jueves, 28 de junio de 2018

Correspondencia

Foto: Juantiagues


Por J. Teresa Padilla

Reviso la correspondencia. La que llega a mi casa y a la de mi madre, porque mi hermano pequeño, que es el que se pasa por allí casi todos los días, como ha hecho siempre, incluso cuando ya llevaba años viviendo fuera y mi madre seguía esperándole con la comida preparada, tiene un pánico, entre cómico y trágico, a la letra escrita en sobres con membretes de bancos, ayuntamientos y otros organismos no biológicos. Que yo sepa no tiene nada pendiente con la Justicia, si acaso alguna multa, pero se comporta como si fuera a ser detenido en cualquier momento por su incapacidad innata para interpretar correctamente el lenguaje burocrático de alguna misiva.

Cuando llegan por correo ordinario, y aunque raramente van dirigidas a él, es capaz de vencer su repulsión y las abre. Las ojea y me las pasa para que yo haga lo que crea conveniente con ellas. Curiosamente la factura de la luz sí la mira con algo más de detenimiento para decirme que le parece que se paga demasiado e investigue a ver si encuentro algo más barato, porque es de sobra conocido que las facturas de la luz y las diferentes tarifas a nuestra disposición en las distintas compañías no tienen secretos para mí. Harta estoy de decirle que no tengo ni idea y que a las eléctricas es mejor evitarlas como a un nublado, porque es imposible tener la instalación al día de unas normativas de seguridad que cambian a cada poco precisamente para quitarte de la cabeza lo de darte, aun por un breve lapso de tiempo, de baja, y luego te piden para el alta unos “boletines” que lo confirmen y tiene que hacerte un electricista colegiado (al que, como poco, has de pagar la visita de cortesía, eso si no tiene que cambiar toda la caja de fusibles), papeles que la compañía se toma luego con mucha calma aprobar. Mucha es mucha: no hablo de semanas, sino de meses. De hecho, la reforma de mi piso, célebre por haber sido una de las más largas y accidentadas de la historia de mi comunidad de vecinos, aparte de responsable de los años que he tardado en atreverme a mirar a la cara a algunos de ellos, duró prácticamente seis, y aunque, entre las primeras cosas que se hicieron, estuvo la instalación eléctrica y el dichoso boletín, la luz no se hizo oficialmente hasta casi el final de mi particular Escorial. En vano rogamos un alta provisional para poder enchufar las Black & Decker. La eléctrica se mostró inflexible. Cómo se consiguió sobrevivir (por los pelos, todo hay que decirlo) y realizar la dichosa reforma sin que la empresa distribuidora se dignara apresurarse para decidir si merecíamos o no la gracia de que hiciera aquello que la adjetiva y da sentido a su ser, es decir, distribuirnos la vital fuente de energía, es algo que, aunque supongo que habrá prescrito, no voy a contar acogiéndome al derecho a la no autoincriminación (art. 24.2 de la Constitución Española).

Entre ese correo ordinario dirigido a mi madre ha llegado el del banco, con todos los recibos que tiene domiciliados, incluidos el de la luz. Pero, como para endulzar su contenido, dedica la primera página a recordarte lo que piensa en ti y complacerse en informarte de que dispones, si lo deseas (y ellos no cambian de opinión, eventualidad recogida en la letra chica), de cinco mil cuatrocientos euros para, literalmente, “cumplir la ilusión o idea que tenga pendiente”. Me ha dado la risa tonta y, si puedo decir una cursilería al nivel de la publicidad humanista de las entidades financieras, me ha embargado también una enorme paz interior. Ni a mi madre ni a mí nos terminarían concediendo el crédito, que estamos las dos más tiesas que la mojama, pero lo grandioso del asunto es que no hay dinero que pueda ayudar a cumplir nuestras ilusiones e ideas pendientes. Ni un banco con todos sus fondos y buena voluntad (aj, aj..., perdón, que me he atragantado) lo conseguiría. Es para sentirse desesperada o libre. Me quedo con libre.

Hace un par de meses lo que llegó a casa de mi madre fue un certificado. Si el correo ordinario genera en mi hermano cierta tensión, los certificados, aunque tampoco suelen estar dirigidos a él sino a mi madre o a mí, como su representante oficiosa, directamente le queman las manos. Y eso que no era siquiera el certificado, sino la notificación del mismo. Me llamó en estado de pánico dispuesto a venir a buscarme a casa y llevarme a Correos a recoger el potencialmente letal sobre. Ya lo paso mal en el coche con él siempre como para encima aceptar que me lleve a ninguna parte en semejante estado. Le convencí para que se pasara al día siguiente, que mi casa le pilla de paso a la de mi madre y la oficina de Correos, para que le firmara la notificación y le diera la copia de mi DNI, asegurándole que con eso hasta el más agrio funcionario le entregaría sin problemas el certificado en cuestión. Después me lo podía leer por teléfono. Venciendo sus más íntimas e inconfesables fobias, el plan se realizó según lo previsto. Más o menos. A la hora de leerme el contenido (que versaba sobre mi madre y su valoración de dependencia), casi entre lágrimas, abrumado por los artículos, leyes y palabras extrañas que aparecían en el papel, se reconoció finalmente incapaz de seguir leyendo porque no entendía nada. Ni yo, porque no sé si habéis caído en lo difícil que resulta entender al que te lee sin comprender lo que dice. Le dije que se tranquilizara y me enviara fotos por whatsapp. Cuatro farragosas páginas dedicadas a comunicarme que habían archivado un recurso que presenté hace cinco años solicitando una reevaluación del grado de dependencia de mi madre, precisamente porque ya se le había concedido por otra vía distinta (meses después de reclamarlo) lo que en el recurso solicitaba. Casi cinco años después, cuando por fin le llegó el turno de ser atendido por la administración de justicia, descubrieron, pues, que ya no tenía sentido y debía ser archivado.

Hace un par de semanas presenté una reclamación similar, esta vez concerniente a mí misma. Está claro que si quiero enterarme de cómo acaba este "apasionante" asunto tendré que vivir al menos cinco años más. Somos unos desagradecidos. Qué sentido tendrían nuestras vidas sin la parsimonia y la hipocresía de juzgados y bancos: nos descubren nuestra libertad y la necesidad de permanecer con vida para conocer, por fin, su dictamen final.


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