Los confines. Andrés Trapiello.
Destino: Barcelona, 2009. 19 euros.
Por J. Teresa Padilla
De Andrés Trapiello dijo Javier Marías, creo que en Negra espalda del tiempo, que era el peor novelista de España. Como imaginaréis semejante afirmación no pudo quedar sin respuesta. En realidad podría haberlo sido, y esta callada hasta quizás se habría interpretado como la más digna demostración de menosprecio, pero si algo parecen compartir Trapiello, Marías y otros escritores españoles que prefiero no involucrar en la polémica es la necesidad de opinar sobre los demás. La respuesta de Andrés Trapiello a Javier Marías hizo honor al rico vocabulario que el primero atesora y que, por lo que sé, ni el señor Marías se ha atrevido a cuestionar: "novelador hebén".
Mirad que me resisto a darle la razón a Marías, con el que apenas comparto equipo favorito de fútbol y sólo he empezado a reconciliarme desde que se rebeló contra las nuevas normas de acentuación de la RAE. Primero, porque meterse en las disputas ajenas es siempre una idea nefasta. Segundo, porque no soy nadie para hacerlo y, de enterarse, ellos serían los primeros en recordármelo (y no seré nadie, pero soy lo único que tengo, así que he de procurar cuidar lo que me queda de autoestima como oro en paño). Y, por último, porque es falso y presuntuoso. Falso porque, como pasa con las desgracias o las alegrías, siempre hay alguien peor o mejor en lo que sea que quien sea. Presuntuoso, porque semejantes afirmaciones sólo puede hacerlas quien da por hecho que conoce a todos los, en este caso, novelistas de España.
No voy a confirmar, por tanto, que Andrés Trapiello sea el peor novelista de España, pero sí tengo que reconocer que Los confines es una novela que deja mucho que desear. Me preguntaréis lo mismo que yo me he preguntado antes de escribir esta reseña: ¿por qué mencionarla siquiera cuando mi propósito era reseñar sólo lecturas que considerara interesantes? Pues porque no estoy segura de si es realmente tan mala como a mí me ha parecido o me ha parecido tan mala por la decepción que supone su lectura tras la de la contraportada, que cualquiera diría ha escrito la abuela del autor. Dice así: “Por encima de sus brillantes logros estéticos, Los confines es una novela sobre la conquista del Paraíso que le fue arrebatado al ser humano, una novela radical y feliz que conmoverá y hará pensar a todos. Una obra que irrumpe como un arroyo de aguas claras en la literatura moderna”.
Comprenderéis que, cuando leí semejante cosa en la biblioteca, no pude dejar de coger la obra en préstamo. Sí, no soy tan lista como me creo y termino dejándome arrastrar al fondo del mar por este tipo de grandilocuentes cantos de sirena. Me vengo arriba y, claro, luego me pego las leches que me pego. Así que no sé si hago pagar a la novela por una decepción de la que sólo yo soy culpable.
Reconocido esto, desde luego puedo decir con total sinceridad que a mí no me ha conmovido absolutamente nada. Por el contrario, sí me ha hecho pensar, aunque no en lo que su autor desearía, sino en que incluso yo podría haber hecho con semejante argumento algo mejor (aunque probablemente mucho peor escrito).
El tema no es otro que el de un amor que termina imponiéndose, o que sus protagonistas se deciden valientemente a vivir, a pesar de todos los obstáculos. Un amor adúltero, eso está claro desde el principio, e incestuoso, como descubrimos en la segunda parte. Con semejante historia se puede escribir una novelucha folletinesca más o menos digna o intentar lo que se nos anuncia en la contraportada: una novela seria que nos conmueva y nos lleve a la reflexión (sobre lo que cuenta, se entiende). Pues ni una cosa ni otra.
Y eso que pensar, sí da qué pensar. Pensar, por ejemplo, por qué se elige como voz narradora a la protagonista femenina de la historia, Claudia, cuando lo que se buscaba era un narrador omnisciente (un ejemplo cualquiera: “Max recordó a Carmen, y sintió que mis palabras le quemaban el alma como si alguien hubiese apagado un cigarrillo en ella, pero no tuvo el valor de negarse…”). Difícil resulta creerse, entender o siquiera concebir una historia de amor en la que uno de los involucrados tiene la ventaja sobrehumana de leer los pensamientos y sentimientos del otro y, por tanto, nos la narra desde dentro y desde fuera a la vez. Mientras la leía no podía dejar de pensar que esto sólo tendría algún sentido si se tratara de la historia de un amor, no sólo adúltero e incestuoso, sino además onanista (y desdoblado). Ya puestos a complicar las cosas, que mejor y más original manera de resolver el embrollo. Pero no. Sólo al final se entiende a qué se debe semejante omnisciencia (no lo digo, no me vayan a culpar de cargarme la trama), aunque, personalmente, tal explicación no consigue mitigar la irritación acumulada por su culpa, más bien lo contrario.
La novela está llena de ideas, no especialmente originales, pero que se nos repiten de forma literal (por si la primera vez no habíamos captado su ingeniosidad). De frases que hemos oído mil veces, aunque no sea en ella: las cosas, como acabamos de leer, queman como cigarrillos, el sexo con Max (el amante-hermano) es “lo más increíble que le ha sucedido nunca” y “quiere saberlo todo” de él (en los diálogos, que como narradora ya lo sabe), la fotografía (pasión extralaboral de Max) es la captación del “instante decisivo”... Vale que no quisiera hacer el amor cuando despierta a Max tras una boda y se mete medio borracha en su cama. Eso pasará continuamente (lo de meterse en las camas de los demás, por muy amigos que sean, con propósitos castos), pero no hubiera estado de más que nos hubiera contado también lo que sí quería, sobre todo teniendo en cuenta que a esas alturas de la novela los pobres lectores todavía no sabemos que son hermanos y resulta difícil evitar una sonrisa de escepticismo al leer semejante afirmación. De sus románticas conversaciones mejor ni hablo: si despiertan algún deseo es el de escapar aterrorizado o bostezar.
"Los hechos son un aspecto secundario de la realidad". Otra de esas ideas que el autor debe considerar de una belleza o profundidad digna de repetición. Pues cualquiera lo diría, porque si hay en esta novela algo son hechos, idas y venidas, dimes y diretes, intrigas criminales... Hasta el 11-M convertido en un suceso que no da ni frío ni calor. Ni un personaje de carne y hueso que te puedas creer, con el que puedas empatizar.
He leído malas novelas. Y las he leído porque, aunque no podía dejar de reconocer su previsibilidad (en esto consiste, básicamente, la “maldad” de las novelas), me entretenían. Igual que me entretienen las teleseries de crímenes y, en algún momento, hasta los folletines de sobremesa. Esta no es exactamente previsible. Pero resulta sumamente trivial, lo que resulta imperdonable dado el tema elegido. Si la he terminado leyendo ha sido por tozudez, porque necesitaba llegar hasta el final y descubrir si todo este despropósito tenía algún sentido. Alguno tendrá, pero no compensa el tiempo invertido en llegar a él.
Se nos vende la novela como una historia de amor, contra todo pronóstico, feliz, aunque no tenga un final exactamente feliz (o sí, dada la pueril visión que de la muerte -¡vaya, se me ha escapado!- se nos da en ella). A mí, desde luego no me ha hecho nada feliz: me ha dado el domingo. No obstante, no voy a ser tan poco autocrítica como Marías. No sé si Trapiello es el novelista español más inepto (esto es lo único que he leído de él), ni siquiera si ésta es la peor novela española contemporánea (¡pues no me quedan por leer!). Ahora bien, sí puedo decir sin temor a equivocarme que es una novela mala, pero muy muy mala. ¡Y necesito decirlo! (y olvidarla cuanto antes). Os he dado el lunes, perdonadme. ¡Feliz semana!
De Trapiello solo conozco 'Las armas y las letras', uno de los mejores libros que he leído sobre la Guerra Civil española; un estudio ameno, objetivo y muy bien documentado sobre el panorama intelectual de aquella época turbia y dolorosa. A través de esta obra conocí la existencia del periodista Manuel Chaves Nogales, solo por esto, puedo decir que Andrés Trapiello me ha hecho muy feliz y le paso por alto los bodrios que haya escrito (como parece ser el reseñado) o estén por escribir.
ResponderEliminarCurioso: 1.337 palabras, 7.696 caracteres, 11 párrafos y 106 líneas componen la reseña de una obra que su autora califica como “una novela mala, pero muy muy mala”.
Después de 271 páginas (a saber cuántas palabras, caracteres, párrafos y líneas) de tortura necesitaba un desahogo. Lo siento, pero ya se sabe que casi siempre pagan justos (mis lectores) por pecadores. Está claro que es un poeta, ensayista, "diarista" y novelista laureado (no sé si todo lo que él querría), así que debe hacer feliz a mucha gente. Lo malo es que después de esta experiencia me da miedo buscar la mía en él. Necesito tiempo. Para olvidar.
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