Por Marisa Díez
De ella apenas había conseguido mantener intacta en su memoria la mirada risueña de sus grandes ojos negros. Recordaba sólo su nombre y el frágil cuerpecillo que albergaban sus escasos dieciocho años. Durante demasiado tiempo había evocado con añoranza aquellos días, pero la vida, que fue atrapándole poco a poco en su propio laberinto, le hizo abandonar la idea de volver a cruzarse de nuevo en su camino. Sin embargo ahora, cuando comenzaba una nueva etapa llena de incertidumbre por su futuro, se habían avivado de nuevo los recuerdos en su mente. Y se dispuso a buscarla, sin saber bien lo que podría encontrarse. Dudaba de su capacidad para dar con ella y, sin demasiada convicción, había tecleado varias veces su nombre en aquella red social que le habían recomendado, y que prometía poner en contacto a personas que se habían perdido la pista durante años.
Y de repente, la noche anterior la había encontrado. Su fotografía inundó la pantalla del ordenador, como un fantasma que aparece de la nada. Los treinta años transcurridos no habían conseguido borrar de su rostro la mirada penetrante de sus ojos, los mismos que le habían hechizado cuando se cruzaron con los suyos por primera y única vez durante aquellas lejanas vacaciones. Su imagen se mostró ante él en un único clic y un cúmulo de sensaciones conocidas, aunque olvidadas en el tiempo, recorrió todo su cuerpo. Era ella, eran sus ojos y, sobre todo, su mirada. Jamás había conseguido olvidarla.
Mientras reaccionaba a la emoción que le había producido volver a verla, se levantó y, nervioso, comenzó a dar paseos por la casa, ahora en silencio, una vez que los niños habían decidido marcharse a vivir con su madre. Su separación le había dolido tanto que pensó que nunca sería capaz de superar la soledad a la que se veía abocado. Fue un amigo quien le animó a embarcarse en este laberinto internauta, desconocido hasta entonces para él. Se decidió a probar pensando que tenía muy poco que perder. Y fue en ese preciso instante cuando recordó nítidamente su figura y esos ojos que, desde aquel día, le habían perseguido en sus largas noches en vela.
Envió un mensaje y después otro, pero no obtuvo respuesta. Había abandonado toda esperanza cuando, de repente, se encendió una lucecita parpadeante en la pantalla del ordenador. Una escueta pregunta, “¿Nos conocemos?”, a la que él respondió evocando un lugar y una fecha perdida en el calendario.
No volvió a tener noticias suyas. Durante días albergó la esperanza de comunicarse de nuevo con ella. Observaba su fotografía cada noche antes de acostarse. Imaginaba historias que nunca habían llegado a producirse. Se preguntó una y mil veces la razón por la que nunca había vuelto a tener noticias suyas. Aquel intenso abrazo con el que prometieron reencontrarse al día siguiente. Y la despedida que nunca existió. Cada uno retomó su vida, separados por cientos de kilómetros. Y aquella aventura quedó tan sólo convertida en un bonito recuerdo para evocar cuando te invade la nostalgia.
Preparó su desayuno de cada mañana dispuesto a comenzar la rutina de un nuevo día. Antes de recoger su portátil para ir a la oficina, observó de nuevo una luz que, incesante, parpadeaba en la oscuridad. Vencido por el sueño y el cansancio, había olvidado apagarlo la noche anterior.
Tembloroso, se decidió a abrir el mensaje. La pantalla se iluminó de nuevo con aquellos ojos negros, que invadían con su fuerza la penumbra del salón. Y en sus palabras pudo entender, por fin, que hay momentos capaces de sobrevivir a la distancia y al tiempo. Auténticas jugadas de un destino contra el que es imposible luchar, porque está escrito desde siempre.
“Te busqué durante un tiempo. Regresé alguna vez a ese mismo lugar con la esperanza de encontrar alguna pista que me llevara hasta ti. Con los años nuestra aventura quedó tan sólo convertida en un bonito recuerdo, del que he echado mano alguna vez cuando me fallaron las fuerzas”.
Se dejó caer sin aliento en el sillón. Mientras se aflojaba el nudo de la corbata, sentía que le faltaba el aire y su corazón se aceleró hasta casi sentirlo fuera del pecho.
No pudo precisar cuánto tiempo había pasado desde que se quedó dormido, vestido con el traje que llevaba al volver de la oficina, ni si estaba ya de vuelta del trabajo o se disponía a marcharse. Aún parpadeaba aquella luz en el ordenador. Y el sueño le venció de nuevo a la espera de encontrar un buen final para su historia. Aquella que pudo haber sido… y no fue.
Los finales no existen, por eso las historias siempre son hermosas.
ResponderEliminarUn abrazo
Lo mejor de los finales es que implican un comienzo, que puede resultar infinitamente mejor que lo que teníamos. Con lo cual, la mayoría de las veces, salimos ganando. Y si no es así, pues algo habremos aprendido por el camino, ¿no?
EliminarMuchas gracias por tu comentario, Ana
Sí, supongo que por eso son hermosas, por no estar nunca concluidas. Aunque a veces tampoco estaría mal soñar lo imposible (para eso son sueños): un final feliz. A saber si semejante cosa es siquiera concebible...
ResponderEliminarSoñar siempre es posible. Y si me decido a soñar, lo cual es algo que hago de forma habitual, no lo voy a hacer en negativo, lo tengo claro, Teresa. MIs sueños siempre tienen un final feliz.
Eliminar¿Un final no es un nuevo principio?
ResponderEliminarPor supuesto, Anónimo, de eso se trata.
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