En el último libro que he leído (uno de estos días, cuando lo repose un poco, os lo reseñaré) he encontrado una frase que me ha inspirado la entrada de hoy.
“La gente es muy rara: basta con que alguien les diga una mentira hermosa y van y la repiten y la repiten sin parar, y no hay Dios que pueda obligarlos a usar la mollera”.
La mentira está muy mal vista y, en parte, con razón. Hay mentiras torpes (evidentes) por las que nos sentimos insultados. Hay mentiras interesadas que nos causan repugnancia o indignación. Hay mentiras inevitables (por ahí tengo un texto de Thomas Bernhard que tenía –tengo- pensado compartir y comentar en el blog y lo explica muy bien). Hay mentiras irreconocibles de tantas veces como nos las hemos contado. Hay mentiras piadosas que facilitan la convivencia o consuelan a los más débiles de entre nosotros. Y hay, eso no se puede negar, mentiras muy hermosas: desde la existencia de los ángeles de la guarda o la visita anual de los Reyes Magos hasta los “no puedo vivir sin ti” o “me muero por besarte”.
Me diréis que éstas no son mentiras, sino ficciones o hipérboles. Yo diría que estos últimos son nombres que damos justamente a las mentiras que nos parecen hermosas, las mentiras que desearíamos fueran verdades.
Las mentiras son palabras, palabras que expresan algo distinto de lo que es realmente o de lo que cree o sabe el que las dice que es verdaderamente. Mentimos cuando decimos algo distinto a lo que creemos cierto, pero también, en realidad, cuando pretendemos decir lo que sí nos lo parece, pero no lo es. O sea, cuando nos equivocamos. Porque una cosa es cometer un error y otra propagarlo. E, independientemente de la calificación moral que esta expresión y divulgación del error merezcan, la expresión misma no deja de ser una mentira. Porque para que haya mentira, no tiene necesariamente que existir también la pretensión de engañar.
La palabra es el vehículo por excelencia de la mentira, aunque vale cualquier otro capaz de “contarnos” cosas. O, mejor dicho, hechos, que las cosas sólo pueden nombrarse. La literatura, el cine…, quizás hasta las artes plásticas, son mentiras deliberadas que aceptamos a sabiendas de que lo son porque…, ¿las necesitamos? No se me ocurre otra razón, la verdad. Pero, ¿para qué? En realidad, como los hombres de Altamira, seguimos creyendo que al dibujar un ciervo, o a nosotros mismos dándole muerte, aseguramos o aumentamos las posibilidades de éxito de su caza. Ni nosotros ni los hombres de Altamira desconocemos la diferencia entre los hechos y los deseos, y de la misma forma que ellos no se limitaban a pintar a sus presas, sino que fabricaban las armas con las que apresarlas, nosotros disponemos de todo un arsenal científico y técnico que nos promete un conocimiento exacto de los hechos. Pero, aún así, no nos podemos librar de la insensata certeza de que éstos no son ni los únicos ni los hechos que más nos importan. Y necesitamos hablar y que nos hablen de estos otros hechos, porque los sentimos ahí, aunque no nos atrevamos a decir que los conocemos, que los sabemos verdaderos. Sentimos su presencia y otras veces su ausencia, tan presente ésta como aquélla. Y escribimos, o leemos, o escuchamos música o vamos al cine.
Leemos
a Teresa de Jesús y nos dejamos arrastrar por la descripción que nos hace de su
pasión mística. Casi estamos a punto de comprenderla cuando aparece un
psiquiatra que nos ofrece una explicación clínica y patológica del hecho. Que
sepáis que Dios es un espejismo y que hace tiempo que se demostró que el amor no es sino química
cerebral. Así que es mentira que el ruiseñor cante por amor, no porque lo haga
por otro motivo, sino porque el amor no existe. Podemos protestar, pero con el
riesgo cierto de mostrarnos públicamente como unos seres irracionales,
primitivos y quién sabe si peligrosamente inestables. No soy tan valiente. No
protesto en voz alta. Aunque me escaparé, en cuanto pueda, a mi mundo de mentiras hermosas. A lo mejor, hasta nos encontramos allí.
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