Por J. Teresa Padilla
"¿Quién se va a querer morir?". Esta pregunta se hacía, como respuesta a otra que debía haberle hecho el periodista que lo entrevistaba, el que al parecer es el hombre (varón) más viejo de España. Bueno, de esto no me enteré bien, y en realidad no importa, que hay que ver esa manía tan anglosajona (¿o no?) de tener que ser el number one en algo, sea lo que sea. El caso es que este asombrosamente lúcido señor tenía 110 años u otra barbaridad semejante. El motivo por el que aparecía en las noticias no era, sin embargo, que celebrara su cumpleaños, sino que ese día (creo que fue el martes) era el Día Mundial de la Salud. No sé si os habéis fijado, pero casi todos los días es el día mundial de algo (os lo digo por si os faltan temas de conversación o tenéis un blog en el que no sabéis sobre qué escribir).
Ponerse a ofrecer éste y otros ejemplos de longevidad al hilo de que tocaba hablar de salud me pareció, la verdad, que era un poco como aprovechar que el Pisuerga pasa por Valladolid. Está claro que para haber llegado a cumplir tal tira de años ha sido necesario que este buen señor no haya padecido nunca una enfermedad mortal a corto o medio plazo, pero no creo que nadie espere que, además de todos esos años, tenga lo que se dice una buena salud. Como mucho supongo que podrá presumir de una mala salud de hierro, como le gustaba a mi padre decir que tenía (aunque en su caso no fuera ni medianamente verdad). Todo el reportaje televisivo se sustentaba sobre la ecuación que identifica salud y vida, ecuación que implícitamente identifica enfermedad y muerte, y que para nada se sostiene. Porque sólo los vivos pueden estar enfermos y porque morir nos vamos a morir todos por sanos que estemos. Esto último parece una obviedad, pero el periodista responsable del reportaje no lo tenía tan claro, porque a continuación introdujo a un investigador que experimentaba en ratones técnicas que retrasaran su envejecimiento. Hay que decir que el científico en cuestión daba la impresión de ser una persona razonable y que en ningún momento sugirió lo que los comentarios periodísticos que rodearon su intervención parecían insinuar: que la vejez pudiera considerarse ella misma una enfermedad y que, por tanto, sólo cabía morir sano de forma violenta o accidental. Morir de viejo sería, al parecer, terminar sucumbiendo a una enfermedad crónica, aunque puede que un día tratable y controlable. No quiero ni pensar en la situación que crearía el cumplimiento de sus optimistas expectativas. Mucho menos quiero seguir tirando de este hilo reflexivo porque me temo que terminaría por tener que concluir que la vida (al menos tal como la conocemos) es ella misma una enfermedad, que nacer es empezar a morir y otras negruras semejantes.
La verdad es que debería grabarme cuando veo las noticias, porque me temo que no paro de hacer todo tipo de guiños y muecas (así tengo la cara, claro). No había aún desarrugado el entrecejo ante lo anterior cuando ya estaba arqueando las cejas ante lo que entendí como un ejemplo ilustrativo de esos hábitos de vida saludables que, junto con los avances médicos, han conseguido aumentar significativamente la esperanza de vida en este país: la vida de nuestro extremeño centenario. Al parecer haber trabajado desde muy pronto en el campo y haber sufrido las penalidades de la guerra y sus secuelas es buenísimo para la salud y la longevidad. Aunque, a lo mejor, no se le estaba poniendo como ejemplo, sino como excepción de lo que un día, gracias a todo lo que sabemos hoy sobre cómo cuidarnos, será casi una regla: llegar con relativa facilidad a superar los cien años. Porque, la verdad, es que poco pueden tener en común los hábitos de vida de este centenario con los míos, sin ir más lejos, que siempre he vivido en una ciudad y no sé por dónde coger un azadón, y digo yo que formaré parte de esa población cuya esperanza de vida ha aumentado considerable en comparación, por ejemplo, con la generación de nuestro ilustre extremeño. En resumen: el mensaje me resultó confuso, y no sé al final si los hábitos que nos prometen tantos años de vida son los suyos o los míos (bueno, concretamente los míos seguro que no).
“No he fumado nunca ni he bebido… Ni esas cosas”, comentó este buen hombre. ¿Qué cosas?, hubiese preguntado yo como un resorte. Segura estoy de que no se refería ni a las drogas ni al rock and roll. Lo que ya no sé es si pensaba en la retahíla de cosas que prohíben los médicos o en la mala vida de sus tiempos mozos, mala vida que me hubiera a mí gustado saber con pelos y señales en qué consistía entonces.
Seguro que no haber fumado, ni bebido, ni a saber qué otras cosas que ha evitado, habrán tenido algo que ver en su larga vida, pero la clave para mí está en el principio: “¿Quién va a querer morirse?”, se pregunta. ¡Si usted supiera!, le hubiera contestado yo. Porque estoy convencida de que este hombre ha vivido todo lo que todavía vive, porque ni ha querido morirse ni se le ha ocurrido que ningún otro lo haya querido de verdad jamás. Menos mal que el periodista le ha dejado hablar. Menos mal que él nos lo ha dejado claro. Amar la vida hasta el punto de que te resulte inconcebible que haya quien no la desee: éste es el auténtico hábito saludable.
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