jueves, 5 de abril de 2018

Siluetas

Cueva de El Castillo (Puente Viesgo)

Por J. Teresa Padilla


Pintar manos es, por lo que parece, un auténtico clásico de la especie humana. Nos lo muestran los paleontólogos y no los recuerdan los juegos y travesuras de los niños, que al fin y al cabo son la memoria viva de la especie, algo así como cromañones resucitados.

Los niños pintan con sus dedos, su primer instrumento, todo aquello que les deslumbra y atemoriza. O lo que desean y aman. En papel o, para nuestro espanto, en las paredes. Al principio, sobre todo, lo que a los adultos nos parecen garabatos al azar. Nos equivocamos como siempre, claro, porque en ellos sus ojos creadores reconocen luces, pasiones, sombras y silencios. Gritos o musicales susurros. Lo suave y lo áspero. La dulzura y el amargor. Resulta injusto poner límites a esta primera forma de representación de la realidad, previa a la palabra, tan sensorial, tan física ella misma, tan primitiva y auténtica. Inmediata. Una recreación de su mundo llamada, como la del pintor neolítico, a trascender y sobrevivir incluso a lo recreado. Es algo así como la versión eterna de una realidad fugaz y perecedera. Paradójicamente mucho más verdadera que el original, aunque sólo sea por esta posibilidad real de subsistir a la desaparición de lo representado. Da igual quién o qué creara el mundo y los seres que habitan la tierra, el agua o los cielos: dejó una naturaleza viva, sí, pero perecedera. Puede que no escape tampoco a esta condición la recreación del cromañón, el niño o el artista adulto. Es muy posible, casi irremediable, que, al final, su obra sucumba también, pero muy probablemente lo hará tras haber mostrado una mayor vivacidad que la de la creación original. Y eso, a poco que se piense en ello, es mágico.

Sin embargo, hay que madurar, ser racionales, autónomos, y renunciar a la magia, a los mitos creacionistas, a los relatos de misteriosa y sagrada autoría. Todo indica que nos pasamos de frenada y, lejos de esa razón anhelada, toda ella luz, saber, libertad y hasta bondad, simplemente pasamos a adorar a otro ídolo: los datos, cifras, ciencias con resultados empírica y técnicamente verificables. Para sus “adoradores”, este mal llamado por mí “ídolo” es justo lo contrario a las deidades propias del animismo primitivo o de cualquier otra fe. Ni se crea ni se cree (dos verbos íntimamente emparentados) porque con él se trata sólo de objetos, hechos constatados y analizados. Con instrumentos y métodos de nuestra creación (humana, subjetiva, potencialmente tergiversadora), que sin embargo se declaran (sin rastro de la justificación de la que presumen) inocuos. Sí, lo reconocen, sus resultados tiene un origen humano, no son manzanas caídas de un árbol, pero han sabido hacerlo irrelevante, desaparecer, como científicos, en su obra.

Todo resulta así muy razonable (me niego a reducir a esto lo racional), ordenado y discreto. Circunspecto. Nada que ver con niños y mujeres primitivas que invocan los espíritus de animales, plantas, estrellas y soles, lo invisible que da vida y sentido a lo que los rodea. El mundo que nos venden cada vez se parece más a un internado inglés y lo que podemos decir de él a los buenos modales, ésos que servían a los victorianos para llegar lejos en la vida y hasta fundar, como su reina, un imperio. Ésta es su cara A. Como no hay inglés siquiera a la altura de semejante ideal, existe una cara B bastante más oscura. La de la histeria irracional, desordenada y vocinglera. Como corresponde al único engendro bifronte que en el fondo es, estas dos caras no pueden sino ignorarse mutuamente.

Europa ha vivido históricamente plagas que nada tienen que envidiar a las bíblicas; desastres naturales, como el terremoto de Lisboa, que hicieron tambalearse los cimientos del racionalismo ilustrado; hambrunas ancestrales y otras que no han cumplido ni un siglo; guerras largas y brutales, mundiales y civiles, la última no hace ni veinte años; proyectos de aniquilación de grupos humanos enteros, por supuesta pureza racial, como las fábricas de muerte nazis, o nacional, como el genocidio armenio, o ideológica, como los gulags. A pesar de todo esto, y mientras a nuestro alrededor mueren engullidos por el mar o la indiferencia miles de personas cada año intentando alcanzar nuestra, al parecer de algunos, ilusoria prosperidad, seguridad y protección, resulta que no, que nosotros, los aparentemente privilegiados, libres a día de hoy de plagas, epidemias, grandes cataclismos y guerras, vivimos de hecho una de esas distopías, clásicas en la literatura, en las que estamos sometidos a un gran hermano que todo lo ve y sabe de nosotros, al poder que esta información da a los siniestros consorcios que la gestionan. Manipulados de esta manera sibilina, aún los hay, sin embargo, capaces de ver la luz por todos los demás, necios y ciegos, y darse cuenta de tamaña farsa para proclamar, por un lado, que carecemos como sociedad de verdadera libertad, a la vez que reclaman como individuos, o grupos señalados de tales, la libertad sin límites ni censuras que acaban de negar a todos los demás.

Alguien más inteligente o menos perezosa que yo se enfrentaría a esta contradicción para desentrañarla y desarmarla. Es un trabajo solitario y para mí, ahora, un tanto inútil si se carece de interlocutor, justo lo característico de esta Weltsanschauung despersonalizada. Nadie concreto, en primera persona, defiende esa postura. Todo se reduce a algo que “se sabe”, “se dice”, y al final se repite, como un eco, de forma individual, que no personal. De ahí la insensibilidad ante las incoherencias de su emisor final y lo frustrante del esfuerzo por mostrárselas.

Por esto, es ahora cuando doy un volantazo y giro para intentar recobrar el sentido de este texto, que no espero encontrar en estos ridículos temas candentes que arden por un momento con el único resultado de generar un humo en el que confundirse, banalizándolos, con los verdaderamente serios y graves. Ni tampoco en la cara A de este mundo, la que tan fácil nos hace las cosas, promete salvarnos un día de cualquier enfermedad o desvelarnos los misterios del universo. La utopía cientificista y la distopía tecnológica son las dos caras de lo mismo: de ese mundo sin autor (e inhabitable para esos supersticiosos que llamamos creadores) que sólo pueden poblar individuos, esos seres sólo numéricamente discernibles entre sí destinados a engrosar estadísticas y hacer posibles complejos estudios de mercado.

Altamira
Con este fin vuelvo al pintor primitivo, el que se sirve de sus dedos para, reproduciendo su mundo, crear otro nuevo, más bello, mejor. Pero hace algo más. Algo de lo que los meros individuos no son capaces. Algo que los constituye en sujetos, en creadores, en seres que vuelven sobre sí mismos, reflexionan de la misma forma plástica y expresiva, nada intelectual, con la que han trazado sus figuras en la roca, para dejar constancia de sí mismos, para firmar. Es entonces cuando sumergen en los tintes sus manos y dejan sus huellas cromáticas en lo más profundo de las cuevas, casas y templos a la vez. O, ya en el colmo de la genialidad, espurreando la pintura o soplándola, usando como molde sus manos, para dar expresión a su ausencia, hacer visible su invisibilidad, invocar a su propio espíritu.

Eso es lo que somos, desde el principio de la especie a la que pertenecemos y de nuestra vida, ese vacío delineado por chorros de pintura. Llámesele espíritu, persona, sujeto, alma. Ni siquiera puedo hacer (como pretendía cuando tenía la idea de este texto sólo en la cabeza) la analogía entre estas manchas y todos esos datos tan nuestros que supuestamente están al alcance del leviatán digital y amenazan en realidad sólo a quien crea que su ser se reduce a ellos. Para decir quiénes somos, para perfilar nuestra silueta, no tienen ni siquiera el valor de la saliva del cromañón, o del niño, que sopló sobre parte de sí mismo y se dio así, como en el mito se narra, vida. Otra nueva, quizás eterna.

No sé si me he liado y he escrito un galimatías incomprensible. Quería contar otra cosa y al escribirla he descubierto que estaba equivocada, que no era eso lo que veía en esas manos que me han dado pie, después de un tiempo de sequía, a volver a escribir. En realidad, sólo quería tener un texto que justificara esa foto y una canción. A lo mejor sobraba todo los demás.


En mi vida secreta,
en mi vida secreta,
en mi vida secreta.

Te vi esta mañana.
¡Te movías tan rápido!
Parece que no puedo dominar
el pasado.
¡Y te echo tanto de menos!
No hay nadie a la vista,
y seguimos haciendo el amor
en mi vida secreta,
en mi vida secreta.

Sonrío cuando me enfado.
Engaño y miento.
Hago lo que tengo que hacer
para arreglármelas.
Pero sé lo que está mal,
y lo que está bien,
y moriría por la verdad
en mi vida secreta,
en mi vida secreta. 

Resiste, resiste, hermano mío.
Hermana mía, agárrate fuerte.
Al final recibí mis órdenes:
marcharé toda la mañana,
marcharé toda la noche,
cruzando las fronteras
de mi vida secreta.

Ojeé el periódico.
Te dan ganas de llorar.
A nadie le importa si la gente
vive o muere.
Y el proveedor quiere que pienses
que es o negro o blanco.
Gracias a Dios que no es así de sencillo
en mi vida secreta.

Me muerdo el labio,
y compro lo que me dicen:
desde el último éxito
a la sabiduría de toda la vida.
Pero siempre estoy solo,
y mi corazón es como el hielo,
y está agarrotado y frío,
en mi vida secreta,
en mi vida secreta,
en mi vida secreta...

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