Foto: J. Teresa Padilla |
"Después de Kafka, la ficción plantea la exigencia de la plena presencia: qué diferente es esto del llamado «compromiso» de Sartre y otros. El escritor que «mira desde arriba», o sea, el escritor mentiroso, el escritor moralizante, el escritor tendencioso. La voz creíble, en cambio, sólo puede provenir de las profundidades del destino, del hombre golpeado por el destino" (I. Kertész, Diario de la galera).
Por J. Teresa Padilla
Los puntos de fuga son el resultado de la proyección de líneas a partir de elementos paralelos de un objeto, al que permiten entonces aparecer en perspectiva. Estas líneas "objetivamente consideradas" deberían guardar la misma distancia entre sí que los puntos dados desde los cuales se trazan, es decir, ser paralelas, pero si lo fueran, si se ajustaran a la realidad mensurable, no veríamos el objeto tal como se nos muestra en el espacio real que compartimos con él. En lugar de seguir una marcha equidistante, convergen hasta coincidir en un determinado punto físicamente inexistente, el punto de fuga, y, al hacerlo, crean la “ilusión” de la tridimensionalidad. Entrecomillo ilusión, porque en perspectiva no sólo se nos dan las representaciones en dos dimensiones de cualquier cosa tridimensional, sino también la propia percepción directa e inmediata de lo que nos rodea. No pretendo ir más allá (no podría aunque quisiera), sólo poner en contexto una metáfora que ha inspirado, junto a los apuntes venecianos de un poeta, la reflexión subsiguiente.
No es que vivamos en un mundo de ilusiones y fantasmagorías. Es que somos parte de ese mundo y no podemos sustraernos o negar que lo vemos o, en general, lo vivimos desde un lugar preciso en él. Desde una perspectiva que introduce elementos extraños a ese mundo, imaginarios (que no arbitrarios), como los puntos de fuga. La realidad (al menos la que podemos llamar en algún sentido nuestra) necesita de estas creaciones, ficciones, ilusiones, metáforas o esperanzas para mostrarse y vivirse, y no hay mayor aberración que la de considerarse capaz de contemplarla desde fuera, como esa mirada omnipotente que se atribuye a una divinidad ajena a cualquier limitación espacial o temporal y, por tanto, exenta de cualquier perspectiva. Si se toma en consideración que cada uno de nosotros somos el centro desde el que se proyectan las líneas que constituyen la perspectiva y nos abren todo un mundo, el que cree posible esa visión que prescinde de ella parece haberse olvidado de sí mismo.
En su “fresco” narrativo y personalísimo sobre Venecia (Marca de agua), que es a la vez un exquisito tratado sobre óptica, una autoparodia y una declaración de amor (no está mal para poco más de cien páginas), escribe Brodsky:
“El ojo precede a la pluma, y yo decido no permitir que mi pluma mienta respecto de su posición”.
Puede que la clave de la posibilidad de una “vida buena” (y de todo lo bueno que ella pueda englobar: belleza, amor, esperanza, alegría…) esté en esa decisión de no mentir sobre nuestro “ojo”, nuestra posición, nosotros mismos y, por añadidura, sobre la fragilidad que inoculamos en la sólida existencia del mundo. Quien no toma esta decisión, no es que mienta a otros ni, en realidad, esté optando por lo contrario. Más bien simplemente se engaña a sí mismo porque se ignora, porque se olvida de sí, aunque en ese olvido (y gracias a él) pueda terminar adoptando la pose y el lenguaje de una pseudodivinidad. Resulta verdaderamente ridícula su situación, pues mientras que desde esa altura, en la que cree estar situado, observa condescendiente o sarcástico la ignorancia o debilidad de los demás y pretende ver mejor que nadie lo que hacen, o no hacen y deberían hacer, se pasa completamente por alto a sí mismo y la forma en que levita por la misma fuerza de la necedad. Sin ningún mérito que arrogarse: lo más fácil, cómodo y natural es lo que él hace, renunciar a decidir, dejarse llevar, en este caso por la ilusión (ahora sí en sentido estricto) de no ocupar ninguna posición o lugar concreto, de no tener, por ello, una visión parcial y necesariamente en perspectiva (aunque no deformada, pues la verdaderamente tal es la visión que se tiene, de suyo, por “absoluta”) y, por tanto, de dar por hecho que su mundo es, tal cual, el Mundo, uno sólo accidentalmente visible. Tan precaria y contingentemente visible como los ojos que lo miran y desaparecerán un día sin afectarle en nada digno de mención.
En literatura (en la vida también, pero la literatura es más hábil y plástica cuando se trata de dejar al descubierto nuestras vergüenzas), existe el llamado narrador omnisciente. Quien opta por él escribe en tercera persona, e incluso cuando ocasionalmente usa la primera (como en determinadas formas de escritura periodística) es para hablar de otros en esa tercera persona que deja bien clara la distancia entre él y ellos. Como su denominación indica, lo sabe todo, lo que pasa dentro y fuera de sus personajes, lo visible y lo invisible, sobre éstos y su mundo.
Es muy complicado hacerlo bien con este tipo de narrador, porque aunque no puede dejarse ver, ni a sí mismo ni todo lo que alcanza su visión, ha de estar situado y, a su peculiar y oculta manera, formar parte de la narración, como una sombra o una mirada a veces fija, otras perdida y errante. La buena literatura se impone no mentir y, paradójicamente, eso supone intentar conseguir que se confundan el plano de la realidad con el de la historia que nos cuenta, con la ficción. La realidad está hecha de ficción (puntos de fuga) y la ficción lo ha de estar de realidad para testimoniarlo y no reducirse a una mera forma de evasión, a una mentira entretenida.
A pesar de su complejidad, en la mayoría de la mala literatura (o literatura de consumo), el autor hace uso de este tipo de narrador. Justo porque esa distancia, cuya superación supone un reto para el escritor vocacional, se convierte en una coartada para el profesional o aspirante a serlo: aunque se dedique a algo tan infantil como inventar mundos e historias fantásticas sigue siendo una persona cabal. Esa tercera persona invisible e ilocalizable dejaría clara la brecha entre el mundo real (el suyo, el del que narra) y el que se imagina y transmite por puro entretenimiento y sin relación con el primero (género ficción histórica inclusive). No suele ser una decisión consciente, porque precisamente, como ya he dicho antes, sospecho que ésta es una actitud por la que no se opta, sino el resultado de un irreflexivo “dejarse llevar”. Y si buscamos razones menos especulativas, la más probable sea que los malos literatos se nutren exclusivamente de mala literatura (escrita a su vez así) y no pueden salir de ese bucle diabólico. Diabólico porque esta forma de narrar es la que más difícil hace (por la inercia de venir dada de suyo y la dificultad que impone al narrador-autor de estar y no estar presente a la vez en la narración) cumplir el imperativo brodskiano de no permitir que la pluma mienta y traicione al ojo; o sea, hacer buena literatura. O por lo menos, si no buena, veraz. Y la pregunta del millón (o casi) es por qué se va a escribir (o vivir) sin intentar siquiera eso: la veracidad. Ella es un punto de fuga, una idea reguladora que diría un kantiano: una referencia irreal, imaginaria pero no ilusoria, nunca cumplida, que, sin embargo, nos mantiene en marcha hacia ella, en camino, o sea, vivos y, en cierta forma (puede que la única con sentido), libres, esto es, capaces de darnos un proyecto, una vida, un destino, una meta; en este caso la veracidad. Libres, pues, en cuanto autónomos en el sentido clásico de lo que, en determinados ámbitos, se da a sí mismo la ley que lo determina o el objeto de su acción, el sentido en que Brodsky considera "absolutamente autónomo" al ojo: "La belleza está donde el ojo descansa" y "cuando el ojo no logra encontrar belleza -consuelo-, ordena al cuerpo crearla".
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Esta es la cuestión. Mirar sin saber que miramos ni desde dónde, ignorándonos, viendo como mucho en el espejo nuestro ojo reflejado. Un ojo que no ve y tomamos por nuestro auténtico ojo, ése al que no deberíamos traicionar ni con la pluma ni con la vida. O, por el contrario, vivir en esa extraña posición, entre lo que es y lo que no, que el hombre ocupa y desde la que contagia al mundo en que vive todas sus contradicciones, como un funambulista que camina en una cuerda floja sobre un abismo de solidez e inercia desde el que proyecta líneas imaginarias que convergen en un punto irreal de referencia para su mirada que le permite mantener el equilibrio y, a la vez, dotar de vida (y belleza) a lo que hasta llegar él sólo era real: el abismo se hace así un mundo menos hostil, que se deja incluso adjetivar de forma extravagante como bello, bueno, mágico... Pero no somos dioses y, por eso, aún hay en nosotros algo que ve más lejos y claro que los ojos: la lágrima “que anticipa el futuro del ojo”.
La ciudad, Venecia y el mundo convertidos en metáforas por las palabras que se imponen no mentir: puntos de fuga y de anclaje a la vez, pero destinados a ser perdidos.
“Porque la ciudad es estática, mientras que nosotros nos movemos. La lágrima es prueba de ello. Porque nosotros partimos y la belleza queda. Porque nosotros vamos hacia el futuro, en tanto que la belleza es eterno presente. La lágrima es un intento de permanecer, de rezagarse, de fundirse con la ciudad. Pero eso va contra las reglas. La lágrima es una reversión, un tributo del futuro al pasado. O es el resultado de sustraer lo mayor a lo menor: la belleza al hombre. Lo mismo vale para el amor, porque nuestro amor, también, es más grande que nosotros“.
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