Foto: Michael Gaida |
Por J. Teresa Padilla
Sé que, a pesar del título del blog, éste no es un diario en condiciones. No sólo porque no saquemos algo cada día, que es lo de menos, sino porque ni siquiera solemos centrarnos en las nimiedades cotidianas, en las que sí creo firmemente que se oculta, si es que existe, el sentido de la vida. Bueno, aquí entono un sincero mea culpa, porque soy yo la que se pone abstracta o se refugia en lecturas. Mis compañeras son más coherentes. En fin, que esta semana no me ha dejado otra opción que ésta: la de escribir una hoja en un diario.
El sábado pasado mi madre perdió la dentadura postiza. También le faltaba el cristal derecho de sus gafas, un cristal que tiene la molesta costumbre de caerse regularmente. Infatigables, se lo volvemos a poner, mis hermanos (que son más mañosos que yo) o la óptica que tengo frente a mi casa. Es una batalla bastante absurda, pues mi madre tiende a llevar las gafas en la punta de la nariz y a mirar el mundo por encima de ellas. Se las subo y le pregunto si ve mejor con o sin las mismas (de hecho, tuvo un ictus que le afectó la zona del cerebro que se encarga de procesar la información visual, así que, bien bien, de ninguna de las maneras). Me contesta que con ellas, para dejárselas caer a continuación y mirarme por encima. Sospecho que me dice lo que supone que debe decirme. Que lo dice por agradarme, por no quejarse de no ver ni con ellas ni sin ellas, y, sobre todo, no entender lo que ve. Ni nada, en general. Ella tiene Alzheimer. Yo no tengo explicación, pero no entiendo mucho más.
Todo esto descubrí cuando fui a verla, como hago siempre, el sábado a la salida de su merienda (está en una residencia). Aunque no todo a la vez. Primero eché en falta la dentadura de arriba, luego la de abajo (en la que conserva los dientes delanteros y no es tan evidente la ausencia del resto) y, por último y al cabo de un rato, el cristal. Si mi madre siguiera siendo la que ha sido siempre, hubiera estado hecha un basilisco y me hubiera llevado a mí a un estado similar o peor aún, porque soy de esas personas que no podemos evitar empeorar las crisis emocionales: si se grita, lo hacemos más fuerte; si se tercia entrar en pánico, ahí estamos para liderar la histeria colectiva.
Por desgracia mi madre no es la que fue, aunque por si acaso vuelve ocasionalmente a su ser natural, me dopo antes de visitarla para mantener, en lo posible, la calma. En realidad, también por si no vuelve, para disimular o frenar la desesperación de verla así, medio aquí medio no sé dónde. No hubo tragedia. Me limité a buscar en su habitación, a informar a auxiliares, recepcionistas y enfermeras de la desaparición (el cristal lo localizamos enseguida) y, cuando acabé, me senté con ella para ofrecerle las chucherías que le había llevado. Según ella, la dentadura no hacía más que molestarla, los purés tenían mejor pinta que los filetes y veía tan bien o mejor con las gafas monoculares, eso sí, en la punta de la nariz. A veces está bien que las cosas lleguen a puntos como éste, en el que todo importe ya más bien poco.
Como siempre, salí llorando como una Magdalena porque la química que me tomo no me contiene más de las tres horas que paso con mi madre ni puede, en realidad, con mi vena dramática sin mi estrecha colaboración y, una vez que la puerta se cierra detrás de mí, dejo de esforzarme lo más mínimo. Llamé a mis hermanos para ponerlos al tanto y prevenirles de improbables jamacucos (improbables porque esta tendencia la heredé entera yo) y, al cabo de unos días, el más pequeño, que fue a verla, me llamó para informarme de que la dentadura había aparecido en una maceta, pero las gafas, que no el cristal, se habían esfumado. Mientras no se pierda mi madre, pensé.
Esto pasó entre el sábado y el martes. Ese día se me marchó la niña a un campeonato nacional de baloncesto en Torremolinos en el que, sin duda, su equipo va a hacer un papel estelar (en la acepción de los cómics), porque creo que ha ganado dos partidos en toda la temporada regional. Eso sí, con bragas impecables, que en mi familia es tradición viajar siempre con ropa interior por estrenar, que nunca se sabe. Lo peor de este campeonato es que hay un grupo de whatsapp de padres (y entrenador) que se ven en la obligación de informar en tiempo de real de todo lo que sucede: prepartido, partido, postpartido, desayunos, etc., etc. Lo silenciaría, porque no hay quien se concentre con ese runrún (a cada información sucede una cadena interminable de “gracias”, “ánimo” y emoticonos varios), pero, no sé, bastaría que lo hiciera para que saquen en hombros a mi hija o se rompa algo o yo qué sé, e ignorarlo era lo que me faltaba para ser declarada peor madre del campeonato.
Luego vi a un médico y a otro más que me confirmaron que, por lo que a ellos concernía, estaba estupenda, y que si se me ocurría estirar la pata este verano sería bajo mi entera responsabilidad. Cumplí con Hacienda (o más bien le he recordado que me debe pasta) aunque, como el año pasado, me invadió la nostalgia por el programa Padre, ése con el que hacía las declaraciones de toda la familia y contemplé incluso la posibilidad de negocio (sin aceptar clientes autónomos, por supuesto, que hay follones que no se pagan con dinero). Y ya está. He aquí la razón de que esta semana saque esto y a estas horas. Excusas. Pero quizá todo pasara para que pudiera oír, mientras escribo, a un niño pequeño, a través del patio de vecinos al que da la ventana abierta de mi “despacho-despensa”, llorar desconsoladamente y gritar, entre hipos, que nadie le cree, primero, y luego, que nadie le quiere. Lo repite muchas veces y hasta pasa a enumerar a todos los que no le quieren: padres, hermanos, abuelos. Ahora le oigo, risueño, bromear con su padre. Si es que no tenemos término medio.
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