertidos todos en reliquias de las que no somos dueños, sino sólo custodios, no me puedo librar, aunque tampoco pueda exigir a nadie detrás de mí que los conserve. Del mismo modo que no puedo renunciar al trajecito de bebé o a esos zapatitos diminutos que decidí guardar como testimonios de un momento fugaz. Ni a esa ropa que no me entra ya ni lo volverá a hacer nunca, pero que me cosió mi madre. Al final, casi todo tiene algún valor, por eso sigue ahí, sobreviviendo a las purgas de mis furias de limpieza y exterminación.
No sé, creo que con todo esto sólo quería decir que se trata de una batalla perdida. Logras con esfuerzo y culpabilidad hacer más habitables, bellos y ordenados algunos espacios. Consigues incluso dejar algo de hueco para lo nuevo. Pero es un espejismo. Ni cuando parece que avanzas (limpias y ordenas), progresas en modo alguno. A tus espaldas el polvo se acumulará de nuevo en un tiempo brevísimo y el caos se impondrá también porque, al parecer, él impera allí donde haya vida y movimiento. Pero no me rendiré. Intentaré de nuevo poner orden. Volveré a dejar sitio para el tiempo por venir y sus frutos. Celebraré un instante, como ahora, mi precaria victoria para reconocer inmediatamente, como también ahora, que estoy a punto de fracasar. Que ya he fracasado, pero que, en realidad, no me importa.
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