Foto: Mónica (Flickr) |
La casa de mi abuela materna, en Bilbao, era un piso antiguo y enorme. Me gustaba todo de ella. El asiento de terciopelo del ascensor, la amplia cocina con vistoso suelo de damero, el farolillo que colgaba encima del teléfono de baquelita, la chaise longue que logré heredar tras un trueque con uno de mis hermanos… Hasta el nombre de la portera me parecía exótico y misterioso: Apolonia. Pero si había algo que me fascinaba era la mirilla de latón que, como un ojo dorado, adornaba la maciza puerta de entrada. Emitía un metálico sonido al accionarse y el perfecto círculo se dividía en cuatro porciones exactas que dejaban ver el descansillo de la escalera. No me cansaba de manipularla y mirar por sus orificios. Lamentablemente, como necesitaba ayuda para acceder a ella, tras dos o tres aperturas, la diversión se acababa.
La puerta de mi domicilio actual también dispone de una mirilla, pero es de esas telescópicas que solo te dejan ver por un ojo y proporcionan una visión limitada y deformada de lo que hay al otro lado. No tiene ningún encanto y tampoco mucha utilidad. El portero automático y su pantalla se supone que permiten controlar el acceso al edificio y, por ende, a tu hogar.
Por una de esas extrañas asociaciones de ideas, que a veces surgen, no pude dejar de relacionar la visión que nos proporcionan las mirillas con lo que explicaba un artículo que leí hace un tiempo sobre cómo funcionan los algoritmos empleados por los buscadores de Internet. Según sea tu perfil y el historial de búsquedas, van seleccionando y limitando las noticias, informaciones, anuncios y contenidos que te llegan. Un menú a la carta elaborado para tu personal visión del mundo. Saben los gustos, ideología, nivel económico, estado civil y de salud del usuario. Van acotando una parcela, una franja en la que tú crees, ilusa, que te mueves con libertad y por propia iniciativa. Adquieres una visión sesgada, parcial y deformada de la realidad. Llegas a tener la convicción de estar en posesión de la verdad: ya se encargan ellos, los algoritmos, de no llevarte la contraria. Es como si vivieras detrás de una mirilla y solo vieras la imagen desfigurada y limitada de lo que te rodea. Mirando a través del visor nos sentimos seguros y reafirmados. No somos conscientes de que basta con que, desde fuera, alguien cubra con un dedo esa pequeña lente para quedarnos a oscuras.
Foto: Tania (Flickr) |
Sé que es una ingenuidad por mi parte, pero trato de jugar al despiste con el algoritmo de marras. Alterno mis lecturas de prensa digital, toco todos los palos e incluso, si se tercia, revistas frívolas. Escucho podcast de diversas emisoras y he de reconocer que resulta hasta divertido comprobar lo diferente que puede ser la misma noticia según quién la emita. Me he vuelto asidua a la navegación privada cuando quiero información de algún producto o actividad y he declarado la guerra a las cookies y a los “geolocalizadores”.
No sé si mis esfuerzos valdrán para algo. Me consta que el algoritmo (la sola palabra me produce escalofríos) es un rival fuerte y, al percibir mi comportamiento errático e incoherente, es posible que ponga en duda mi cordura y tome medidas al respecto. De hecho, no descarto que cualquier día cuando suene el timbre de mi puerta y me asome por la mirilla, descubra a dos enfermeros de blanco que intentan ocultar sin éxito una camisa de fuerza mientras una risa lejana y siniestra se escucha en off.
No sé si mis esfuerzos valdrán para algo. Me consta que el algoritmo (la sola palabra me produce escalofríos) es un rival fuerte y, al percibir mi comportamiento errático e incoherente, es posible que ponga en duda mi cordura y tome medidas al respecto. De hecho, no descarto que cualquier día cuando suene el timbre de mi puerta y me asome por la mirilla, descubra a dos enfermeros de blanco que intentan ocultar sin éxito una camisa de fuerza mientras una risa lejana y siniestra se escucha en off.
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