El jardín de Daubigny. Vincent van Gogh (1890) |
Por J. Teresa Padilla
La primavera ya está aquí. Me he tenido que contener para no escribir el pareado de rigor: “La primavera ha venido. Nadie sabe cómo ha sido” (¡buah, ya lo he escrito).
La primavera empezó, según las ciencias involucradas, hace casi casi un mes, pero, como de costumbre, los conceptos científicos poco tienen que ver con las realidades cotidianas que identificamos con ellos. El equinoccio de primavera llegaría el 20 de marzo, no digo yo lo contrario, pero la primavera, no. Quién sabe si ha sido así en todo el hemisferio norte. Pongamos que hablo de Madrid.
Algo me pasa, pues todo lo que escribo me suena a frase ya hecha y repetida, en letra o música. Porque lo es, claro. Eso está mal, muy mal. Tanto despotricar en este blog sobre clichés, mantras y demás para nada. Lo único que me salva es que lo veo. Lo veo y me río. Más me salvaría, para ser de verdad sincera, borrarlo todo y empezar de nuevo, pero la primavera (¿por fin?) ha llegado y con ella la astenia se ha agravado. A la prueba me remito para afirmar que no hay mejor época del año que ésta para la mala poesía y los pareados. Y para la prosa despeinada; véase, en caso de duda, lo que sigue.
El tema es que, como diría un amigo, la primavera ha acaecido (¿otro pareado?): no sabes qué ponerte o quitarte, ni si te sofocas con razón o sin ella. Los niños salen con abrigo y vuelven en manga corta. En el patio al que da mi mesa de trabajo (aunque mesa de recreo sería la denominación adecuada a “la cosa misma”), más exactamente en el patio al que doy la espalda cuando me siento a ella, un gorrión macho (¿el mismo de todos los años?) canturrea, fanfarrón, apoyado en la salida de humos de la cocina de mi vecina de abajo, donde, año tras año, él mismo u otro (heredero o ladrón), construye su nido. Ni a su nidada ni a mi vecina parece molestarles tal hecho. Yo, desde luego, no voy a decir nada sobre las pelusillas y ramitas que este año empiezan a colgar fuera y a delatar al okupa. Espero que la gravedad haga su trabajo y esos escombros de la renovación anual del hogar avícola se desprendan antes de que lo vea mi vecina de arriba, a la que no sé cómo podría afectarle la cuestión, aunque seguro que, de enterarse, encontraría la manera de justificar su queja en la próxima reunión de vecinos, reuniones de las que suelo escaquearme precisamente porque temo que ver mi cara le recuerde todo lo que la molesta una, y desde mí, la del penúltimo, hacia abajo. Que no: no estamos aquí para pagar justos por gorriones.
El gorrión no canta muy bien que digamos, pero confía ciegamente en sus posibilidades, y eso es digno de admiración. Tendría mucho que envidiar al mirlo, por ejemplo, al que también oía a veces, aunque más temprano y no sé exactamente desde dónde, cuando todavía sacaba yo a la perra por la mañana temprano, pero no pierde el tiempo en comparaciones ociosas porque los mirlos a las gorrionas, que son las espectadoras que le interesan, como que les dan igual por muy chulos que se pongan con sus gorjeos y picos naranja fosforito.
El patio de mi casa, que es particular, está luminoso y cantarín en primavera. No puedo decir lo mismo de mi calle. Como en cualquier casa privada, el Ayuntamiento también espera la llegada del buen tiempo para hacer sus reformas y, en consecuencia, tengo a un pobre hombre con un martillo neumático abriendo una zanja a lo largo de la acera de enfrente. De nueve de la mañana a cinco y media de la tarde. Me pondría en plan Marías (Javier) para quejarme de la gran obra maestra que tal estruendo está entorpeciendo o de la falta de respeto y previsión de los responsables políticos, que, si mal no recuerdo, ya mandaron abrir la misma zanja hace un año, pero, para mí, el que de verdad tiene derecho a quejarse es el que maneja ese instrumento del demonio. Apenas avanza (se ve que el subsuelo de mi calle está más duro que mi mollera, será por el cemento nuevo con el que lo rellenaron el año pasado), los cascos quizá sirvan de algo a sus tímpanos, pero al resto de su cuerpo, que se ve vibrar con el dichoso martillo, me da que no. Y encima, el buen hombre se detiene cuando ve que se acerca por la acera alguien con un carrito de niño y espera a que se aleje un poco antes de proseguir. Para hacer un descanso, me corregirá algún listo. Pues no: para echar agua al martillo, que al parecer se calienta por la fricción (caprichos de la física). Lo que, tras mi sobresalto ante una inminente electrocución, me ha enseñado algo nuevo, y es que estos artilugios no van, como decía mi abuela, con la luz (“neumático” era, hasta hoy, un significante adjetivo vacío para mí, una especie de nombre propio). También me ha abierto los ojos a todos los detalles que se pierden los Marías (Javieres) de este mundo, los cuales, centrados en su ombligo, no han visto en acción a estos héroes, sin exagerar, de las infraestructuras. Eso sí que hace imposible lo de la obra maestra. Que le echen la culpa a los ladridos de los perros, a los martillos neumáticos o al resto de la humanidad ruidosa que ha tenido la osadía de existir. ¡Atención a los detalles! ¡Ése es el problema! ¡Que se supone que habéis leído a Proust! (o de eso presumís, ¡fantasmas!).
Acabo. En mi defensa y la de este texto tengo dos hechos que alegar. El primero, aunque menos importante: que de las tres interacciones sociales que he tenido esta semana, al margen, claro está (o no, pero lo aclaro), de aquéllas con quienes convivo y la pobre de mi madre, que, por diferentes motivos, no cuentan, dos me han acusado de no parar de hablar, llegándome a aconsejar una de ellas que lo practicara más en el día a día para reducir luego la acumulación de cháchara inexpresada. Dos de tres, y porque lo que la tercera me contaba era de lo que sólo admite un beso o un abrazo por respuesta. Un porcentaje demoledor. Aunque para darle la murga a mi perra, el único ser con tiempo y buena voluntad que tengo a mano, la escribo y, de paso, practico con vista a la obra maestra y tal.
El segundo hecho es una foto: la de un niño en una maleta. Con la cabeza asomando, viajando como en los transportes públicos los perrillos en sus bolsos. La habréis visto en los periódicos o en las redes. No puedo, por muchas razones, reproducirla aquí. La imagen, dolorosa, me recordó una historia que mi padre me contaba. Una historia nada triste o penosa, todo lo contrario, sobre mí y una maleta. Al parecer, yo también fui una niña en una maleta, pero en un contexto tan distinto que hace de ese “también” una completa aberración. Fui una niña a la que mi padre, primerizo, dio miedo acostar a mi llegada a casa recién nacida en la cuna que tenía preparada, la cual le pareció enorme y fría. Tenía previsto que usara el capazo del coche de paseo que había encargado para mí en El Corte Inglés, pero aún no lo habían recibido, así que improvisó y me preparó una camita dentro de una maleta de esas rígidas de entonces. Había pensado escribir sobre ello (La niña de la maleta, se iba a titular), pero de pronto me sentí culpable o avergonzada por que la tragedia de un niño me hubiera servido para rememorar esta anécdota feliz. En el fondo puede que también yo sea ese personaje gruñón y narcisista del que me he mofado un poco hoy. O peor aún: a diferencia de él, me doy cuenta y lo disimulo. Menos mal que acabo de leer a Jean Améry que nadie puede amarse u odiarse a sí mismo, que no tiene de sí la distancia precisa, que, cuando cree hacerlo, lo “hace siempre de manera indirecta, interiorizando, transitoria y revocablemente, la mirada de los otros, percibida a través del lenguaje”. Pues eso. No os he dicho nada, ¿eh?
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