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Por J. Teresa Padilla
No se lo he preguntado nunca, pero mi móvil, a lo largo de la mañana, tiene a bien notificarme dónde estoy, qué temperatura hace y cómo está el cielo. En lo sucesivo me fijaré más, porque no sé si lo hace varias veces al día o todos los días a la misma hora. Cuando esto escribo, o sea, hoy, me ha facilitado la información a las 13 horas 30 minutos. Un inciso: lo de este “hoy”, escrito para ser leído cuando ya no sea, este “hoy” sólo por hoy, tan preciso en este momento como erróneo en cuestión de pocas horas, me fascina hasta el punto de tentarme a cambiar de tema y seguirle a ver a dónde me lleva. Pero, ¡eh! (halt!, me doy a mí misma el alto como la más temible guardiana prusiana del orden), ¡a centrarse!: Deja ese camino para otro momento.
¿Por dónde iba? Ah, sí, que el teléfono, tan inteligente él, me ha facilitado hoy el parte meteorológico a la una y media de la tarde. Una información no sólo no solicitada, y en este inocente sentido impertinente, sino innecesaria, es decir, ofrecida a una hora absurda en la que ya deberíamos habernos hecho una idea del frío o calor que hace e incluso, sin levantar siquiera la cabeza hacia el cielo, ser capaces de adivinar por la luz que deja pasar hasta nosotros su estado.
“Trece grados y mayormente nublado”, me informa hoy. Me parecen pocos los grados, pero no pienso discutirlos: en esta ideología de la posverdad y la “liquidez” que al parecer nos domina, los números son los únicos puntos de apoyo. Hay que elegir las batallas, y ésta, pese a que me seduce cual canto de sirena, es absolutamente inútil: imposible arrancar de las manos de un devoto matemático el objeto de su culto, su fetiche. Y, además, para qué. ¿Para sacarlos de un error? Si son felices en él y no hacen daño a nadie (algo que escribo con los ojos cerrados porque, a poco que lo piense, me va a resultar más que dudoso), ¿qué me importa a mí en qué creen o dejan de creer? Debería decir que nada, aunque no es verdad. Me importa, aunque está mal visto, es estúpido y te arriesga a la soledad más absoluta. Hay que aceptar, al parecer, a los otros como son, sin intentar aguijonearles para que salgan de su burbuja. Sin esperar de ellos que me obliguen a salir de la mía. Debemos actuar como puercoespines, procurando no herir ni ser heridos por los demás: seres tan bien diseñados para defenderse de las agresiones externas que no pueden, al parecer, acercarse demasiado, intimar en exceso, sin provocar o provocarse dolor. Éste es el precio a pagar por no estar solo. O no del todo.
Somos mónadas sin ventanas, que decía Leibniz, mismidades solitarias (solus ipse). Pero ahora, superada “históricamente” su forma de pensamiento metafísico y la teoría del conocimiento que se seguía de ella, su solipsismo ontológico y epistemológico se ha convertido en otro más cotidiano, vital, casi de supervivencia. No me atrevo a decir ético: no sé qué ha sido de la ética ni a qué ha quedado reducida hoy. Ando muy desactualizada, lo reconozco. Pero que conste el reconocimiento para los dos leviatanes filosóficos a los que debemos en gran medida esta volátil y líquida realidad: Hegel y Heidegger. De uno de ellos, a saber cuál, pues lo abrevió en una simple hache y sus palabras se ajustan como un guante a cualquiera de los dos, escribió Kertész: “Magno vidente, filósofo y bufón de todos los Führers, cancilleres y demás usurpadores de títulos”. Nada que añadir, por mi parte, salvo confesar, de nuevo, mi rendida admiración por el escritor húngaro.
La nuestra es una época extraña en la que, por un lado, prolifera el exhibicionismo en las redes sociales y, por otro, la soledad se ha convertido en una plaga. Una sociedad en la que sólo las personas de más edad parecemos todavía capaces de entablar conversaciones banales con desconocidos. Si salimos a la calle, claro.
Acabo de declararme una persona “de edad” y me asalta el recuerdo de mi única tía paterna, ya fallecida, mientras siento haber traicionado su “legado”, ser indigna de sus genes. Aquella mujer, alta como una modelo y rubia como una actriz de cine negro clásico, era unos años mayor que mi padre (así lo atestiguaban las escasas fotos de su infancia que conservábamos), pero su D.N.I. decía que había nacido exactamente diez años después. Ni en la intimidad fuimos capaces de que nos confesara su auténtica edad, que mi padre guardó en secreto hasta que ella murió. La verdad es que la falta de precisión en cuanto a fechas sí la he heredado, junto con la altura (no así el color de pelo). Será porque también se sufre en la rama materna, en la que mi abuela estaba segura de haber nacido un 29 de febrero (y orgullosa de cumplir años cada cuatro), pero su D.N.I. decía que no, que el año de su nacimiento no era bisiesto. No sé qué decía respecto al día porque a quién le importa el día si no está de acuerdo siquiera con el año, ese dato desvergonzado que osa contradecir quién eres (pues eso son las certezas de la memoria, los ladrillos de los que una está hecha). En este punto, y para no dar pie a la sospecha de la existencia de algún tipo de demencia familiar, por lo menos en cuanto a este tema de las fechas, he de decir que la falta de confianza de mi abuela en lo que dijeran los papeles y las trampas de mi tía, una mujer, por lo demás, de escrupuloso orden, tenían un mismo origen: la negligencia de las autoridades. Y aquí es donde descubro a dónde quería ir yo a parar cuando empecé este texto inspirado en el mensaje automático de un móvil. Porque sí, a veces escribo de esta forma, sin tener muy claro sobre qué y dejándome llevar.
Aquí está la clave: en el absurdo burocrático y en su ineptitud. En lo que respecta a mis antepasadas, hay que aclarar que todos los habitantes de aquel pueblo minero andaluz tuvieron que reconstruir sus fechas de nacimiento, en su mayoría a través de las partidas de bautismo (y es que la Iglesia, con todas sus cosas, en cuestión de genealogías y archivos no tiene competencia), porque el Registro Civil, que estaba en otra población cercana más grande, no sólo no era de fiar (mi abuelo Manuel, por ejemplo, dejaba tanto tiempo la gestión de inscribir en él a sus hijos que en alguna ocasión el viaje le sirvió para dos y a saber las fechas que daba entonces con tanta prole y su carácter descuidado), sino que además sufrió un incendio, circunstancia ésta que me imagino fue aprovechada por mi tía para conseguir aquel imaginativo D.N.I. que mi padre conservó, supongo, como prueba del ingenio y la rebeldía de nuestro apellido. Me enorgullezco de estas dos mujeres que, como Coleman Silk en La mancha humana, se hicieron a sí mismas y sostuvieron hasta el final de sus días lo que ellas querían y creían ser (que, al fin y al cabo, puede que sea lo mismo) contra viento y papeles: quince años más joven y nacida en año bisiesto, con un par.
Después de una semana y pico peleándome con informes y más informes, Reales Decretos y otros “fundamentos de derecho” para reclamar por resoluciones oficiales sobre mi persona en las que no me reconozco y, en realidad, principalmente por este motivo (porque no me reconozco), he caído en la cuenta de que nos sentimos solos, todavía más de lo habitual, ante esta monstruosa mole (creada, y constituida en parte, por hombres) de leyes y organismos. Un gigante concebido, paradójicamente, para lo contrario, para estructurar la convivencia en una sociedad, ordenarla, dirimir disputas, hacerla más eficaz (solidaria). Es como esa Historia que concibió con precisión el primer H. (Hegel) y cuyo nihilismo desveló y acató el segundo (Heidegger), ésa contra la que me habéis leído despotricar (a mí y a mis autores de cabecera) múltiples veces en este blog. Al final es ella y una de sus concreciones (el Estado y sus apéndices) la que se arroga el derecho a decir quién eres, si tus recuerdos o tus deseos son o no reales, si sufres y en qué medida, si estás vivo, lo que viene a equivaler en ocasiones a pagar tus facturas puntualmente, como la pobre mujer de El Canbanyal, o no, cuando por fin se toman la molestia de desahuciarte y descubrirte muerto, como a Agustín. Vale que nos falte el coraje de vencer el pudor y el miedo a abrirnos a los demás. Vale que pidamos antes de hacerlo, aunque sea en parte, que nos enseñen la patita por debajo de la puerta. De esta soledad somos cada uno responsables. Pero que un aparato estúpido (como mi móvil, que me informará de que llueve cuando me esté mojando), una “cosa”, un sótano repleto de papeles y de robots de aspecto humano, pero rutinarios como sólo las máquinas pueden ser, se convierta en tu interlocutor con el resto de tus iguales, el referente intersubjetivo que avala o contradice tus creencias sobre ti mismo, es una completa aberración y un insulto. Cómo va a sentirse una cuando se enfrenta a este Moloch. Pues eso, sola y mayormente nublada.
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