Por J. Teresa Padilla
Si existe algo capaz de despertar a la bruja que hay en mí (y de lo que pueda hablar abiertamente en este blog) son las vacaciones escolares. No os digo nada si se trata de las navideñas, porque sí, pertenezco a esa muchedumbre de personas (estoy segura de que lo es, aunque, la verdad, no sé dónde se ocultan exactamente), a las que las Navidades, lejos de entusiasmar o, por el contrario, provocar un bajón anímico, incrementan peligrosamente los niveles de… Bueno, de la hormona responsable de la mala leche. Y no es, como les sucede a muchas personas, porque no pueda dejar de añorar las Navidades de mi infancia y viva las presentes como una burda falsificación. No. Las de mi infancia eran tan malas o peores que las de mi vida adulta. Básicamente consistían en que mi madre se pasaba cocinando todo el día, lo que no favorecía que llegara de lo más risueña a la hora de la cena, desplegaba la mesa de forma que ocupaba casi todo el espacio disponible en el salón convirtiendo en una misión imposible salir de allí donde hubieras terminado ubicada, y la llenaba de más platos de los que podía contener, con lo que a duras penas cabían luego tus manos. Además, había tantas cosas para picar que, cuando llegaban los platos principales, apenas se comía. Esto se traducía en que te pasabas luego un tiempo comiendo las sobras recalentadas, lo que, increíblemente, no se traducía en relax materno alguno. Y encima para ver a los que veías todos los días. Aquello era tan incómodo y aburrido que me parece que no era yo la única que deseaba que acabara cuanto antes. Luego se jugaba a algo. Eso no estaba tan mal, aunque se podía haber hecho cualquier otro día, digo yo.
Lo que ya no recuerdo tanto de las Navidades de mi infancia, ni de mis vacaciones escolares en general, es que mis hermanos y yo armáramos un jaleo semejante al de mis hijos. Ni por asomo se me hubiera ocurrido a mí entonces que mis padres tuvieran que prestarme especial y exclusiva atención. Pero, claro, tampoco se me había ocurrido que pudiera denunciarlos si me daban un capón (como me advierten los míos que harán dado el caso) o que detentara la propiedad o cuando menos el usufructo del cuerpo, la mente y el tiempo paternos o/y maternos. Es cosa de la edad, me dicen. Cierto. Dentro de unos cuantos años pasarán al extremo contrario: amenazarte ellos con el capón y exigir una absoluta privacidad y propiedad sobre sus vidas. Es cosa de una mala educación. Pues puede, pero será la mala educación escolar, porque hubo un tiempo de casi tres años en que no estuvieron escolarizados y entonces eran relativamente mucho más independientes, muy capaces de concentrar su atención un buen rato en cualquier cosa medianamente interesante que no fuera la televisión o un videojuego e incluso de entretenerse juntos. Estos idílicos tiempos, sin embargo, pasaron.
Así que, en los pocos instantes que me quedan para la reflexión, no puedo dejar de preguntarme dónde está mi tiempo, dónde está mi espacio. No eran gran cosa, es cierto, pero me costó lo suyo conquistarlos y ahora no los encuentro por ninguna parte. Por aquello de aprender de los errores de los que me precedieron, no me paso ni mucho menos todo el día cocinando. A pesar de que revolotean a mi alrededor amenazando con aniquilarse mutuamente, recordándome cuánto se aburren y mirando por encima de mi hombro, si por milagro logro acceder al teclado del ordenador, lo que estoy haciendo, al final ni siquiera tengo la oportunidad de ejercer de buena madre y hacer algo distinto y más o menos apasionante con ellos, porque siempre se me adelanta algo o alguien menos visto y más entretenido que yo. Eso sí, tengo que permanecer de guardia, disponible ante cualquier eventualidad, so pena de ser acusada de abandono y de indiferencia.
Había conseguido convencerles de que una madre es una entidad autónoma, independiente de ellos, con una vida, unas actividades y unas necesidades propias y personales. Había conseguido convencerles de que no les pertenezco al igual que ellos no me pertenecen. Pero las dichosas Navidades han conseguido dejarlo todo en suspenso. Las Navidades son suyas: la propaganda televisiva y escolar me han hecho, nunca mejor dicho, la pascua. Y en el fondo a ellos, que viven bajo el estrés de elaborar una lista de regalos que no están seguros de desear y de poder contar, cuando vuelvan al colegio, la cantidad de actividades extraordinarias que han realizado.
Y, con todo, ellos son lo mejor de las Navidades. Lo bien que lo podríamos pasar cenando comida basura y bailando hasta las tantas las canciones de la radio. Pero estas benditas fiestas están hechas para pasarlas con los que quieres y te quieren (por lo menos a ellos, que son los “reyes”), es decir, para terminar cenando con tu suegra. He perdido mi espacio, mi tiempo y hasta mi porción de amor. Menos mal que ya falta menos para recuperarlo todo, hasta a mis hijos. ¡Os echo de menos!
Formo parte de esa muchedumbre que detesta las Navidades.
ResponderEliminarDe niña sí me gustaban. Se organizaban reuniones multitudinarias de la propia familia con tíos y primos en las diferentes casas, donde se improvisaban pequeños comedores en las habitaciones para los niños, mientras uno o dos adultos se turnaban para vigilarnos. Correteábamos de una habitación a otra y escondíamos la comida que no nos gustaba debajo de las camas. En el fondo, la diversión era la de desquiciar a los mayores que por esas fechas lo estaban más que de costumbre.
Envidio tus navidades infantiles. No envidio tanto a los que luego tuvieran que rescatar la comida de debajo de las camas. Me consuela, sin embargo, comprobar que la tortura al adulto es una tradición tan consolidada. ¡Feliz Año, Juana!
Eliminar