Levantar la mano sobre uno mismo. Discurso sobre la muerte voluntaria. Jean Améry.
Pre-Textos: Valencia, 2005. 156 pp. 13 euros.
“Pienso, luego existo: se puede dudar del sentido de esta frase. Así lo ha hecho ni más ni menos que Wittgenstein. Muero, luego ya no existiré más: es un hecho incontrovertible, es la base que sustenta nuestra verdad subjetiva que se convierte en objetiva en el mismo momento en que nos quebramos al chocar contra el suelo”.
Por J. Teresa Padilla
Ya he comentado varias veces el aturdimiento que me provocan las cifras, estadísticas y gráficos. Seguro que hay quien piensa que se debe a mi estupidez o a una mala formación, que no se trata sino de hechos, hechos objetivos contra los que no cabe recurso. Ahí están. Lee, escucha y calla. U ofrece otros. Ni se te ocurra sugerir que la realidad en bruto no nos es accesible, que tanto número y diagrama no deja de ser la respuesta a una pregunta, y que más importante que la primera es el camino que ha llevado a la formulación de la segunda y anticipa el único tipo de respuesta que se va a considerar aceptable. Es el viaje y no el destino el que determina el valor de este proceso al que también se denomina coloquialmente “aventura del saber”. Es lo malo de los clichés: por acertados que sean, se dicen o escriben sin pensar, sin conciencia de lo que realmente significan. Y lo que con éste se dice es que, como la vida, el conocimiento en tanto que acción de conocer es un trayecto, y la verdad (el conocimiento, como efecto o resultado de la acción) su objetivo, su finalidad, pero también, como la muerte lo es de la vida, su fin, la que lo detiene y aniquila. Es una paradoja, y hasta quizá un absurdo, con los que sólo se enfrentan algunos temerarios. Desde la literatura, intentando burlar a la verdad con la ficción para, en el movimiento oscilante entre la realidad y la fabulación, la vigilia y el sueño, conseguir mostrarla, aunque sólo sea parcial y fugazmente, evitando a la vez su abrazo mortal. Pienso en Danilo Kiš, porque es a quien ando leyendo estos días, pero son más. Muchos. Los mejores. Unamuno, por ejemplo, aunque él pertenece también al otro frente en esta batalla: el de los ensayistas o pensadores sin escuela ni sistema ni discípulos; los que se permiten el lujo de pensar nada más y nada menos que en primera persona del singular. También se les conoce en los ambientes académicos como intelectuales de segunda fila, ensayistas-literatos o cualquier otro título ninguneante. ¡Ay, esos círculos dispensadores de prestigio o condescendencia, según la dirección en que se gire el grifo! ¡Vaya buenos ratos que nos estáis haciendo pasar últimamente a todos los que os guardamos algún resentimiento!
Jean Améry es uno de esos outsiders filosóficos que reflexionó con algunos medios tomados, en su mayor parte, del existencialismo sartriano, que es lo que más y mejor conocía, pero sólo sobre lo que le interesaba muy personalmente. Y es que hay asuntos que sólo así, entrañándolos como diría Unamuno, pueden salir a la luz. Paradojas.
Célebre, escalofriante, lúcido y refractario a cualquier apelación a la lástima y, por ello, sincero hasta lo implacable es su ensayo descriptivo (fenomenológico) sobre la experiencia de una víctima de la violencia, en su caso del nazismo, aunque, como todo lo verdaderamente singular, es universalizable. La experiencia del superviviente de la violencia, claro, porque el que no lo consigue, que es precisamente (más paradojas) la víctima consumada, más auténtica y verdadera, no puede por razones obvias compartir la que sólo ella ha vivido hasta su límite último: la muerte por la violencia de otro. Más allá de la culpa y la expiación se llama el ensayo, disponible en castellano, y en cuyo prólogo a la reedición de 1976 (la primera fue diez años antes) se puede leer lo que sigue, algo que comprende y supera con mucho lo que he intentado expresar antes sobre la paradoja del saber:
“Iluminación no equivale a clarificación absoluta. No todo me resultaba claro cuando redacté este opúsculo, tampoco hoy me lo parece y espero que jamás me lo parezca. Despejar toda sombra de duda implicaría también liquidar, archivar los hechos para poder incluirlos en las actas de la historia. Precisamente para que esto no ocurra he escrito mi libro. (…) Lo que ha sucedido, ha sucedido. Pero el hecho de que haya sucedido no es fácil de aceptar. Yo me rebelo: contra mi pasado, contra la historia, contra un presente que congela históricamente lo incomprensible y con ello lo falsea del modo más vergonzoso”.
Escribía Philip Roth en La mancha humana que “nada dura, y sin embargo nada pasa tampoco. Y nada pasa precisamente porque nada dura” y es que la historia es sólo pasado. Tiempo muerto y fosilizado, objetivado, que ni dura ni pasa porque ya pasó (cuando aún era tiempo, cuando aún era, sin más, y pasaba). Améry cita el “todo pasa y al final es como si nada hubiese sucedido” de Karl Kraus, como otra forma de decir lo mismo: que la historia mata y miente y que “Hegel es quizás menos grande de lo que se pretende hacernos creer hoy en día con una insistencia casi terrorista”. Quizá me he ido un poco del tema, pero nunca sobra recordar el antihegelianismo de mis héroes literarios.
Os recomiendo este ensayo incluso por encima del que hoy os presento. Presento y no reseño, pues he decidido que mis hasta ahora mal denominadas reseñas son más bien esto: presentaciones, me gustaría imaginarlas, de un amigo a otro.
Al igual que ocurría en Más allá de la culpa y la expiación, también la reflexión de Levantar la mano contra uno mismo tiene un límite infranqueable en la consumación del acto. Por ello no puede hablar por el suicida, sólo, como en su otro ensayo, aproximarse todo lo posible a la que puede ser esta experiencia y, haciendo uso de la empatía y la introspección, intentar aclarar su naturaleza. Lo más próximo al suicida, que ya ha dado el salto y realizado “lo indescriptible”, es la condición “absurda y paradójica” del que está a punto de darlo (el suicidaire), el que tiene un pie en el ser (la vida) y otro en el no-ser (la muerte), el que se dispone a saltar hacia nada (o saltar a la nada; o sea, pasar del “ser” al “no ser”, como si éste pudiera ser algo o la expresión misma tener realmente sentido).
Lo indescriptible y sólo paradójica y metafóricamente accesible. Los límites del lenguaje, que deberían ser, como decía Wittgenstein (citado en este ensayo crítica y laudatoriamente por sus propias y benditas contradicciones), los límites de mi mundo. Lo son y no lo son, porque el mundo es mucho más que esa realidad establecida intersubjetivamente de la que se puede hablar con claridad analítica, de la misma manera que el yo, en absoluto independiente de todas estas circunstancias, que diría Ortega, es irreductible a la colectividad, a la biología o, en general, a la vida y su lógica. Y para mostrarlo, qué mejor ejemplo que esa posibilidad exclusivamente humana de poner fin a la propia existencia. Si Améry tiene un valor filosófico es, para mí, éste: que no elude el matiz ni la contradicción, todo lo contrario, los busca y exacerba aunque el precio a pagar sea la renuncia a una respuesta unívoca. El discurso, al límite siempre de lo que se puede expresar, queda lejos del claro y distinto de la filosofía analítica. No es sino “un discurso desvalido, atacable y que cualquier bobo puede ridiculizar fácilmente. (…) Un discurso circular, repetitivo, que se esfuerza siempre por la precisión, pero sin alcanzarla nunca”.
El objetivo del ensayo es arrojar luz sobre la naturaleza del suicidio o la muerte voluntaria, sobre lo que supone y dice del ser capaz siquiera de planteársela y de su forma de existir o vivir, de ser-en-el-mundo. Pero también encierra una reivindicación de su dignidad frente a las “portadoras institucionalizadas del orden público”, la sociología, la psicología y la psiquiatría, las cuales toman en nuestros tiempos el relevo de la religión y convierten lo que fue el mayor de los pecados en una enfermedad, “sabiendo bien, y estando de acuerdo en ello, que la enfermedad es una vergüenza”. La enfermedad es una vergüenza y la muerte, en general pero especialmente la voluntaria, algo “sucio” que los ritos funerarios están encargados de limpiar. Hay cierta hipérbole, sin duda, en esta visión del duelo, destinada quizá a equilibrar la balanza de la, no tan evidente, mentira social y mostrarla así en toda su crudeza.
Esta reivindicación, y el autor nos lo advierte desde el principio del ensayo, podría malinterpretarse como una apología, pero es importante subrayar que no lo es. Como mucho es una rebelión. Esta vez contra la opresión de las mayorías, la lógica de la vida y esas supuestas ciencias del hombre para las que éste es un objeto y, por ello, se les escapa lo esencial: su subjetividad, yoidad o ipseidad (llamésmola como creamos más oportuno, ni Améry ni ningún otro outsider se va a entretener un instante en las precisiones terminológicas). Una rebelión contra los que se arrogan la autoridad para juzgar y absolver o condenar. No sólo porque el análisis del fenómeno mismo mostrará que, lejos de la “locura” o la enajenación, el hombre experimenta, en esa situación de inminente pérdida de sí, la evidencia de pertenecerse a sí mismo (en una liberación paradójica, como no podía ser de otra manera, de la “mentira” de la vida). No se trata sólo, por tanto, de una cuestión teórica o disciplinal, es que, además, ese juicio y su sentencia constituye una violación, bendecida científica y socialmente, de los derechos de una minoría:
“El depresivo o el melancólico para quien «el pasado es infame, el presente doloroso, el futuro inexistente», tal como describe su estado el profesional, es un enfermo tan poco enfermo como el homosexual. Simplemente es diferente. La ciencia opina que ha perdido todo sentido de la proporción (…) Es la sociedad quien mide las «proporciones». Pero cada uno tiene a mano su propia vara de medir. Mi criterio tiene que ser considerado finalmente como válido, siempre y cuando no ponga en duda el conjunto de todas las experiencias. Estoy facultado para decir: el incidente que os parece nimio quizás lo sea para vosotros, no lo niego, pero para mí representa un acontecimiento vital decisivo, tanto como para que por su causa me dé la muerte. (…) No estoy dispuesto a someterme a un veredicto social sobre mi existencia y mis acciones. Determinado, el veredicto, esencialmente por la funcionalidad. El melancólico que realiza su trabajo profesional con desgana y por ello de manera insatisfactoria, hasta que finalmente ya no lo realiza en absoluto y se limita a estar encogido en la cama y dejar que las cosas le sobrevengan, ya no es utilizable por la sociedad, no funciona. La sociedad ha de ocuparse por tanto de que se le «cure», ya sea mediante parloteo psicoterapéutico, mediante electrochoques, o mediante quimioterapia, y si todo esto no ayuda, encerrándolo de vez en cuando. (…) No vacilo en decir que aquí la justicia social no sólo comete un error, cosa que aún sería perdonable, sino un delito del cual no puede por menos que ser vagamente consciente. El parloteo, los choques y los preparados sirven en este caso para convertir a alguien que era de por sí diferente en otro que es aún-más-diferente. Un “yo” impuesto a un ser humano (…), producto cuestionable de una intervención externa que le enajena de sus propios intereses”.
Dignidad, naturalidad y hasta una lógica propias. En este análisis no importan las causas, razones o motivos, conceptos con los que la opinión común y la psiquiatría intentan devolver a la normalidad establecida el acto de morir por la propia mano. Es una reflexión descriptiva y no causal que busca el común denominador de la experiencia suicida, lo que comparten los grandes poetas, el analfabeto que sufre un desengaño amoroso, el empresario arruinado o el adolescente suspendido, el enfermo y el sano, los que tienen “buenos” motivos, comprensibles y razonables para la mayoría (acepte o no la decisión misma) y los que, por el contrario, parecen haber perdido sencillamente la cabeza por minucias. No hay, y la conclusión tendría serias implicaciones en los debates sobre la eutanasia (que más que buena muerte, como ya planteé en otra ocasión, puede terminar convertida en una muerte socialmente respetable), suicidios justificados y no justificados, ni muertes, en general, más dignas que otras. La sociedad y la medicina juzgan: para ello tienen una ley, la de la vida. Lo que hace el suicida, en esa terrorífica situación común a todos, la previa al salto, al acto mismo, es negar esa ley: La vida NO es el bien supremo. Es una contradicción, pues no hay otra cosa que la vida. Como es una contradicción librar a un enfermo del sufrimiento procurándole la muerte cuando sólo los vivos pueden ser liberados del dolor. Como vivir para al final morir igualmente puede ser todavía más contradictorio y absurdo. Algunos (muchos más de los que creemos) dicen No a lo que la mayoría dice SÍ, pero tanto la negación como la afirmación resultan igualmente absurdas y paradójicas.
Y mientras Améry intenta pensar descriptivamente, o sea, revivir esa experiencia del que está decidido a morir por su mano, y la recorre de mil formas preguntándose si y en qué sentido es voluntaria o liberadora, o si responde, como la vida, a una ley propia y opuesta a la de ella, aprendemos mucho sobre temas filosóficos capitales. Sobre nuestro cuerpo, “lo propio más extraño”, que no poseemos, sino somos, aunque no del todo. O sobre el otro, a la vez amenaza y referente irrenunciable, pues estamos desesperadamente solos ante la muerte (cualquier clase de muerte), pero hasta en esa soledad miramos en su dirección buscándole. El otro que me juzga, condena y destruye, pero a la vez “es el pecho de la madre y la mano auxiliadora de la enfermera. Más que eso: es el Tú sin el cual yo nunca llegaría a ser un Yo. Lo que hacemos, lo que dejamos de hacer, está siempre referido al Otro, en odio, en pasión, en amistad, incluso en indiferencia. Salimos adelante sin Dios. No lo conseguimos sin el Otro, podemos llamarle sociedad, no es más que una cuestión de terminología convencional. Porque el Otro es nuestro destino, tan bueno o tan malo como nuestro Yo, nos acompaña hasta el final, como el Yo”.
El cuerpo, el otro y el tiempo, la cuestión crucial de cualquier reflexión filosófica que se nutra de la fenomenología y el existencialismo como es ésta. El tiempo sólo ante la inminencia de la muerte se vive auténticamente, es decir, como tiempo originario, vacío de las cosas y hechos que lo llenan y pasan, sí, pero pueden volver a repetirse, como objetos muertos que son, y ocultan su inexorabilidad. El tiempo que se revela, no como esa forma kantiana de la sensibilidad externa, sino como lo que es, “forma en un sentido profundísimo”, la de la conciencia de nosotros mismos, la del yo. Comprimido en un presente absoluto, a punto de ser arrancado de sí mismo y desvanecerse en el no-tiempo, el no ser y la nada de la muerte. Así vive, como en una revelación, el tiempo (un tiempo que siempre ha vivido sin poder percibirlo al constituir su ser mismo) el que está a punto de morir, de dejar de ser: de ser él, de ser tiempo.
Las contradicciones y paradojas no se resuelven. No acudáis a este ensayo en búsqueda de un final luminoso y feliz. No pinta bien para nadie, todos “somos dignos de compasión, todos somos conscientes de ello. Lloremos en silencio, con la cabeza gacha y con circunspección a quien nos ha dejado en la libertad”.
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