Foto: Omer Yousief (Omaralnahi). Pixabay |
Por Esperanza Goiri
Este otoño, en Madrid, es lluvioso. No hay nada como una larga tarde de domingo, tristona y húmeda, para engancharte a una serie y ventilarse una temporada entera de un plumazo. Afortunadamente, ahora podemos disfrutar en streaming de esos maratones, sin tener que someternos al irritante e inoportuno “continuará” para ver la siguiente entrega.
El método Kominsky fue cayendo capítulo tras capítulo. La serie me ha reconciliado con Michael Douglas, que nunca me ha resultado simpático probablemente por sus papeles de “macho alfa”, y aporta una visión real pero no descorazonadora, de esa etapa de la vida que a todos nos va a tocar afrontar si conseguimos llegar a ella.
En la serie, dos amigos, de unos setenta años, hacen frente a su existencia de la mejor manera posible. Tienen arrugas, les falla la próstata y les preocupa no estar a la altura entre las sábanas. Son conscientes de que empieza su declive. Siguen trabajando (uno como profesor de interpretación y otro como agente) pero se van encontrando fuera de lugar. Norman se acaba de quedar viudo y Sandy ha tenido tres matrimonios, ninguno feliz. Ambos tienen una hija, con desigual suerte en la relación paternofilial. Vislumbran un futuro incierto y poco halagüeño. Sin embargo, siguen en la brecha. Se adaptan, aceptan su realidad y tiran de humor y de su amistad para afrontar un día más. Ríes y te emocionas con sus vicisitudes. Te los crees, porque suenan a verdad. Son viejos, sí, pero de momento siguen vivos. Tienen deseos, problemas, ilusiones y miedos como cualquier otra persona. Circunstancia que se suele olvidar.
En la serie, dos amigos, de unos setenta años, hacen frente a su existencia de la mejor manera posible. Tienen arrugas, les falla la próstata y les preocupa no estar a la altura entre las sábanas. Son conscientes de que empieza su declive. Siguen trabajando (uno como profesor de interpretación y otro como agente) pero se van encontrando fuera de lugar. Norman se acaba de quedar viudo y Sandy ha tenido tres matrimonios, ninguno feliz. Ambos tienen una hija, con desigual suerte en la relación paternofilial. Vislumbran un futuro incierto y poco halagüeño. Sin embargo, siguen en la brecha. Se adaptan, aceptan su realidad y tiran de humor y de su amistad para afrontar un día más. Ríes y te emocionas con sus vicisitudes. Te los crees, porque suenan a verdad. Son viejos, sí, pero de momento siguen vivos. Tienen deseos, problemas, ilusiones y miedos como cualquier otra persona. Circunstancia que se suele olvidar.
Afortunadamente, nada tienen que ver con esos estereotipos de ancianos que nos venden, que oscilan entre los abuelos “hipervitaminados” y guais de la publicidad, a los entrañables y desvalidos que vegetan plácidamente esperando su momento final. Sin olvidarnos del tópico que los muestra gruñones y amargados, siempre fastidiando a los demás. La realidad es mucho más compleja y variada.
Sandy y Norman son dos hombres viejos que viven la senectud como mejor saben, pueden y les dejan. La serie no edulcora ni camufla las miserias de la vejez, pero tampoco la demoniza. Lo que no es poco en esta época tan contradictoria que se empeña en prolongar la vida lo máximo posible, pero luego no sabe ocuparse de sus mayores, que casi tienen que pedir perdón por existir y dar guerra. La vejez es ingrata en muchos aspectos, pero mientras la mente y la logística cotidiana nos permitan decidir, aunque sea mínimamente, cómo vivirla, hay que encararla de frente.
Vito impermeabilizado. Foto: Esperanza Goiri |
El lunes, entre nubarrón y nubarrón, Vito, mi perro, me sacó a pasear al parque del Retiro. Provistos de sendos impermeables, por si acaso, caminábamos entre hojas cada uno concentrado en lo suyo. Nos cruzamos con una señora muy mayor en silla de ruedas, empujada por su cuidadora. A mí me ignoró olímpicamente, pero al ver a Vito, lo señaló y se rio mientras seguía con la mirada el trotecillo perruno. Aquella mujer no había elegido estar impedida ni depender de alguien para atenderla. Probablemente, tampoco le habrían consultado si le apetecía salir a esa hora ni por el trayecto que habría elegido su cuidadora. Pero allí estaba, viva, atenta a su alrededor y con capacidad de manifestar su regocijo ante la visión cómica de ese ser tan pequeño que, ajeno a su insignificancia, marchaba embutido en su chubasquero verde militar como el mismísimo Napoleón pasando revista a sus tropas. Esa anciana, dentro de sus muchas limitaciones, aún podía decidir sobre lo que reír o llorar, sobre sus emociones. Me gustaría pensar que al llegar a casa o la residencia, tendría con quien comentar su fugaz encuentro y volver a sonreír.
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