El baño del caballo (1909). Joaquín Sorolla |
“Vamos a echar una cabezadita. Maldita sea; vale la pena venir a este mundo aunque sólo sea para quedarse dormido. Y ahora que pienso en ello, eso es lo primero que hacen los bebés, y eso también es algo extraño. Condenado de mí; todas las cosas son extrañas si uno se pone a pensar en ellas. Pero eso está en contra de mis principios. No pensar es mi undécimo mandamiento, y duerme cuanto puedas es el duodécimo. Ahí radica todo” (Herman Melville. Moby Dick, cap. 29).
Por J. Teresa Padilla
Somos multitud. Todos. No todos juntos, vaya obviedad, sino cada uno por sí mismo. Dicho sea de paso, es por ello, y no tanto por cortesía, modestia o "majestad", por lo que tiendo a escribir en primera persona del plural. A ver si hoy consigo evitarlo.
Yo, por ejemplo, disfruto casi siempre con pensar y dar vueltas a las cosas para desentrañar ese núcleo incomprensible y extraño que hasta lo más vulgar encierra. Es, como ejercicio intelectual, el equivalente a estrujar bien una bayeta hasta la rendición de la última gota de agua que aún retiene: algo cuya utilidad se limita a facilitar la limpieza de la casa, en un caso, de la cabeza, en el otro. Lo que quiero decir es que se trata de un juego y no una investigación, aunque quién sabe si puede encontrarse algo valioso en este despreocupado dar vueltas y revueltas.
Éste es uno de mis yoes. A veces se pone más serio y hasta melancólico, aunque me parece que sigue siendo el mismo, que estos últimos no son otros dos distintos. Sobre todo porque, sin que a nadie le hayan chocado de momento sus diferentes humores, los tres forman mi yo más público: el que escribe de vez en cuando, lee con atención, participa en las conversaciones y se entiende o malentiende con otros. Intento fomentar la manifestación de este yo porque es, sin lugar a dudas y aun con sus altibajos, el que más inteligente y en ocasiones hasta estimada me hace sentir. Es el yo que ahora mismo se preguntaría, si estuviera realmente operativo, cuál será este yo de yoes que intenta estimularlo. Pero no lo está, ahora mismo soy otra.
Esta otra que soy debe de ser familia del ballenero perezoso de Melville. Dudo que no pensar llegue a ostentar para ella (o sea, este yo mío, al que no sé en qué persona gramatical referirme) la dignidad de un principio o mandamiento, limitándose a ser una débil inclinación. Pero sin duda alguna lo del dormir cuanto se pueda es incluso más que un mandamiento: un principio, no de acción (o inacción), sino de supervivencia.
Este es el yo que llevo siendo unos días, no los he contado (este yo mío no hace cuentas). Ahora mismo lucho sin demasiada convicción con él, que tira de mí al final de cada párrafo para que me levante de la silla, abandone el teclado y me tumbe en el sofá y, si el sopor no logra invadirme, me dedique a tareas somníferas como zapear, navegar por las redes o empezar ese libro que me han regalado con la mejor intención y el mayor de los desconocimientos, y que promete desde la contraportada ser un folletón sentimentaloide y aletargador.
El marinero de Melville, como el Augusto Pérez de Unamuno, parecen haber descubierto, cada uno por su lado y a su manera, que la vigilia es la verdadera vida, pero también que tiene más de tragedia que de comedia, aunque sólo sea porque se muestra como el transcurso de un tiempo que conduce hacia su propia aniquilación. “Yo no vivía, y ahora vivo; pero ahora que vivo es cuando siento lo que es morir”, decía el protagonista de Niebla cuando despertó de su ensueño. Él se rebela mientras el personaje de Melville da un paso atrás y decide que prefiere la muerte en vida del durmiente al ir muriéndose del vivir despierto. En lo que a mí respecta, aparte de aquel yo al que gusta jugar con las ideas, albergo también estos dos, el del ballenero y el de Augusto Pérez, el que se rinde y el que se rebela en vano (afanándose en fracasar a lo Bernhard). Este último (con el aliento lejano de mi otro yo más público) es el que ha conseguido escribir estas líneas resistiéndose a la paradójica fuerza de la debilidad del primero. Porque hay una fuerza enorme en la debilidad, una que no emana de la voluntad propia, sino de fuera, como la gravedad de la tierra atrae a los cuerpos, como el sueño que vence a los párpados. Y es que, de igual manera que hay momentos en los que sólo se quiere dormir y sumergirse en esa indolora inconsciencia que tanto se parece a la muerte, salvo por dejar abierta la posibilidad de soñar y despertar, hay otros en los que se intenta a toda costa vencer al sueño, bien sea para descubrir in fraganti a un Rey Mago, bien para velar la enfermedad, el dolor y hasta la muerte de los que quieres. Y fracasas. Siempre. Ni siquiera eres capaz de atrapar el momento exacto en que te derrota, ni el sueño ni, me imagino, la muerte, esa extraña hermana suya, pues quién no ha despertado nunca sobresaltado y sin aliento, como si hubiera escapado de ella justo por despertar. Lo mismo va a ser verdad aquella dulce mentira del sueño de días eternos. Lo mismo no es la vida, sino la muerte, la que es sueño; y la vida, la batalla, destinada a ser perdida, contra él. Contra el sueño, el olvido, y esa muerte incesante de lo que pasa, de lo que ya no es aunque siga siendo.
Captura de vídeo doméstico |
Puede leerse el fragmento completo del Romancero Gitano de F. García Lorca en que se inspira esta nana aquí, pp. 15-20.
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