jueves, 12 de abril de 2018

Contra toda esperanza

Contra toda esperanza. Memorias. Nadiezhda Mandelstam.

Acantilado: Barcelona, 2017. 656 pp. 29 euros.


“Todavía no estás muerto. Todavía no estás solo.
Con tu amiga la mendiga
gozas de la grandeza de las llanuras,
de la niebla, del frío y de la nevada.

Vive tranquilo y consolado
en la pobreza opulenta, en la miseria poderosa.
Son benditos los días y las noches
y es inocente la fatiga dulce y sonora.

Infeliz aquel que, como su sombra,
teme el ladrido y maldice al viento.
Y miserable aquel que, medio muerto,
pide limosna a su propia sombra".

(Ósip Mandelstam, Cuadernos de Voroneth, 15-16 de enero de 1937).


Por J. Teresa Padilla

“De sus ochenta y un años de vida, Nadiezhda Mandelstam pasó diecinueve como la esposa del poeta ruso más grande de su siglo, Ósip Mandelstam, y cuarenta y dos como su viuda. El resto fue niñez y juventud. En los círculos cultos, y en especial entre la clase ilustrada, ser la viuda de un gran hombre bastaba para conferir una identidad. Esto sucedía especialmente en Rusia, donde en los años treinta y cuarenta el régimen creaba viudas de escritores con una eficiencia tal que a mediados de los años sesenta había un número suficiente como para haber organizado un sindicato”.
Así comienza el obituario que Joseph Brodsky, originalmente Josif Brodski u Ossia el joven (como se le llama en este libro), escribió para ella en 1980 y se incluye como prólogo en esta edición de Contra toda esperanza, que también recoge la traducción de otra grandísima mujer, Lydia Kúper, autora, a una edad provecta (como la de Nadiezhda cuando escribió estas memorias), de la probablemente mejor traducción de la monumental Guerra y paz.

Nadiezdha Mandelstam no fue simplemente la viuda de Ósip Mandelstam. Fue su memoria, la del poeta y la de sus versos, inseparables dada la carga ética, la responsabilidad que ambos atribuyeron a la literatura: “Los poetas no pueden ser indiferentes ante el bien y el mal, y jamás dicen que todo lo existente es racional” (frente a Hegel, ¿cuántas veces van ya en mis textos?, y toda su nefasta progenie). Sin Nadiezdha, lo que Mandelstam fue, lo que escribió, habría terminado, como su propia vida, succionado por la oscura lejanía del gulag.

Foto: tygodnikprzeglad.pl

Resulta complicado decir quién debe a quién ser el que ha terminado siendo. Lo más seguro es que se lo deban mutuamente. Lo que a mí me importa dejar claro es que éstas no son las memorias de una viuda ilustre (apenas habla de sí misma o de su vida previa a la que compartió con el poeta), ni siquiera una recopilación de recuerdos sobre el "gran hombre" y su vida en común. Es una reflexión sobre los orígenes del terror y el totalitarismo, sobre la génesis del poema y la extraña y mágica condición del poeta, sobre la belleza de algunos seres humanos y la mezquindad de otros. Sobre lo fácil que es claudicar y traicionar, entre otros, a uno mismo. Es también un lúcido ejercicio de introspección y empatía. De un amor alejado de cualquier cliché, que nunca se menciona directamente pero sobrevuela todo el texto imponiéndose sobre cualquier otra cosa, como la denuncia de la miseria material y moral de la tiranía soviética o el ajuste de cuentas con personajes concretos. El "gran hombre" está muy lejos de ser un dios o un enviado por los dioses, en este caso de la Palabra, para mediar entre ellos y los hombres. O puede que no, si consideramos posible, como en la historia de Cristo, que esos seres tocados por la divinidad de una u otra forma estén condenados al escarnio, la tortura y la muerte. Lo que es indudable es que Mandelstam aparece como “el hombre al que se le caían los pantalones y que carecía de toda entonación teatral, aquel mismo hombre que era llevado bajo custodia a cualquier hora del día y de la noche” y que “no dudaba, pese a todo, de su derecho a escribir libremente”. Un hombre que enloquecía de terror, pero al que nunca se le olvidó, sobre todo con la poeta Anna Ajmátova (la otra coprotagonista de estas memorias), reír. “Los dos eran difícilmente educables”, dice con orgullo Nadiezdha. Ella, también.

Pero prefiero que leáis a esta mujer increíble que, contra todo pronóstico, consiguió salvar todo un mundo al borde de la desaparición; un mundo cuyo despeñamiento logra contener con la única fuerza de la fragilidad de una edad avanzada, una portentosa lucidez y memoria, y una vida de dolor y privaciones. “El poeta”, dice Nadiezhda, “al tiempo que escribe sus versos, va comprendiendo la realidad, porque en ellos existe un elemento de anticipación del futuro”: no ve bien de cerca, “el presente, pero sí el futuro”. Es el adivino, sí, el bendecido por la gracia de la palabra. El médium entre la lengua y nosotros. El poseído. El enajenado. La prosa viene, como dice Brodsky, tras ella, la poesía. También la de Nadiezhda. Pero viene a salvarla, a conservarla, a ser su conciencia, a volverla en sí, a honrarla, a devolvérsela a los hombres, a cuidarla. El cuidado, esa labor reservada tradicionalmente a la mujer y que está en el origen mismo de la palabra cultura. La supervivencia del testigo y su testimonio es, a fin de cuentas, la prueba del triunfo de la civilización sobre la barbarie, “la mejor demostración de que la victoria definitiva pertenece siempre al bien y no al mal”. Finalmente, Nadiezdha, pese a lo “engañosa e ilusoria” que la considera tantas veces, hace honor a su propio nombre: Esperanza.


Apéndices nada accesorios.

I) Cosas de Nadiezdha sobre:

La poesía y el poeta.
“En 1930 comprendí por primera vez cómo nacen los versos. Antes sólo sabía que se había producido un milagro: había surgido algo que anteriormente no exisitía”.
“Los labios son el arma de producción de un poeta, ya que trabaja con su voz. El murmullo de los labios que trabajan asemeja al flautista y al poeta. (…) El murmullo de los labios «que recuerdan». (…) En el proceso de la creación poética hay como una evocación de algo que jamás había sido dicho aún. (…) Los versos viven su auténtica vida tan sólo en la voz del poeta y la voz del poeta continúa viviendo en ellos para siempre” (extraído del capítulo “Murmullos y susurros”, una maravilla de principio a fin).
“Me gustaría contar lo que significaba la palabra para él, pero hacerlo es superior a mis fuerzas. Pienso, tan sólo, que él sabía cómo era la «forma interna de la palabra» y la diferencia entre la palabra como signo y como símbolo”.

El totalitarismo y el terror:
“Un buen día tuvimos miedo del caos y todos anhelamos de pronto un poder fuerte, una mano poderosa que encauzara los revueltos torrentes humanos. Tal vez el temor sea el más estable de nuestros sentimientos (…) Queríamos rectificar el curso de la historia, acabar con los baches en el camino para que no hubiera nada imprevisto y todo se desarrollase de forma suave y uniforme. Y ese anhelo preparó psicológicamente la aparición de sabios capaces de señalarnos el camino a seguir. Y como había sabios, no nos atrevimos a obrar por nosotros mismos sin directivas y esperamos indicaciones precisas y recetas exactas. Y puesto que ni tú, ni yo, ni él somos capaces de confeccionar una mejor lista de recetas, tenemos que dar las gracias por la que nos suministran desde arriba. (…) Ciegos como éramos, fuimos nosotros mismos los que defendimos la unanimidad de criterios, ya en cada divergencia, en cada opinión particular, veíamos aparecer de nuevo la anarquía y el indescriptible caos. (…) Y así vivíamos, así cultivábamos nuestra inferioridad. (…) Éramos, en efecto, seres inferiores y no se nos pueden exigir responsabilidades. Y sólo nos salvan los milagros”.
“Escogimos todos el camino más fácil: callábamos en la confianza de que no nos matarían a nosotros, sino al vecino. No sabíamos siquiera quién entre nosotros mataba y quién se salvaba, simplemente, gracias a su silencio”.
“Cada ejecución se justificaba diciendo que estaba construyendo un mundo donde no habría violencia y todos los sacrificios eran pocos para esa «nueva sociedad» sin precedentes. Nadie se percató de que el fin comenzaba a justificar los medios y luego, como siempre ocurre en estos casos, había desaparecido gradualmente”.
“Es imprescindible comprender el significado de todo lo ocurrido. El humanismo del siglo XIX sufrió una dura crisis, se derrumbaron todos sus valores éticos porque se basaban únicamente en las necesidades y deseos del ser humano o, simplemente, por su anhelo de ser feliz. El siglo XX, por el contrario, nos demostró con meridiana claridad que el mal posee una inmensa fuerza de autodestrucción. En su devenir aboca irremisiblemente al absurdo y al suicidio. También comprendimos, por desgracia, que el mal al autodestruirse puede acabar con toda la vida en la tierra y eso no lo deberíamos olvidar. Sin embargo, por mucho que la gente proclame a voz en grito verdades tan simples, las oírán solamente aquellos que no quieran el mal. Además, todo eso ya existió y caducó, y volvió a empezar, pero siempre con mayor fuerza y amplitud. Afortunadamente yo no veré ya lo que nos depara el futuro”.

La muerte:
“La muerte del artista no es una casualidad, sino el último acto creador que como un haz de rayos ilumina toda su vida. (…) El final y la muerte son elementos de la estructura de la vida, potentísimos, a los que se subordina todo lo demás. (…) Mandelstam condujo su vida de modo autoritario hacia el final que le acechaba, a la forma de muerte más extendida en nuestro país, «en tropel y en manada»”.
“Nadie lo vio muerto. Nadie lavó su cuerpo. Nadie lo colocó en un ataúd. En su febril delirio los mártires de los campos no saben distinguir el tiempo, no diferencian la realidad de la ficción. (…) Sólo sé una cosa: Mandelstam dejó de sufrir; su vida de mártir acabó en alguna parte. Así termina toda vida. Antes de morir, yacía sobre una tarima y en torno suyo pululaban otros condenados. Probablemente esperaba un paquete. No se lo entregaron o no llegó a tiempo. El paquete fue devuelto. Para nosotros fue la prueba y notificación de su muerte. Para él, que esperaba el paquete, su ausencia significaba la muerte de todos nosotros. (…) El paquete volvió a mis manos y yo, que rezaba para que terminasen sus padecimientos, me tambaleé ante la ventanilla cuando la empleada de correos me comunicó esta última e inevitable buena nueva.

Y después de su muerte -¿no sería antes de ella?- vivió en las leyendas de los campos como un viejo demente de setenta años con una escudilla para comer gachas, que en tiempos había escrito poemas y que por ello se apodaba «el poeta». Y otro viejo -¿no sería el auténtico Mandelstam?- vivía en el campo «Vtoráya Rechka» y estaba incluido en la expedición a Kolyma y muchos consideraban que era Ósip Mandelstam, y yo no sé quién era él”.

II) Hasta aquí una pequeña muestra de la sabiduría y hasta poesía de la prosa de Nadiezdha Mandelstam. Sólo me queda añadir, para cerrar el círculo y esta entrada, otra de lo que gracias a ella sobrevivió. Tan suya, probablemente, como del hombre que amó.

“I

Hacia la tierra vacía, cojeando sin querer,
con desigual y dulce paso
ella camina, adelantándose apenas
a su rápida amiga y al joven que le lleva un año.
La arrastra la libertad oprimida
del defecto que la anima.
Y parece que una clara sospecha
no quiere detenerse a su paso.
Esta temprana primavera
es para nosotros madre
de un cuerpo muerto.
Y todo va a comenzar eternamente.

II

Hay mujeres que nacieron en una húmeda tierra.
Cada uno de sus pasos es un sollozo sonoro,
y su vocación, acompañar a los muertos
y ser las primeras en saludar a los que resucitan.
Pedirles caricias es un crimen
y separarse de ellas, imposible.
Hoy ángel, mañana gusano en la tumba
y pasado mañana sólo un difuso contorno.
Lo que fue un paso se hace inaccesible.
Las flores son inmortales. El cielo, denso,
y el futuro sólo una promesa”.

(Ósip Mandelstam. Cuadernos de Voroneth. 4 de mayo de 1937).

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