Alfanhuí. Rafael Sánchez Ferlosio.
Destino: Barcelona, 2001, 250 pp. 18 euros; Austral: Barcelona, 2004, 208 pp. 6,95 euros.
*Por J. Teresa Padilla y José María Ruiz del Álamo
Como en su dedicatoria se indica, ésta es una “historia castellana llena de mentiras verdaderas”, un sembrado de “locuras” que, como las del Quijote, encuentran en estas tierras “buen asiento”. Así no es de extrañar que empiecen a dibujarse las palabras con la tinta nutrida del polvillo obtenido a partir de un gallo de veleta. Una tinta resultado de la industria de un niño que experimenta con los materiales, liberados de su apariencia inerte, y, sobre todo, con los colores: todo un mundo de matices infinitos, perecederos y cambiantes. Como la vida. Un niño que escribe con un material y un alfabeto propios, que se resiste a ser expulsado del Paraíso, que se demora en la despedida (¿necesaria?) de la infancia. Un mal ejemplo, por ello, en la escuela, que obliga por norma a escribir “como los demás”. Suerte que los auténticos maestros, los que dan con el nombre que guarda "un eco cierto de aquel otro nombre que nadie puede decir" y dice quiénes somos, suelan encontrarse fuera. Alfanhuí, el sonido con el que los alcaravanes se llaman entre sí, será el nombre más verdadero de este niño de ojos amarillos, como ellos. El que tuviera antes no importa, como no importa si la novela es una alegoría autobiográfica sobre la propia infancia. No hay otra forma de narrar la niñez que contar la propia, pero lo más propio es siempre, aunque especialmente cuando se trata de la infancia, a la vez lo más común. Lo personal, lo más singular, es lo único verdaderamente universal.
Sánchez Ferlosio se desnuda en un ejercicio de temprana madurez literaria que, sin embargo, suena a despedida. Como si la magia de este relato, más verdadera que el más fiel realismo, constituyera un indebido refugio lírico en la España de los cincuenta. Eso sugiere Benet en el prólogo a la edición de Salvat, pero que la apuesta narrativa de Alfanhuí no tenga continuidad puede no tener nada que ver con esto. Ser fiel a uno mismo a veces exige la infidelidad a la propia obra, más cuando se es un niño industrioso y dado a los experimentos.
Alfanhuí mira “de corazón” y, por eso, ve lo que de otra forma sería invisible e incluso recuerda más allá de la memoria y del tiempo. Su mirada es libre, abierta, lúcida. Sólo la ira y la culpa le llegan a cegar; sólo el dolor por los que ama amenaza su vitalidad, ésa que contagia a todo lo que le rodea. Porque en su mundo todo está vivo, hasta la muerte, hasta el mal, ese odio que nace del miedo y la ignorancia y habita el fuego perverso de las inquisitoriales antorchas, tan castellanas también, que todo lo arrasan. Todo está vivo y habla, eso sí, mientras se lo mire realmente: “dejaba de mirar, y ya no oía”. Y así, mientras el fuego del mundo grita, ciega y mata, enmudeciendo al hombre, el del hogar alberga el eco de las voces, que sólo él logró hacer hablar, y mantiene vivas sus historias, defendiéndolas del azote del inclemente viento exterior.
Expulsado de continuo (por su singularidad, por el odio, por la culpa o la curiosidad), Alfanhuí recorre el mundo en busca de esos hogares que ya sabe siempre provisionales. Tal es el conocimiento que este camino, en cuyo transcurso no sólo cambian las estaciones y los paisajes, sino él mismo, condenado a crecer, cambiar de calzado y despedirse de una niñez a la que se aferra como a la vida, le depara. Cómo no iba a reconocerse en el gigante desterrado que sabe que el tesoro más valioso es el que no vale nada, el que no puede ser vendido ni comprar la propia vida, el que nos sobrevive.
Y así pasa en sus andanzas Alfanhuí de la rica soledad de la primera niñez, impenetrable para los adultos y sólo aliviada por una naturaleza animada hasta en lo inorgánico, al encuentro con su maestro, que amplía ese mundo absolutamente propio de la infancia y lo enriquece con lo humano. Y entonces la muerte irrumpe, y lo cambia todo, desengañándole de la esperanza de que el mundo adulto y el infantil no fueran absolutamente ajenos, de la ilusión de la continuidad. El camino conduce entonces a la ciudad, a un Madrid donde tanto lo que queda de natural como lo humano están degradados y enfermos. Si en su hogar y en la Guadalajara de su maestro convivían cocodrilos con gallos de veleta algo crueles, los árboles podían adquirir extravagantes y diversos colores y Alfanhuí calzaba alpargatas, en la ciudad sólo las cucarachas prosperan: el río de aguas negras no fecunda tierra alguna, el ciudadano de éxito es un Pinocho sin corazón (“no creí que don Zana tuviera sangre”) y la vida queda reducida a los patios interiores y los baños, en los que languidecen pálidas coles y cautivas cabras. Alfanhuí, por su parte, ha de encarcelar sus pies con calcetines blancos y zapatos de charol. Y de nuevo la muerte, sorprendentemente humana pese a todo, del ciudadano de madera marca el hiato y libera sus pies, que acabarán encontrando asilo en las botas del abuelo, hacia otras tierras y otras gentes, en una huida que busca el reencuentro con el pasado y la reparación. Una huida y un asilo a los que también otra muerte, en este caso nada sorprendentemente humana, la de un animal de labor, pone fin señalando la dirección inexorable de la vida y, a la vez, la posibilidad de recordar en ella ese nombre más propio de nuestra infancia: Alfanhuí.
* Esta reseña es un experimento, porque también nosotros, como Alfanhuí, somos seres curiosos, y qué mejor elección que esta obra para comprobar el resultado de dos lecturas simultáneas y la mezcla de dos escrituras. Pero en este blog somos poco científicos y la elección de la obra y el propio experimento han sido producto del azar. En realidad se trata más bien de un ejercicio de nostalgia y de una celebración. Los dos autores de esta reseña descubrimos que poseíamos el mismo antiguo y barato ejemplar de esta novela. Nuestras bibliotecas (y preferencias literarias) son tan dispares que las coincidencias nos asombran y no pueden dejar de aparcérsenos como acontecimientos dignos de festejarse. Porque, últimamente (conforme vamos envejeciendo), cualquier cosa nos parece extraordinaria. Es raro. Para Alfanhuí lo más extraordinario y mágico es normal y para nosotros lo más normal, extraordinario y mágico: por un camino u otro nos encontramos. La vida debe ser realmente un círculo que tiende a cerrarse, porque al final vivimos en una realidad muy parecida a la de la infancia; una realidad que, en la parte media del viaje, se había perdido o casi olvidado. Bien vale la pena recordarla, y Alfanhuí nos lo ha recordado, vaya si lo ha hecho.
Claro, ahora lo entiendo; por un momento pensé que tu estilo se estaba trasmutando en el del colega Jose. Interesante y resultona la reseña a tres manos.
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ResponderEliminarY nos han copiado la idea nada menos que en El cultural (http://www.elcultural.com/revista/letras/Imputada/36805). Ellos a cuatro manos, claro, que Jose debe ser de los últimos amanuenses.
ResponderEliminarEso me pasa por no leer despacio. Resulta que lo que llaman a "cuatro manos" en continuar un relato de otro. ¡Menudo mérito! We are the champions!
ResponderEliminarPues yo veo mucho más de Teresa que de Jose, con diferencia.
ResponderEliminarHay muchas ideas de José, lo que pasa es que han sido traducidas a la gramática de la lengua castellana y ya no parecen de él. Aunque alguna hay suelta que sí he podido conservar tal cual.
EliminarJejeje, pero qué bicho eres...
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