Primera edición en castellano (1987). |
Enciclopedia de los muertos. Danilo Kiš.
Acantilado: Barcelona, 2008. 208 pp. 15 euros.
“La historia está escrita por los vencedores. El pueblo teje leyendas. Los escritores desarrollan su imaginación. Sólo la muerte es innegable” (Es glorioso morir por la patria).
"Nunca se repite nada en la historia de los seres humanos (...), todo lo que a primera vista parece igual apenas es similar; cada hombre es un astro aparte, todo ocurre siempre y nunca, todo se repite hasta el infinito y de forma irrepetible” (La enciclopedia de los muertos).
Por J. Teresa Padilla
Para Carlos, in memóriam.
Al final de esta compilación de relatos, el autor detalla en un Post Scriptum el origen de cada uno de ellos: la realidad o la leyenda en la que se inspiran o su carácter pura y simplemente imaginario, si es que esto último es posible, y, en el caso de que lo sea, tiene (y Kiš cita aquí a Nabokov) algún interés “inventar libros o transcribir cosas que, de un modo o de otro, no han ocurrido de verdad”. Cada uno de ellos se aproxima a su manera al tema de la muerte, aunque todos terminan convergiendo en torno a motivos clave (los sueños, los espejos, las mentiras…). La mayoría desarrolla leyendas preexistentes, antiguas o más modernas, versionadas por libros sagrados o más ocultas y marginales (de origen gnóstico u ocultista). El que da título al libro se inspira en un sueño y el que lo cierra es “pura” invención. También hay un relato que empezó como un ensayo y tuvo que renunciar a serlo. Esto de los ensayos que terminan en otra cosa mucho menos respetable (académica u objetivamente hablando), los que los hemos escrito alguna vez sabemos que pasa mucho. Sólo los honrados y valientes se atreven a reconocerlo, como Kiš, y llamar cuento a algo que quizá encierra más verdad que el ensayo del que nacieron. Y es que la secuencia de los hechos está llena de descosidos, imágenes veladas, saltos injustificables. Los eruditos dedican sus vidas a buscar las fuentes, los documentos, las pruebas. Uno tras otro. Su entrega es heroica. Tragicómica también: ninguno verá el relato completo y terminado, porque el tiempo de los hechos es un continuo y todo lo que sucede en él, inagotable. Siempre habrá un último detalle, un dato más. Mientras haya tiempo, mientras haya vida, la historia continúa y sólo la muerte le pone fin. La trunca, no la culmina. Y la vida que ha ofrecido el erudito a su ciencia parece una vida desperdiciada. En realidad, tan inútil como otra cualquiera, pues, desde cierta perspectiva, la muerte hace de todas las vidas unas vidas absurdas y, desde otra, heroicas.
Ahora mismo no sé qué es mío y qué es de Kiš en lo que acabo de decir. Y en lo que sigue tampoco. Sólo a un registrador de la propiedad le interesaría y sabría quizá distinguirlo.
El libro lo abre un relato que ofrece dos versiones de una leyenda de origen gnóstico, “Simón, el Mago”. Érase una vez un ilusionista, un farsante. Un políglota que, según las malas lenguas, hablaba todos los idiomas con acento extranjero. Entre quince y veinte años después de la muerte de Jesucristo va de pueblo en pueblo difundiendo su propia palabra, una que se rebela contra el Dios tiránico y perverso de la secta rival: la de discípulos (unos poderosos y temibles, otros sencillos y lastimeros) de aquel profeta y hacedor de milagros que murió a ojos de todos y resucitó sólo ante los de algunos.
“Ellos os ofrecen –sigue Simón- la salvación eterna. Yo os ofrezco conocimiento y desierto”: la verdad cruda y desnuda de un mundo cruel, lleno de dolor y miseria. Pero, quién va a querer escuchar lo que ya sabe, lo que vive a diario. La gente necesita fe y esperanza. Fe en la esperanza. Promesas. Mentiras para Simón el Mago, quien, sin embargo, las denuncia mintiendo a su vez, recurriendo a la magia y el espectáculo para ser escuchado y seguido, y creyéndose su embuste. No hay poder sin mentira, pero es ella el poder supremo que se apodera de todo lo que la rodea (incluido el ingenuo que la creó convencido de poseerla y controlarla) y se hace así indistinguible de la verdad.
“Ya ni ellos mismos saben que mienten (…). Donde todo es mentira, nada es mentira”. La mentira devora a Simón, su creador, y eso, en lugar de acabar con ella, la refuerza, porque, como en otro relato (“El libro de los reyes y de los tontos”) se dice de la infamia (una modalidad de mentira), no hay una manera eficaz de defenderse de ella.
Precisamente este cuento, “El libro de los reyes y de los tontos”, es el ensayo que acabó en relato. Se reconoce fácilmente en El complot, el libro ficticio cuyo nacimiento y recorrido sigue esta historia, el real e investigado en un principio: Los protocolos de los sabios de Sión. Las falsificaciones, la fuerza narcotizadora de las intrigas y todo lo cobarde y letal que, de nuevo, encierra la mentira, la difamación y la infamia aparecen en toda su crudeza.
“La política no tiene nada que ver con la moral. (…) Del mal que estamos obligados a hacer ahora saldrá el bien. (…) Centremos por tanto la atención en nuestros planes, no en el bien y la moral, sino en lo necesario y lo útil”. Así quizá pueda resumirse el principio general de "este manual para dictadores modernos (y los que sueñan con serlo)". Para asesinos, más bien.
La relación de “La historia del Maestro y del discípulo” con el tema de la muerte es muy sutil pero remite también, como los anteriores relatos, al poder de la mentira y en este caso, además, de las mediaciones y síntesis (las comprensiones totalizadoras).
Hay un Maestro con una teoría: el arte es fruto de la vanidad, y la moral, ausencia de vanidad. A pesar de las voces en contra, semejante contradicción entre el estadio estético y ético de la existencia va a ser superada por él (la alusión sarcástica a la dialéctica hegeliana es obvia). ¿Cómo? Sometiéndose, “«en pleno corazón de las tentaciones poéticas», a una moral rigurosa”. El resultado de esta “síntesis” es, no tanto su propio libro, sino el del discípulo, el cual encuentra en aquél la “fuerza moral” o legitimidad para justificar cualquier acto, por inmoral que parezca, si se pone “al servicio de la creación” (la referencia política también es clara). El Maestro reconoce la perversidad que se oculta en una teoría, la suya, capaz de generar esta interpretación y, contra todo lo que sostenía anteriormente, se pregunta por la responsabilidad moral de las palabras impresas, ese producto de la vanidad. Intenta redimirse enmendando la obra del discípulo, pero sólo consigue poner en sus manos el arma definitiva: la tenue frontera entre la apariencia de realidad y la realidad misma, y la enorme fuerza de la primera. Los sueños de la razón producen monstruos como este discípulo que sabe hacer de su carencia de talento e inteligencia virtud y que destruye (asume y supera), con la calumnia, al Maestro.
“Honras fúnebres” es el segundo relato de libro, pero lo comento a continuación de esta historia del Maestro porque, desde una perspectiva más lírica, me parece que es una crítica de la misma gran mentira que mata, oculta y niega lo que pretende honrar. En él se narra un episodio revolucionario, en el marco de la lucha de clases, a propósito de la muerte, el funeral y la sepultura de una prostituta del puerto de Hamburgo. Más cómico que épico en su superficie, el relato es amarguísimo y trágico en su fondo. No hay gran diferencia entre los que dicen amarla y los que la explotaron desde su infancia. ¿Una alegoría política sobre los “amantes del pueblo” que terminan tiranizándolo y negándolo? “Pronto se alzó una montaña de flores y de ramas, un osario de gladiolos, y la cruz que se elevaba sobre el túmulo fresco y el túmulo mismo desaparecieron bajo esta enorme hacina que exhala el peculiar y pútrido olor de las lilas marchitas”. No puedo evitar pensar en Hegel & Sons.
Si en estos cuatro relatos la muerte está vista en su relación con la mentira, la difamación y el poder, los que siguen la vinculan a los sueños, los espejos y hasta las genealogías (oponiendo éstas, como los dos últimos cuentos del anterior “bloque”, a la Historia). Un poco al margen de unos y otros está “Es glorioso morir por la patria”, un cuento que deja al descubierto la crueldad y el carácter ilusorio de esas muertes a las que añadimos adjetivos como “honrosas” o “dignas”. Poco después de leerlo, el periódico me ofreció una historia de terror más escalofriante aún que ésta, pero quizá con la misma moraleja: desconfiar del discurso social sobre la buena muerte.
Abriendo este segundo bloque llega el turno del maravilloso relato que da título al libro, “La enciclopedia de los muertos (toda una vida)”, un relato narrado en primera persona por una mujer que, al poco de morir su padre, huye a un país extranjero (hay quien lo llama viajar): “Pensaba, como suele pensar toda la gente que cae en la desdicha, que un cambio de lugar me ayudaría a olvidar mi dolor, como si uno no llevara su desgracia dentro de sí”.
Su guía turística la conduce a una peculiar biblioteca donde sólo se guarda una obra, aunque en innumerables tomos ordenados alfabéticamente: La enciclopedia de los muertos, cuyo propósito es recoger y guardar la vida de los fallecidos que no aparecen en las otras enciclopedias “con el fin de corregir la injusticia humana y de conceder a todas las criaturas de Dios un mismo lugar en la eternidad”. Registra todo sobre ellos: datos precisos sobre su entorno familiar y social, sobre los lugares en los que vivieron, lo que hicieron y también lo que pensaron, dudaron, soñaron o sintieron. Lo que todavía recordaban en vida y lo que no, porque con su muerte todo terminaría olvidado, si no en la primera generación, en una segunda. La enciclopedia es la memoria sobrehumana del difunto; la que permitirá, llegado el día, su auténtica resurrección. Pues para ello fue creada: para custodiar la promesa del milagro y acreditarlo cuando se realice.
La mujer leyó todo lo que sabía y lo que desconocía de su padre, angustiada por tomar notas contra el olvido, por no saltarse nada antes de que amaneciera y tuviera que abandonar la biblioteca. Y llega al final de la vida de su padre, cuando empezó a pintar flores extrañas sobre todo tipo de superficies. La flor premonitoria y mortal que soñó un día y rescató de su sueño para reproducirla en la realidad.
Los que van a morir sueñan, dormidos o despiertos, “todo lo que un hombre vivo puede saber de la muerte”. Una amiga me ha contado que su padre, a quien dedico esta reseña, había soñado días antes de morir que el suyo le daba y conducía de la mano, como cuando le llevó a su primer trabajo con trece o catorce años, y también, esta vez despierto, alucinado, que había hablado con su hijo, perdido con tanta entereza décadas antes, y no quería llegar tarde a la cita que había concertado con él. Poco después marchó a ocupar el lugar que le correspondía entre uno y el otro en su genealogía, esa historia a escala humana y efímera que se recoge en esta Enciclopedia, a la espera del milagro del despertar.
¿Será un sueño? Esta es la pregunta obsesiva que se hace Dionisio, uno de los cuatro durmientes, en el duermevela eterno que se describe en “La leyenda de los durmientes”, una versión hipnótica de un relato que se encuentra en los grandes libros sagrados. Sueños dentro de sueños, despertares soñados, sueños divinos de los que la muerte es el despertar, pesadillas de tiempo y de eternidad. Y una caverna cuya oscuridad separa unos sueños de otros con la muerte como única certeza: “Ahora, de nuevo en la oscuridad de la caverna, podía recordar todo esto con una claridad dolorosa, porque su cuerpo helado recordaba el calor, porque su sangre recordaba la luz, porque su ojo recordaba el azul del cielo, porque su oído recordaba los cánticos y las flautas. Y he aquí que todo era de nuevo silencio, todo era de nuevo tinieblas (…). Y he aquí que todo era de nuevo sepultura del cuerpo y cárcel del alma”.
Dentro o fuera del sueño, la muerte sólo es visible para los vivos en su reflejo, el de una oscuridad que sólo ilumina la superficie de un espejo muy especial. “El espejo de lo desconocido” es un cuento de misterio inspirado en una historia, al parecer, clásica dentro del ocultismo, que la da por cierta. A pesar de que es fascinante cómo se narra, me ha resultado algo decepcionante el final: me he quedado con ganas de recrearme más en este juego de reflejos imposibles.
Y, por ultimo, “Sellos rojos con la efigie de Lenin” , con el que termina la obra y esta reseña. De nuevo el sueño, esa mezcla de realidad y ficción, tan difícilmente discernible de la vida y de la muerte; quizá un puente entre ambas, un punto de encuentro. Quién sabe lo que puede el amor de una mujer a solas con sus recuerdos y que no teme el dolor que acecha en los sueños. El cuento se abre con una referencia al Cantar de los cantares 8, 6, que no cita. Dice así:
“Ponme como un sello sobre tu corazón,
Ponme en tu brazo como un sello.
Que es fuerte el amor como la muerte
Y son, como el seol*, duros los celos.
Son sus dardos saetas encendidas,
Son llamas de Yahvé”.
*Lugar de las almas rebeldes olvidadas.
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