jueves, 25 de octubre de 2018

Sorda de pies a cabeza

The Blue Circus (1950). Marc Chagall


Por J. Teresa Padilla

No sé si siempre he estado tan sorda o he perdido oído. Nunca lo he tenido bueno, así que, me podría decir alguien, puestos a perder agudeza sensorial, mejor este sentido que otros. Me callaré y sonreiré discretamente (tampoco puedo presumir de dientes), porque no tengo un solo sentido bueno, ni el del equilibrio, pero ponerse a enumerar los males de uno es invitar al otro a que te cuente los suyos y entrar así en una competición aparentemente absurda sobre quién está peor. Por mí lo dejaría ganar, de hecho así lo hago con los desconocidos, que parecen despedirse de ti tan satisfechos, supongo que por seguir vivos cuando no tienen un solo órgano sano que lo justifique. No se trata, me parece a mí, de que se vanaglorien por haber reforzado la extravagante convicción íntima de estar peor que casi todo el mundo: el ser humano es insensato e ilógico, pero el verdaderamente necio es el que no ve más allá de estas incoherencias y absurdos suyos. Vale, es un payaso, pero serio, un ser tragicómico, un Quijote (o Sancho); en resumen, un héroe moderno. No es, pues, que se alegren de haber resultado ganadores sobre mí y tener más razón para quejarse que, en este caso, yo. Más bien se enorgullecen de vencer a la muerte cada día que han pasado y pasan todavía en este mundo, incluso puede que alberguen una secreta y loca esperanza sobre su indestructibilidad final. Siempre es gratificante sembrar algo de alegría a tu paso, cuando además te cuesta tan poco. Con los desconocidos, decía. Ya con los conocidos, menos: tengo alguno al que veo muy capaz de contarme la evolución de sus diversas enfermedades en mi lecho de muerte. Queridos míos todos: cuando alguien pregunta por el estado de salud de otra persona, las leyes consuetudinarias dicen que no es preciso, más bien lo contrario, ajustarse a la realidad. Sea cual sea ésta, hay que decir “bien” (como mucho se admiten lánguidos “vaya” o un “tirando” en cualquier caso a secas, sin entrar en detalles) y, a continuación, preguntar por la salud ajena. Por otra parte, qué se gana diciendo que estás para el desguace: o bien notarás la indiferencia de la otra persona y te dolerá, o bien serás tú el que haga daño a la otra persona al hacerla sentir impotente y hasta culpable de tus desgracias. Todos somos seres complejos, más imprevisibles de lo que nos creemos, y maravillosamente absurdos. De ahí el valor moral de la mentira (y aunque lo digo con voz engolada, exagerando y mofándome de la seriedad con la que me tomo estas cosas normalmente, no descarto haber topado sin querer, si no con una verdad, al menos sí con una pista). El valor de la mentira del “bien, gracias” y también de la quimera aquella del que, sin atreverse siquiera a pensarlo, cree posible, tras enumerar a otro sus males, ganar la batalla de la vida contra la muerte. Pero, al margen de la seriedad que se oculta en el fondo de nuestras tonterías, la mayor de ellas sería tomárnoslo todo en serio (o todo en broma). Léase, pues, lo que sigue, no como un triste lamento, sino como una puntilla cómica a una historia clínica que un día u otro acabará, como todas, en tragedia.

Aparte de mi innata falta de sutileza auditiva, que me alejó de los coros del colegio o la iglesia, me impidió acompañar (y enamorar) con mi voz al guaperas de la guitarra (personaje imprescindible en cualquier adolescencia femenina de mi generación que se precie) y tener cualquier criterio fiable en mis gustos musicales, por esto mismo de lo más eclécticos, hace tiempo que empecé a sospechar que oía cada vez peor. Como al parecer la publicidad, los mensajes de autoayuda, la psicología y hasta los parientes y amigos están de acuerdo en que hay que pensar en positivo, pues concluí que no había nada malo en mí, sino que eran los demás los que cada vez vocalizan menos y peor. Ya sé, ya, que esta asignatura del pensamiento positivo no la voy a aprobar así, echando lo negativo a los demás, pero me dormí en la clase sobre cómo reciclar y transmutar el hierro en oro. Ya iré a recuperación.

No me lo terminaba de creer (lo de que estaba como siempre del oído), pero atribuí mi escepticismo a esa negatividad mía de carácter que oigo por todos lados que tengo que corregir. Sin embargo, a la vez y junto a este pensamiento cuasimágico de la positividad curalotodo, está la ciencia empírica y su avanzadilla o unidad de vanguardia: la divulgación científica, la cual puede devenir y deviene muchas veces en un puro espectáculo. Ambas tendencias hacen como que se pelean, pero al final sólo se las oye a ellas. Para mí que están conchabadas: una te da falsas esperanzas reprochándote tu falta de fe, para que la otra te las pueda arrebatar mofándose de tu ingenuidad. En lo único en que se ponen de acuerdo es en que, sin ellas, eres de lo peor que hay.

Convivía yo, pues, razonablemente bien con mi no confirmada decadencia auditiva, cuando la ciencia televisiva vino a salvarme de mi ignorancia. Para que no te hagas ilusiones al respecto y reconozcas la realidad, los científicos se dedican, entre otras cosas, espero, más importantes, a idear experimentos para obligarte a reconocer tu decadencia física o mental mientras ves la tele. Como de unos años para acá parece que me ha mirado un tuerto, no sólo di con el programa en cuestión, sino, además, con la entrega en la que les dio por ilustrar y ejemplificar justamente el hallazgo científico de que hay frecuencias de sonido que vamos dejando de oír conforme nos hacemos mayores. Envejecer es una cuesta abajo, eso no lo duda nadie, así que no veo quién iba a discutir el descubrimiento en cuestión (aparte quizá de otro científico rival, claro). Sin embargo, no sólo se nos pide que lo creamos así porque sí, porque nos parece una afirmación razonable y confiamos en el experto. No, tenemos que verlo con nuestros propios ojos, y oírlo con nuestros oídos (los que puedan). Como si tras ese asentimiento nuestro, se ocultara un peligroso escéptico. Como si tuvieran que convencernos a los torpes legos de que cuando se dice que algo está científicamente demostrado, no se habla por hablar. No basta con aceptar la verdad científica, hay que someterse a ella, dejar, incluso, como fue en mi caso, que te humille. Y para eso, dado el carácter supersticioso por definición de las masas iletradas, hay que hacer de la verdad científica algo espectacular, asombroso o por lo menos divertido (para aquellos que confirman que se encuentran en los parámetros que van de la excelencia a la normalidad, claro está, a mí maldita la gracia que me hizo la cosa).

Ya he mencionado la Verdad Científica, ahora viene el show: un salón de actos abarrotado de personas de diferentes edades que tenían que levantar la mano cuando escucharan las supuestas frecuencias que les correspondían por edad. ¡Oh, sorpresa y sonrisas! Todo el mundo confirmaba la teoría y oía lo que debía. Menos yo, que sólo oí una, la última. Resulta, pues, que mi edad auditiva es un par de décadas mayor que la cronológica. Ante la imposibilidad de impugnar nada más y nada menos que una demostración científica, decidí dos cosas de inmediato: no volver a ver ese programa nunca más e ir a mi médica de familia, no fuera que todo se debiera a unos vulgares tapones (pensamiento positivo a tope). Pero no, ni rastro de obstáculos físicos entre el aire en movimiento y el oído interno. Iba a añadir “y mi cerebro”, pero no me atrevo a afirmar o negar nada sobre lo que hay en mi cabeza.

Yo creía que estaba, como cantaba Fito y los suyos, “sorda de un pie” (en realidad de los dos y otras extremidades que no voy a enumerar porque estoy “bien, gracias”). Ahora resulta que encima estoy medio sorda de verdad (que no sorda de un oído). Entre unas cosas y otras, pues eso, como una tapia de los pies a la cabeza.




2 comentarios:

  1. Hola Teresa:

    Me ha gustado mucho esta entrada. Está llena de fina ironía, agudeza e ingenio. Se nota que tu estado de ánimo era muy diferente al que reflejan otros textos tuyos. Por mi parte, te diré que, a pesar de tener una edad muy similar a la tuya, oigo perfectamente. Tengo un oído muy fino. Esto te lo digo no para darte envidia, sino para todo lo contrario; ya que en no pocas ocasiones he desado, precisamente, que mi capacidad auditiva no fuera tan buena. Cerca de mi casa organizan cada dos por tres saraos y espectáculos diversos, cuyo ruido atronador llega perfectamente hasta mis agudísimos oídos, y hubiera preferido en esos momentos no oír tan bien, o mejor aún, no oír en absoluto.

    Los conciertos hasta las dos de la mañana (y más tarde) amenazan convertirse en algo habitual. Y a mí, la verdad, siempre me ha gustado dormir por la noche (qué quieres que te diga, todos tenemos defectos)y para eso necesito silencio. Confieso que soy incapaz de conciliar el sueño mientras oigo a algún cantante (o aspirante a cantante) vociferando a las dos de la mañana que esto es un atraco nena o sufre mamón (los ochenta han vuelto). Aunque considero, quizás erróneamente, que lo de sufre mamón no es una alusión personal del cantante, lo cierto es que me impide conciliar el sueño. Te puedo garantizar que en esos momentos sí he deseado ser sordo, pero no un poco, sino del todo, completamente sordo, como una tapia (aunque el otro día alguien me comentó que ya no hay sordos, sino personas con discapacidad auditiva).

    A falta de sordera o de llegar a ser una persona con discapacidad auditiva, sobrevivo gracias a los tapones de gomaespuma (no diré la marca para no hacer publicidad gratuita). Me han cambiado la vida. Ya no podría vivir -ni dormir- sin ellos. Si no los tuviera a la vista, creo que sufriría un ataque de ansiedad. Saldría disparado a una farmacia de 24 horas a buscar un paquete, o mejor aún, varios. Ya no me imagino mi vida sin ellos.

    Así que ya ves: la sordera tiene indudables ventajas.

    Un fuerte abrazo.

    Innominado.

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    1. Me alegro de que te haya gustado. Ya te dije, o si no te lo digo ahora, que tengo estas dos caras y las dos son igual de sinceras.
      Con tapones o sin ellos, hemos llegado a una edad en q se acabó lo de dormir bien. Espero que el mal tiempo suponga la temporada baja de conciertos y te dejen un poco tranquilo.
      No me apunto a la sordera total, pero sí a ejercitar lo de hacerse el sordo (la sorda, en mi caso). Seguro que sienta genial al alma y el cuerpo.
      Hasta pronto. Un beso.

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