lunes, 13 de abril de 2015

Sobre ser de Madrid o parecerlo (II)

Por Marisa Díez

Los que somos de Madriz, o de Madrí, como es mi caso, no tenemos pueblo. Es decir, que el haber nacido en la ciudad nos ha privado de disponer de ese tipo de escape del que disfrutan todos aquellos que, viviendo o malviviendo en la capital, son oriundos de otro lugar, y siempre tienen la posibilidad de salir corriendo a oxigenarse o a estar en contacto directo con la naturaleza. Los que hemos nacido en este centro geográfico de la península, siempre hemos mirado con cierta envidia a todo aquel que podía gritar de repente, a los cuatro vientos: ¡Me voy al pueblo!

Nosotros, a falta de pueblo, tenemos barrio, que es en realidad algo parecido, porque el barrio marca. Puedes vivir en tres, cuatro o hasta cinco distritos diferentes a lo largo de tu vida, pero tu barrio es siempre el de tu infancia y adolescencia, incluso el de tu juventud. Ninguno marcará tanto tu vida como aquel en el que de pequeño jugaste en la calle, en el que hiciste tus primeros amigos y del que saliste a regañadientes. Y es que, de tu barrio te marchas porque no te queda más remedio. Lo admitas o no, tu primer impulso es permanecer siempre allí. Igual ahora, con el paso de los años, lo niegas, o finges no acordarte, pero si lo piensas bien, en algún momento buscaste la manera de quedarte, a no ser que alguna circunstancia realmente adversa o vivencia dramática te impulsara a poner tierra de por medio. Después te vas y descubres que no pasa nada, que también eres feliz en el nuevo lugar que has elegido. Incluso encuentras un montón de ventajas que antes no tenías: tu casa es más grande, las calles son más amplias, es más cómodo ir a la compra o dispones de más servicios sociales, está incluso mejor comunicado… Pues sí, has salido ganando con el cambio. Pero es que tu barrio…

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De repente un día te encuentras de nuevo paseando por sus calles. Un ataque repentino de nostalgia o, quizá, como es mi caso, que nunca te fuiste del todo. Encuentras tu viejo colegio exactamente en el mismo lugar, porque todavía existe, aunque ahora ya no haya niños; hace tiempo que dejó de funcionar como tal. La mujer a la que comprabas las golosinas, la señora María, hace la tira de años que murió, y en el lugar en el que estaba su casa, ahora hay un bloque de viviendas que te resultan terriblemente extrañas. Unas calles más allá encuentras el instituto donde estudiaste el BUP y el COU, aquellos años de adolescencia y primera juventud que te marcaron para siempre. Si cierras los ojos un instante, podrías atravesar aquella puerta y dirigirte, sin lugar a dudas, a la clase donde estudiaste tal curso, o al gimnasio, al patio, o a la secretaría… Y, por supuesto, los bares de alrededor donde tomaste tus primeros botellines, o la tienda de ultramarinos donde acudías cada mañana a comprar el chorizo o la mortadela que ibas a engullir en el bocadillo a la hora del recreo.

Los que somos de Madrid tenemos barrio igual que los demás tienen pueblo. Y no, no es verdad, no les envidiamos. Igual a veces les hemos mirado con cierto recelo, porque no sabíamos si todas las maravillas que nos relataban a su regreso eran verdad o si eran fruto de su imaginación. Y, a buen seguro, exageraban.

Nosotros no teníamos campos, ni eras, ni huertos, ni corrales. Teníamos, en mi caso, calles estrechas y empinadas, repletas de casitas encaladas de una sola planta, con un patio interior que yo siempre envidié en secreto, porque en el piso de mis padres no lo había. En verano, todos los que habitaban aquellas casitas sacaban las sillas a la calle y montaban sus tertulias, como en el pueblo, pero trasladado a la capital. En mi barrio todos los vecinos se conocían y eran como una gran familia. Yo no tenía pueblo, pero tenía mi barrio, que, si lo analizas, era prácticamente lo mismo. Lo único que lo diferenciaba, en el fondo, es que estaba dentro de la ciudad.

Yo nací en Tetuán, el antiguo Tetuán de las Victorias. Un barrio de extremos, que lo mismo incluía una parte del noble Paseo de la Castellana, como la zona más humilde de la Ventilla y Valdeacederas, donde se encontraba la casa de mis padres. Me costó salir de allí. Siempre me gustó mi barrio y lo sigue haciendo. Soy consciente de sus muchas incomodidades y su indudable envejecimiento. Y, a pesar de las reformas realizadas y de las que están en proyecto, a veces me sigue pareciendo que el tiempo se detuvo en algún año de la década de los setenta, en aquel parque de mi infancia o en algunas de aquellas viviendas con patio que, desafiantes, siguen en pie.

Yo soy tetuanera y me sigue tirando mi barrio, aunque ahora viva en el de Fuencarral. Lo mismo le ocurrió a mi padre, que nunca dejó de ser de Chamberí a pesar de haber vivido fuera de sus límites durante más de cuarenta años. O a mi madre, que también es de Tetuán, aunque ya sabéis que ella nació en Soria y, además, tiene pueblo. Pero es que esto es lo que tiene ser de Madriz o parecerlo, que puedes ser de varios sitios a la vez. Y, si no tienes pueblo propio, pues lo buscas, o lo adoptas, como fue mi caso. Pero de esto ya hablaremos en otra ocasión, que es algo que también tiene mucha, pero que mucha historia.

5 comentarios:

  1. Esta vez me has sacado las lagrimas recordando... Mi barrio es Leganes. Sigue escribiendo. Un besote.

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  2. Eso es porque en la distancia todo se magnifica, ya sabes. Un beso, guapa.

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  3. Tetuán de las Victorias, un barrio donde los niños podían jugar en la calle, unas calles que eran de tierra, unas calles que fueron asfaltadas, unas calles donde las chapas y el peón dominaban sobre los coches... Mis calles eran de Capitán Blanco Argibay abajo, con su cuesta y contracuesta, con todo su encanto de sillas en las aceras.

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  4. Somos paisanos de barrio, Anónimo. Pues el barrio marca, ya sabes. Lo mismo dentro de poco empiezo a escribir con el estilo del Siglo de las Luces, o como un ilustrado que anda por ahí, no sé si le conoces... ¿O "lo" conoces? Nunca estoy segura, como soy de Madrid...

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  5. Cabe recomendar, en ejercicio de nostalgia tal, la película "Mi calle", de Edgar Neville. Una muestra de evolución de un barrio, una muestra de evolución de una sociedad. Aunque, en verdad, yo también me apunte a la teoría de Neville con su grito de guerra "¡viva el mundo antiguo!"... Ese encanto se ha perdido.

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