Las relaciones humanas son complicadas. Eso se dice, por lo menos. Lo decimos todos en general y nadie en particular. Es lo que les pasa a los tópicos. Sin embargo, yo no lo tengo tan claro.
Antes de seguir creo que debo hacer constar, por aquello de que no os hagáis una idea extravagente de mi persona, que no dedico las jornadas estivales a cuestionarme la verdad o la falsedad de este tipo de tópicos. No, no me levanté un día plantéandome cómo son o dejan de ser las relaciones humanas. Más bien me levanté un día pensando qué podía escribir para homenajear a una amiga que cumplía años y con la que mantengo una relación humana muy concreta. Pensaba en esta relación y empecé a escribir justo la frase que da inicio a esta entrada. Sí, la del tópico. Pero, como me suele suceder, fue verla negro sobre blanco asociada a esta relación tan personal y concreta en la que estaba pensando y percibir que, dicho así, en general, esta afirmación era falsa.
Mi relación con Marisa, una relación inequívocamente humana (sobre todo por su parte, ésa es la verdad), no tiene nada de complicada. Entonces, ¿por qué empecé escribiendo el mencionado tópico? Eso mismo me pregunté yo. Mi conclusión: no es que las relaciones humanas sean complicadas. Lo que es complicado es hablar de ellas, describirlas, explicarlas…, de lo puro sencillas que son. Y es que cada vez estoy más convencida de que lo más enigmático de este mundo es justo lo más sencillo, porque lo sencillo, lo simple, es casi siempre algo gratuito, sin causas, sin finalidades. Algo que sucede porque sí. Y, por eso, en cuanto te paras a pensar en ello, te desconcierta.
Es cierto que hay relaciones realmente complicadas. Cada uno sabrá cuáles son las suyas, que no quiero entrar en detalles. Pero sean las que sean, son más fáciles de describir. Justo porque las mantenemos por algún motivo. Salvo excepciones sadomasoquistas, no nos complicamos la vida por gusto. Y expuestas estas razones, queda explicada, por lo menos en parte, la relación.
Pero, si dejamos de lado las relaciones familiares o laborales, que nacen de una necesidad biológica o económica, respectivamente, todas las relaciones humanas, terminen o no complicándose, empiezan igual. De forma muy sencilla…, e inexplicable. Tan inexplicable que no nos sirve ni siquiera hablar de azar, pues el azar nos ha puesto y pone igualmente en contacto con multitud de otras personas con las que no se llega a establecer nunca ninguna relación propiamente dicha.
El azar no explica nada (es más bien un recurso que nos exime de buscar otras razones), pero, además, no hace justicia a la verdad. Porque la verdad es que cuando se establece una relación de amistad en la edad adulta, suele ser gracias a uno de los implicados. Los niños se hacen amigos en cuanto se encuentran, sin más. Por el mero placer de poder así jugar juntos. Que esa amistad se consolide o no ya depende de factores que están fuera de su control. En el caso de los adultos, sin embargo, no suele pasar: somos desconfiados, tendemos a encerrarnos en nosotros mismos como una tortuga en su caparazón. Necesitamos motivos para asomar la cabeza, para asumir el riesgo a la decepción o el dolor que sabemos pueden traer consigo este tipo de relaciones. Renunciamos al placer inmediato por el miedo a un sufrimiento que anticipamos como una mera posibilidad. O puede que quizás no seamos capaces siquiera de reconocer y vivir ese gozo tan simple y gratificante que reside en el mero hecho de estar acompañados en un momento concreto, de sonreír o hacer sonreír.
Marisa y yo no somos amigas por azar. El azar habrá jugado su papel, pero la responsable última de la existencia de esta relación de amistad es ella. Somos amigas, en realidad, porque nos parecemos como un huevo a una castaña, o sea, en una forma más o menos esférica muy remotamente similar (o, en nuestro caso: en que somos mujeres de la misma edad). Somos amigas porque Marisa es, y espero que lo sea siempre, una niña. Para mí, la amistad es un milagro. Para ella, como para cualquier niña, lo que resulta un enigma indescifrable es que no surja la amistad de forma natural entre dos personas cuando no hay un motivo preciso y claro que lo impida. O que haya quien se permita el lujo de dejarla pasar de largo. Y, claro, como no puedes sino darle la razón, no te deja otra opción que la de ponerte a jugar con ella en lugar de columpiarte aburrida y sola en el parque.
Para mi desgracia, Marisa y yo nos parecemos bien poco. Aunque compartimos alguna cosa, nada irrelevante: no somos tontas y nos gusta la cerveza, la rubia. Basta y hasta sobra, así me lo ha demostrado, para cimentar una sólida amistad.
Feliz cumpleaños, colega.
Aunque no estoy totalmente de acuerdo con esa descripción tan bonita que haces de una Marisa tan inocente, te agradezco infinito que hayas decidido venir al parque a columpiarte conmigo. Muchísimas gracias, compañera. Un placer.
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