jueves, 18 de octubre de 2018

Un jardín, un instante

Foto: Pixel2013 (Pixabay)

"Somos nuestra memoria,
somos ese quimérico museo de formas inconstantes,
ese montón de espejos rotos" (J. L. Borges, versos finales de "Cambridge", en Elogio de la sombra).

Por J. Teresa Padilla

Desde fuera se oye un tenue sonido, la música susurrante de una emisora de radio. Hay un muro de ladrillo naranja sobre el que se apoya una verja entre cuya urdimbre se las han apañado para sacar hacia la calle algunas de sus ramas plantas de romero y lavanda. Podría dar la impresión de que se extienden como manos mendicantes hacia los peatones, pero no sería una descripción ajustada: piden, es cierto, pero erguidas y, a su rústica manera, engalanadas, deslumbrantes. Más que pedir invitan, casi retan, a los transeúntes a detenerse un momento y frotar sus manos en ellas. Ofrecen, con tanto orgullo como generosidad, ese capricho que segregan, su fragancia. Seguro que no es, en realidad, un capricho; seguro que hay una razón que lo explica. Nada es en balde, eso dicen; nada importante. Al margen, sin ninguna causa que explique su existencia, están los seres vanos e inútiles, como esas plantas aromáticas concretas que regalan a otros seres tan insignificantes como ellas, los que habitan a uno y otro lado de la verja, paseantes y residentes que se detienen y restriegan las manos en sus hojas, ese olor que les hace respirar hondo, cerrar los ojos y esbozar, quizá, una sonrisa. No es que los deshacedores de enigmas no hayan encontrado aún la razón que explique la existencia de estos seres, es que, como nos recuerdan con arrogancia, lo insignificante, inútil y vano carece por definición de nada que lo justifique. Es decir: no es que ignoren lo que no saben, es que esto último no existe. “La necedad es una roca inexpugnable", parece que dijo Flaubert; habrá que dejarla estar.

Si se tuerce a la izquierda al final del muro, se encuentra la puerta, desde la cual apenas se ven del interior, a lo lejos, los maceteros de piedra que contienen la tierra que sostiene y nutre a los ya conocidos arbustos y una amplia escalera. Hay que entrar y subir ésta para llegar al jardín y a la entrada acristalada del edificio. A poco que se detenga uno allí, las verá tras los cristales. Se llaman Carmen y Juana. Hoy parecen dirigirse juntas en línea recta, dándole la espalda al visitante, hacia el comedor (es la hora de merendar), pero en un despiste de la cuidadora se salen de la fila, cada una en una dirección, sin rumbo fijo. No llegan lejos, tampoco pretendían llegar a ninguna parte. Siempre hay alguien que las guía, de nuevo, en la dirección correcta. Correcta, dícese en este contexto de la dirección que tiene algún propósito. Como ellas, muchos yerran fuera de ese muro con su verja blanca, pero recuerdan cómo fingir que van a algún sitio, que saben dónde van y para qué.

El visitante se esconde de una de ellas, su madre. No cree que le pueda reconocer a tanta distancia y con cristales de por medio, pero no se quiere arriesgar y que, al verle, se niegue a entrar a merendar o, peor aún, lo haga con inquietud o enfado. En cuanto acabe, alguno de sus ángeles guardianes la traerá a su encuentro. Hoy, con suerte, conseguirá que acceda a quedarse en el jardín. No es fácil. El invierno es largo y el verano despiadado a esas horas, y ella está acostumbrada a la sala de estar. En su mundo hay pocos puntos fijos que sirvan de orientación y las rutinas ofrecen alguno.

A veces no tiene ni idea de lo que su madre ve cuando le mira; hoy sí. A pesar de que no puede ya decir su nombre, no sólo le ha reconocido, sino que ha reaccionado con la alegría con la que únicamente se puede recibir a alguien al que se cree irremediablemente perdido desde hace tiempo. Qué importa que sólo lo fuera en su memoria, que apenas hayan transcurrido unos días desde la última vez en que físicamente coincidieron. El tiempo de la vida no se mide así, está hecho de instantes y eternidades que se cruzan, enredan, juegan y, al final, se burlan de todos.

No quiere hacerse ilusiones. Se sienta con ella en el jardín esperando que, en cualquier momento, se rompa el hechizo, vuelva la inquietud a nublar su vista, le olvide y de nuevo sienta la necesidad de huir a alguna parte. Entonces, su rostro, ahora terso y relajado, se crispará y todo su cuerpo se levantará acuciado por aquella urgencia del pasado, de cuando se ocupaba de su casa, sus hijos, su marido, siempre atareada y con prisas. A menudo siente ese mismo impulso de antaño, pero no encuentra ya, ni dentro ni fuera de sí misma, su propósito ni su origen. No es tan difícil imaginar su angustia, quizá hasta terror. Algo le duele a él dentro también cuando sucede. Sin embargo, hoy, por el contrario, vuelve a repetirle, como si acabara él de regresar de entre los muertos, lo bien que está que haya venido, que esté allí. Sólo le queda coger fuerte su mano y besarla, llorando emocionado como el aparecido, el resucitado, que querría ser siempre para ella. Y nada más. Allí están, sentados juntos, oyendo el jardín, callados, porque las palabras que hacían falta ya habían sido dichas, las había dicho ella.

A principios de octubre todavía son posibles días primaverales, ésos en los que el verano, apasionado y violento, con esa luz suya que ciega en lugar de iluminar y ese calor que lejos de acoger abrasa, se rinde para dejar paso a un otoño indeciso que avanza y retrocede de inmediato, como espantado de sí mismo, dejando así momentos para que la naturaleza se tome un respiro, se haga la loca, es decir, la primavera. Una loca que nos sonríe y acaricia, aunque de repente le puede cambiar el humor y descargar, arbitraria y caprichosamente, sobre todo lo que encuentra a su paso, una ira que parece haber ido acumulando, rencorosa, desde tiempo inmemorial. Pero no aquel día.

Era, pues, uno de esos días de octubre, de brisa ligera y tan amable que, en cuanto sin darse cuenta se apresuraba y provocaba un pequeño escalofrío, se detenía y aflojaba su paso. En el centro del jardín hay una pequeña fuente ornamental escondida entre los arbustos. Sólo se oye el susurro del agua, de la emisora musical de radio y de la brisa meciendo con delicadeza las hojas del castaño y el cerezo japonés, algunas palabras que no se entienden, o incluso sobresaltan puntualmente por su volumen, pero que, en lugar de importunar, hacen sonreír a ambos.

El visitante ve que Carmen, rebelde, se ha levantado de la silla en la que la habían sentado y en su deambular baja la rampa que conduce a la verja y la puerta. Aunque no puede salir, el visitante corre tras ella, con un ojo puesto en su madre, la llama por su nombre y le tiende la mano. “Ven con nosotros, Carmen”. Mansamente ella obedece. “Me voy a mi casa”, dice, mientras le sigue con sus pasitos cortos y arrastrados de niña. El visitante sabe que la frase no significa nada, que es sólo la respuesta a la pregunta de a dónde va, una de las pocas frases completas que todavía recuerda, junto al “qué preciosa eres” que le viene a la cabeza en cuanto una mujer le sonríe.

La sienta junto a su madre, como le gustaría que hicieran otros visitantes con ella cuando la vieran deambular perdida por el jardín. Reparte golosinas que se toman sin rechistar y, callados de nuevo, vuelven al placer de escuchar el rumor de las hojas y el agua.

Un día descubrió que ellas habían estado casi toda su vida cerca, que fueron vecinas pero no se llegaron a conocer. Ninguna tendría mucho tiempo. Si lo hubieran hecho, lo habrían olvidado, así que puede decirse, pese a todo, que sí, que se conocen de toda la vida, pues no tienen más que el hoy. El visitante miró las manos de las dos, deformadas por la edad y el trabajo, con esa piel ahora casi transparente. Esas manos que una vez estuvieron llenas de fuerza, restregando por igual rodillas infantiles, ropa o suelos, cargando bolsas. A punto estuvo de ceder a la nostalgia, pero le invadió una paz tan grande que deseó también para sí olvidarlo todo y poder vivir eternamente, como ellas, el instante, ese preciso instante.




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