jueves, 29 de noviembre de 2018

Árboles torcidos

Foto: Manfred Antranias Zimmer (Pixabay)

Por J. Teresa Padilla

Mientras el mundo se desmoronaba ante sus ojos y sólo encontraba refugio en la literatura, Umbral escribía en ese diario que pretendía fuera una “rueda de instantes” y terminó titulándose Mortal y rosa, que el significado último o íntimo (supongamos que no es lo mismo) de los bosques en los cuentos infantiles era que la niñez estaba destinada a perderse, y así lo hacía, en esa oscura y terrorífica espesura arbolada que simbolizaba, en realidad, el mundo de los adultos.

Me vino a la cabeza esta idea de Umbral porque andaba yo coleccionando imágenes de árboles torcidos sin saber muy bien por qué. Algo llamó mi atención en una que compartió un amigo virtual con el que sólo interactúo así, a través de fotografías o reproducciones de pinturas, pero de una manera, creo, que ambos consideramos satisfactoria (o sea, fructífera, fluida y regular). No entiendo su lengua materna. Desconozco si él conoce la mía o tenemos algún otro idioma común en el que poder chapurrearnos mensajes. De momento, no nos ha hecho falta.

Foto: Pie Aerts, Namibia (por cortesía de Stanislav Ploc).
No creo en eso de que una imagen valga más que mil palabras, pero sí en el potencial expresivo de esas miradas congeladas que son las fotografías y, quizá (no estoy segura), también los cuadros. Además me gustan así, sin mezclarse con otras formas de “narrar” (llamaré de esta manera a lo que hace todo eso que consideramos cada cual, con razón o sin ella, “expresión artística”). Recuerdo que Schopenhauer, gran amante de la música (y muy dado a interrumpir su sesuda obra magna con comentarios personales), decía aborrecer la ópera porque las palabras (y la historia que contaban) desviaban la atención y adulteraban la esencia del arte musical. Yo no escribo nada magno, pero también me interrumpo constantemente, esta vez para dejar constancia de que la sucesión de imágenes propia del cine (ese “arte” mestizo que, salvo muy raras excepciones, parece pedir simplemente ser contemplado, dejarse ver, ofrecernos un sueño hecho, ya soñado) oculta a mi modo de ver la esencia de la expresividad propia de la imagen fija, la cual reside precisamente en la capacidad de sintetizar una “narración” en el instante; una que no se limita a dar expresión a lo que fue visible en su fugacidad, sino también a la mirada invisible que captó la imagen (o que pintó el lienzo). Puede que hasta incluya la nuestra, a la que traslada a otro tiempo y lugar haciéndole un guiño que suena, en el que caso de la fotografía, como el doble clic del obturador que simula nuestra pupila y se abre una fracción de segundo para dejar pasar, con la fugaz ráfaga de luz, todo un instante irrepetible. Teju Cole, el escritor que me deslumbró (y a medio mundo conmigo) en Ciudad abierta, también es fotógrafo y acaba de publicar en España una colección de ensayos en los que reflexiona, aunque no en exclusiva, sobre esta otra pasión suya. Ni que decir tiene que estoy deseando leerla, aunque ello me obligue a corregir la que, de momento, es la diletante opinión que acabo de expresar.

Los bosques, la infancia que se pierde en ellos, la instantaneidad de la fotografía y el hechizo de las imágenes de árboles torcidos. Parece que hay un salto, pero no. El presente, el instante, es el tiempo de la infancia, la expresión de su “fe total en la vida, sin pasado ni futuro”, de su sí incondicional que ignora y no puede comprender la muerte (porque puede que no sea en absoluto comprensible, por mucho que el mundo adulto se imagine haberla domesticado). Por otro lado, toda expresión artística es una excepción, un paréntesis, una ruptura de la cotidianidad y su burocracia, del mundo real, o sea, el de los adultos. Se puede considerar, y así se ha hecho muchas veces, el arte como un retorno a la infancia, un intento de recuperación de aquella genialidad connatural al niño; un juego, sí, pero muy serio, como lo son en realidad los juegos infantiles, no esos pasatiempos, en el sentido más literal de la expresión, propios de los adultos.

Si los niños se extravían en el bosque de la madurez, los árboles torcidos pueden representar a los que se resisten a la pérdida o se rebelan contra ella: al idiota, al loco, al raro o al artista, puede que hasta a cierta clase de filósofos.
“Ahora, con mi media vida consumada en la literatura, ésta vuelve a ser para mí lo que fue en la infancia y lo que realmente ha sido siempre: mi manera de no estar en el mundo, mi repugnancia hacia la sociedad de los adultos, hacia sus trámites, sus compraventas y sus transferencias”.
Cuando los adultos hablan, los niños deben callar. Dejar de molestar y hacer ruido. Comportarse. Los adultos inconvenientes, deficientes o raros, también. Y, por supuesto, el artista, el auténtico, no ese narcisista profesional, que, a la escucha siempre del runrún del mundo, ofrece lo que se le pide, y recibe, en justa recompensa, un sitio de honor en él. A diferencia de este funcionario, el primero realiza ese sueño infantil en el que nos imaginamos huérfanos y extraños a ese mundo real, siempre amenazante, y nos creamos otro imaginario, quizá con figuras protectoras en una misteriosa genealogía, pero que se mantienen en la sombra, nebulosas y nada opresivas. Un mundo sin ligaduras ni guías en el que todo es posible, también, a diferencia de los seres firmemente enraizados en el terreno de lo real, torcerse.

Ese mito del expósito se encuentra en la novela picaresca, en los relatos sobre la infancia de Dickens, Henry Roth (hasta en la radical autocreación del protagonista de La mancha humana del otro Roth, Philip) o Agota Kristof, en los cuentos tradicionales clásicos (con un interés disuasorio y culpabilizador apenas velado), así como en las más exitosas historias para niños de mi generación (como Pippi Calzaslargas de Astrid Lindgren o Los cinco de Enyd Blyton), en las cuales los adultos han desaparecido o juegan un papel puramente anecdótico.

La literatura moderna es más tolerante con estas fantasías infantiles de mundos aparte mientras se queden en eso, en una fase. El cuento tradicional, más realista y franco, advertía del pecado de renegar de los padres y del mundo y castigaba a los infractores con uno alternativo y fantástico aún más pavoroso que el real, todo él noche, sombras y brujas, hambre y frío. Una realidad paralela de la que debían resguardarse en el mundo real, el de sus padres y los adultos, el de la obediencia y la resignación. Peter Pan no existe. No queda más remedio que crecer, y debe crecerse bien recto, en un bosque ordenado y que filtra la luz estrictamente necesaria protegiéndonos de las quemaduras e insolaciones del sol directo. El creador, el soñador que no renuncia a su infancia, a diferencia del loco, y por su propio bien y libertad, debe aprender a camuflarse en ese mundo sin olvidarse, eso sí, de que no pertenece a él. “Intentad vestir de gris. El mimetismo constituye una defensa de la individualidad, no su derrota”, aconsejaba Brodsky a sus alumnos. Pero sean o no capaces de disimular su deformidad, todos sin excepción (lo sepan o no) están fuera de lugar, como los árboles torcidos.

Foto: Ámsterdam, autor desconocido (por cortesía de José Ramón Farré).
Árboles que se desvían de la verticalidad debida porque buscan desesperadamente la luz en un bosque de construcciones humanas, como la imagen que me regaló, para mi colección, otro amigo, José Ramón. O porque la falta de alimento los ha deformado, como a un niño raquítico, hasta que la muerte ha dejado expuesta su figura inerte en ese último esfuerzo inútil por sobrevivir, como las acacias fantasmales del desierto de Namib. Quizá por falta de una guía firme, como esos adolescentes plantones, larguiruchos y frágiles. O porque el azar les condenó a desafiar la gravedad creciendo sobre una pared prácticamente vertical.

Foto: Sabine Weiss. Petite Fille, Petit Árbre (España, 1981).
Los árboles torcidos pueden ser peligrosos si sobreviven y siguen creciendo enfrentándose cada vez más abiertamente a las leyes de la física y al sentido común. Entonces, si conviven con nosotros, los talamos. Como a los enfermos, por rectos que fueran. Un operario los marca con tinta de un color chillón condenándolos y al cabo de unos días resuenan las sierras y son ejecutados. Quizá dejen el tocón un tiempo y crezcan en sus hendiduras setas de apariencia monstruosa, quizá se molesten en extraerlo de la tierra para plantar un arbolito joven atado debidamente a su guía con el fin de que crezca como debe.

Peligrosos o no, son diferentes, feos y frágiles. El típico incordio que estropea la foto de familia, que interrumpe la uniformidad marcial del resto de los árboles, ésos que, así se dice, “no dejan ver el bosque” cuando en realidad parece, como nos demuestra el árbol lisiado, el único que vemos por sí mismo, ser al revés. O, por qué no, a lo mejor pasan las dos cosas, y los árboles y el bosque se ocultan mutuamente para erigir así esa penumbra falaz y cruel que se llama mundo real.
"Existe un modo de pensamiento serio y otro poco serio. El serio está representado por los intereses, los poderes del Estado, los negocios, la policía secreta y el principio de poder que rige en un momento dado. El poco serio, por los artistas, los filósofos, los poetas, los santos: los que no cuentan" (I. Kertész. Diario de la galera).

No hay comentarios:

Publicar un comentario