"No hay desolación (...) para la que no exista el remedio irónico de decirla. Aun cuando la literatura no tuviera otra utilidad, tendría ésta. (...)
He asistido, de incógnito, al desfallecimiento gradual de mi vida, al zozobrar lento de todo cuanto quise ser. Puedo decir, con aquella verdad que no precisa de flores para que sepamos que está muerta, que no hay cosa que yo haya querido, o en la que yo haya puesto, aunque por un momento sólo, el sueño nada más de ese momento, que no se me haya deshecho bajo las ventanas como polvo con apariencia de piedra caído de un tiesto del piso de arriba. Parece incluso que el Destino ha procurado siempre hacerme amar primero aquello que él mismo había dispuesto para que al día siguiente yo viera que ni lo tenía ni había de tenerlo.
Espectador irónico de mí mismo, nunca, sin embargo, perdí las ganas de acudir a la vida. Y, puesto que hoy sé, en la anticipación de cada ligera esperanza, que ha de acabar en desilusión, sufro el goce especial de gozar ya la desilusión junto con la esperanza, como algo amargo con dulce que vuelve lo dulce dulce contra lo amargo. Soy un estratega sombrío que, habiendo perdido todas las batallas, traza ya, sobre el papel de sus planes, disfrutando con su esquema, los pormenores de su retirada fatal, en la víspera de cada nueva batalla" (Fernando Pessoa, Libro del desasosiego, 140, 193. Trad. Perfecto E. Cuadrado).
Por J. Teresa Padilla
Hay libros que puedes sacar de una biblioteca, leer y devolver tras haber tomado, en el mejor de los casos, unas cuantas notas. Pero también hay libros que, nada más empezarlos, sabes que debes tener a tu lado siempre. Para leerlos poco a poco, para releerlos muchas veces; para buscar consuelo, para aprender a escribir, para buscar quién eres o para olvidarte por un momento de ti mismo. Éste es uno de ellos, aunque obviamente no para todo el mundo. Y, aunque en otras ocasiones esta distancia con mis semejantes me resulte dolorosa, en ésta es una bendición. Por fin lo tengo, en la edición tan cuidada, por dentro y por fuera, de Acantilado. De segunda mano, claro, y con una mancha como de café en su corte delantero, pero, por lo demás, intacto, con todo el aspecto de no haber sido leído por el inepto de su dueño original.
Lo abres y ya en el epígrafe 1 lees cosas como éstas: "Pertenezco, sin embargo, a aquel género de hombres que están siempre al margen de aquello a lo que pertenecen, no viendo sólo la multitud de la que son parte, sino también los grandes espacios que hay al lado"; "el corazón, si pudiera pensar, se pararía"; "considero la vida como una venta donde tengo que esperar hasta que llegue la diligencia del abismo. No sé adónde me llevará, porque no sé nada. Podría considerar esta venta una prisión, porque estoy obligado a esperar en ella; podría considerarla un lugar social, porque aquí me encuentro con otros. No soy, sin embargo, ni impaciente ni vulgar. (...) Me siento a la puerta y embebo mis ojos y oídos en los colores y los sonidos del paisaje, y canto lento, sólo para mí, vagos cantos que compongo mientras espero. Para todos nosotros caerá la noche y llegará la diligencia. Gozo de la brisa que me dan y del alma que me dieron para gozarla, y no pregunto más ni busco. Si lo que dejé escrito en el libro de los viajantes puede, releído un día por otros, entretenerlos también en el tránsito, estará bien. Si no lo leen, ni se entretienen, estará bien también".
Y así sigues, sin parar, leyendo frases que te gustaría ser capaz un día de escribir, que te recuerdan lo importante que es aprender a saber decir las cosas. Otras en las que tienes que detenerte y coger aliento, porque te arrastran a abismos que percibes como erróneos, como callejones sin salida de los que, a veces, el propio autor, Pessoa-Soares, sale desdiciéndose más adelante.
Esto no es una reseña. Éste es un libro que quiero ir bebiendo a pequeños sorbos, avanzando pero también retrocediendo. Un libro que espero no terminar de leer nunca. Un libro del que no podré evitar compartir otros fragmentos porque me temo que encontraré en él muchas cosas que me gustaría escribir a mí, si supiera, claro, decirlas.
En fin, una maravilla de la que alguien, por suerte para mí, se desprendió por un par de euros. Podría ser triste, pero ya leímos en Alfanhuí que los verdaderos tesoros son los que no valen nada; así que llevemos, con Soares, "la conciencia de la derrota como un pendón de la victoria".
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