martes, 13 de octubre de 2015

Aguafiestas

El descubrimiento de América (Jacopo Zucchi, 1585)
Por J. Teresa Padilla

Ayer fue 12 de octubre, el día en que España celebra su fiesta nacional conmemorando aquel momento de su historia en que todavía era capaz de tomar iniciativas sin esperar a que lo hicieran otros más listos y ver cómo les iba antes de decidirse a imitarlos o no, un momento que, sólo por eso, merece la calificación de excepcional y hasta glorioso. La cosa salió bastante mal, en el sentido en que el resultado para nada se ajustó al previsto, y bastante bien, pues lo encontrado superó a lo buscado. A mí, personalmente, hacer coincidir la fiesta nacional, puesto que parece que hay que tener una para ser una nación como Dios manda y, ante todo, hay que ser una nación, sea esto lo que sea, con el descubrimiento (desde nuestra perspectiva, claro, pero para eso es “nuestra” fiesta) de América me parecía bien. Porque no sé muy bien qué es una nación, pero me siento identificada con ese triunfar fracasando que en realidad se recuerda aquí. Me resulta hasta quijotesco, que a saber si no es justamente lo único que nos puede dotar de alguna “identidad nacional” (otra cosa imprescindible por lo que parece y que, puestos a tener, más vale elegir libremente).

Grabado de Theodor de Bry (S. XVI).
Pues no. Múltiples voces, en los medios de comunicación y en las redes, nos recuerdan que no hay nada que celebrar. Más bien mucho de lo que avergonzarse. Y a mí, en concreto, me dejan sin argumentos, claro, porque soy de esos que tienen muy claro que, si algo no son, es inocente y que tienen siempre muchas cosas de las que avergonzarse, aunque no sepan exactamente qué cosas son esas o, más bien, sepan con exactitud que son muchas más de las que sí conoce. Al parecer, en lugar de celebrar nada tenemos que avergonzarnos porque cuando creemos festejar ese “Tierra, tierra” (expresión maravillosa y que siempre merece, en mi obviamente equivocada opinión, ser celebrada) lo que de verdad conmemoramos no es esto, sino sus consecuencias. Es decir, no el descubrimiento o el encuentro, sin más, de dos mundos que se desconocían, sino la conquista y la dominación de uno por el otro: guerra y matanza (no digo genocidio porque, aunque el resultado sea el mismo, y los muertos mueran siempre, no siempre la aniquilación de un grupo de personas se realiza con una motivación genocida y usar los términos así, sin atender a su significado preciso, lleva a ocultar diferencias esenciales y a oscurecer más la noche en que vivimos haciendo a los gatos todavía más pardos).

Desde luego es triste y nada digno de fiestas que los encuentros entre extraños no devengan en una bacanal de la diversidad, en una memorable historia de amor, sino en una lucha en la que el más fuerte se impone al más débil (más o menos como acaban en realidad hasta las historias que comienzan siendo aparentemente de amor). El respeto por las minorías es un valor de muy reciente creación y que, todavía hoy, se circunscribe al terreno de los buenos deseos y los discursos teóricos, terreno en el que recibe un asentimiento casi unánime, aunque cuando se presenta la ocasión o la necesidad de llevarlo a la práctica genere mucha tensión y, casi unánimemente también, se prefiera no tener a esas minorías precisamente en el piso de abajo.

Se me ocurrió pensar que quizás habría que buscar entonces otra fecha que generara menos polémica, alguna más políticamente correcta. No sé. El día, por ejemplo, en que salió a la venta El Quijote. Pero entonces me acordé de una inteligentísima reseña de Stanislaw Lem, incluida en su obra Provocación, a un libro imaginario: Un minuto humano. Inteligentísima, divertida y brutal. El libro inexistente en cuestión pretendía contar todo lo que ocurre durante un minuto. Su objetivo era dar satisfacción a esa necesidad tan actual de saber lo que le pasa a todo el mundo en todas partes; una necesidad que supuestamente los medios de comunicación pretenden satisfacer (su existencia se funda en la de esta necesidad) pero, a la vez, no pueden, generando así esa frustración típicamente contemporánea de que en esa avalancha de información que somos incapaces de absorber por completo se nos escapa justo lo que importa, lo más esencial, lo que deberíamos saber. Vamos, que se nos ha despertado una necesidad que es “ontológicamente” imposible de satisfacer, lo que nos hace unos seres irremediablemente frustrados. Aunque, si limitamos ese conocimiento a un solo minuto, lo reducimos a datos estadísticos y lo ilustramos en gráficas y tablas comparativas… Éste, y por supuesto conseguir ser un bestseller (a saber, “un libro que no hay que leer, pero que todos deberían tener”), es el objetivo de este imaginario libro, y su ficticia reseña lleva a reflexiones que van mucho más allá de aquello de lo que escribo hoy y me la ha traído a la memoria. De lo que me he acordado es de la presentación que el reseñador hace de la sección del libro dedicada al morir: “Esta sección te introducirá en el morir a lo largo de cuarenta y ocho páginas donde primero constan los datos sumarios y luego divididos en detalles. (…) Así pues, sabrás cuánta gente muere por minuto a causa de torturas policiales y cuánta a manos de criminales privados de autorización estatal. Cuál es el programa común de torturas cada sesenta segundos y su distribución geográfica; qué herramientas se utilizan en esta unidad temporal. (…) De este modo, sabrás que mientras estás paseando a tu perro, buscando las zapatillas, hablando con tu mujer, quedándote dormido, leyendo el periódico, miles de otras personas está aullando, retorcidas en la agonía, cada minuto de las venticuatro horas del día y de la noche, cada semana, mes y año. No oirás su grito pero sabrás que sigue sonando sin parar, porque así lo demuestran las estadísticas”.

No hay un solo minuto, mucho menos un día, en que haya en realidad nada que celebrar. Y celebremos lo que celebremos sólo podemos celebrarlo cuando lo hacemos porque cerramos los ojos a lo que nos lo impediría. No creo que debamos sentirnos culpables. Lo culpable sería ignorarlo siempre y en cualquier ocasión; negarlo. O creer que somos más culpables de lo que sucedió hace más de quinientos años que de lo que está pasando este mismo minuto. No hay nada que celebrar, es cierto, y el aguafiestas que te lo recuerda justo en la fecha señalada en que te da por celebrar algo, tan objetivamente inmerecedor de celebración como cualquier otra cosa, es ese iluso que olvida que nunca, ni tan siquiera cuando él gana elecciones, lo hay.

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